Dos preguntas ante el movimiento animalista
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Entre las muchas preguntas que se pueden formular ante el movimiento en favor de los animales queremos fijarnos en dos.
La primera: ¿por qué los animalistas defienden a algunos animales de las agresiones del hombre, pero no defienden a los animales de las agresiones que sufren de otros animales?
Nos hemos habituado a noticias como estas: “un grupo de animalistas ha liberado a cientos de visones enjaulados”. “Asalto de animalistas a un laboratorio que experimenta con ratones”. “Un barco de la organización X ha impedido la caza de ballenas en el Pacífico”.
Pero seguramente nunca hemos leído noticias como las siguientes: “un grupo de animalistas levantan una barrena humana para impedir a los leopardos cazar gacelas”. “Varios animalistas ahuyentaron a las hienas para proteger a un búfalo herido”. “Asalto de animalistas a las guaridas de los cocodrilos, para impedir que puedan asaltar a sus presas”.
¿Por qué, repetimos la pregunta, los animalistas impiden a los hombres cazar a animales y no hacen nada para que algunos animales no despedacen, maten, mutilen, causen daños y sufrimientos casi infinitos a otros animales?
La respuesta es en parte fácil. Los animalistas actúan sobre los hombres y sus comportamientos porque sólo el ser humano es capaz de cambiar sus conductas.
Por más consejos, manifestaciones, amenazas o asaltos que realicen los animalistas a las guaridas de los tigres o a los hormigueros, nunca modificarán el modo de capturar, herir y matar a sus víctimas de los grandes felinos o de las minúsculas hormigas.
Estas reflexiones ilustran un hecho que tiene un valor incalculable: sólo el ser humano es libre. Lo cual es lo mismo que decir que es responsable, que tiene un alma espiritual, que es distinto, radicalmente distinto de los animales.
Si no se comprende la diferencia que existe entre el hombre y los animales, la superioridad abismal que separa al primero de los segundos, no se puede comprender por qué los animalistas son tan arbitrarios a la hora de protestar contra las corridas de toros y no hacen nada cuando un grupo de lobos despedaza a un cordero indefenso.
A pesar de lo dicho, encontramos que algunos animalistas defienden a los animales precisamente porque no aceptan que exista una diferencia radical entre el hombre y los animales. Lo cual es lo mismo que caer en un absurdo. Porque actuar sólo sobre los seres humanos y sus actos cuando se considera que el hombre es tan animal como los animales, o que los animales son tan dignos como el hombre, es caer en un comportamiento sumamente injusto, es usar dos pesos y dos medidas: criminalizar al hombre (un ser omnívoro) y cerrar los ojos a tantos actos “asesinos” y llenos de “crueldad” cometidos por miles de animales depredadores.
Es necesario reconocer que el animalismo moderno vive en ocasiones alimentado por una serie de prejuicios afectivos o intelectuales que lleva a algunos defensores de los animales a despreciar a los hombres y a privilegiar la vida de los animales. Tal actitud lleva a discriminaciones absurdas como el trabajar por impedir las “crueldades” que se comenten (según ellos) en algunas granjas industriales mientras no se hace nada para salvar a cientos de orugas que son “asesinadas” lentamente por un ejército de hormigas hambrientas.
La segunda pregunta nos pone ante una situación más sorprendente. Los animalistas defienden con energía y con todo tipo de acciones la vida de los animales, de sus crías, e incluso de sus huevos. Al mismo tiempo, guardan un silencio misterioso ante lo que ocurre cada día en cientos de clínicas abortistas: la destrucción de embriones y de fetos humanos.
Alguno responderá, ante este hecho, que los hijos humanos antes de nacer ya son defendidos por los grupos pro vida, mientras que los animalistas optan por tutelar la vida de los animales.
La realidad, la triste realidad, es que los defensores de la vida de los bebés antes de su nacimiento no pueden hacer lo mismo que hacen los animalistas, so pena de sufrir castigos y condenas sumamente graves. Imaginemos simplemente cuáles serías las consecuencias legales y penales que sufrirían miembros de un grupo “pro life” si entrasen en una clínica abortista y pusieran pancartas como las que ponen los animalistas en algunas plazas de toros.
¿Por qué, entonces, los animalistas no toman la decisión de invertir sus medios, su arrojo, siempre en el respeto de la legalidad, para salvar “también” la vida de miles de hijos inocentes, que son seres vivos y dignos de respeto? ¿Es que vale menos un feto humano que un huevo de águila imperial?
Además, como dijimos al responder a la primera pregunta, los animalistas, si tienen un mínimo de coherencia, están llamados a reconocer la dignidad superior del ser humano respecto del valor que puedan tener los animales.
Si llegan a reconocer eso (y lo reconocen, aunque no se den cuenta, al tratar de modos diferentes a los hombres y a los animales), entonces será casi natural que empiecen a dar prioridad, en todas sus actividades, a las acciones orientadas a salvar a los seres humanos de cualquier forma de violencia, desde que son concebidos hasta que les llega el momento de la muerte. Y, si les quedase tiempo, podrían invertir sus esfuerzos en ayudar a los hombres a cambiar aquellos comportamientos que provocan sufrimientos innecesarios en los animales.
Hace falta superar, en el movimiento animalista, prejuicios y errores que pueden llevar a comportamientos no sólo contradictorios, sino violentos. Porque las injusticias inician cuando decimos que es igual lo que es distinto, y cuando tratamos de modo distinto lo que es igual. La paz y la justicia verdaderas, en cambio, tienen sus raíces en el reconocimiento de la especial dignidad humana, desde que empieza a vivir hasta que muere, según el espíritu y la letra de la Declaración Universal de los Derechos humanos.
Si cambiamos ideas y actitudes en el animalismo, será posible invertir nuestros mejores esfuerzos para defender, asistir, educar y ayudar a quienes tienen no sólo un ADN semejante al nuestro sino, sobre todo, un alma espiritual que explica su altísima dignidad y sus derechos inalienables.