Si Dios me concediese ver mi alma...

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Es muy duro sufrir el drama del secuestro durante meses, incluso durante años.

Para algunos de los secuestrados, después de mucho tiempo, llega el día de la liberación. Surge la pregunta: el tiempo que duró el secuestro, ¿fue tiempo perdido?

Sí: fue largo el tiempo vivido bajo una pistola o un cuchillo, en un bosque o en un sótano, en una cueva o en medio de la selva. Tiempo que pasaba lento, dramático, entre miedos y esperanzas, entre dudas y rayos de sol, sin poder hacer casi nada de lo que uno desearía. ¿Fue, entonces, un tiempo tirado al vacío, un tiempo sin sentido?

Ocurre también que hay hombres y mujeres que presumen de ser libres, que tienen algo de dinero en el bolsillo, que gozan de salud, que conviven con sus amigos, que están perdiendo, sin saberlo, muchos años de su vida.

Porque son perdidos los días, meses o años que se viven para el placer egoísta y para ambiciones deshonestas. Los momentos en los que no supimos tender la mano al familiar o al amigo para ayudarle en sus horas de prueba. Los momentos que pasamos más preocupados por tener dinero que por saber usarlo para el bien. Los momentos que transcurrimos en el túnel oscuro del alcohol, de la droga, del sexo convertido en obsesión ciega. Los momentos que empleamos en destruir la fama de una persona, conocida o desconocida. Los momentos que usamos para apartarnos de Cristo y de su Iglesia.

En cambio, son momentos (días, meses o años) maravillosos, aunque se vivan en la oscuridad de un secuestro, los que nos permiten abrir el corazón a Dios y a nuestro hermano.

Momentos pasados en una actitud sencilla de servicio.

Momentos vividos para ayudar al pobre, al enfermo, al anciano, al desesperado.

Momentos invertidos en la construcción de un mundo más justo y de un estado más solidario.

Momentos desgastados en ese estudio y ese trabajo honesto que abren el mundo a la llegada del bien.

Momentos bañados por lágrimas de arrepentimiento que desembocan en una vida más cercana al Evangelio.

Momentos que nos dejaron tiempo para hablar con Dios, para celebrarle los domingos, para recibir su perdón en el Sacramento de la Penitencia, para dar testimonio de la fe católica ante un mundo hambriento de esperanzas.

Los días, meses o años de un secuestro, o de una enfermedad, o de la ruina profesional y del paro, no son momentos perdidos si en ese tiempo nos esforzamos por buscar el Reino de Dios y su justicia.

Sólo en el cielo, en el mundo de lo eterno y bueno, descubriremos que vale la pena cualquier “momento perdido” si supimos vivirlo como hijos confiados de un Padre bueno y como hermanos dispuestos a ayudar a quien estaba a nuestro lado.