Ateos y creyentes, pistas para el diálogo
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: www.forumlibertas.com (con permiso del autor)
Una fuente de acusaciones mutuas y de ataques más o menos duros entre los ateos y los creyentes proviene del pasado.
Los ateos reprochan a las religiones, de un modo especial a la Iglesia católica, errores, injusticias, delitos, crímenes más o menos graves. Algunas de las acusaciones son falsas, frutos de mentiras repetidas miles de veces, mientras que otras son verdaderas. Existe un grupo de acusaciones sobre las que es difícil un veredicto claro por falta de documentos o porque el juicio depende de la perspectiva adoptada.
Es falso, por ejemplo (y la afirmación aparece con cierta frecuencia) decir que la Iglesia torturó y condenó a la muerte a Galileo. Es correcto, en cambio, recordar que hubo algunos Papas que se comportaron como jefes militares y como hombres demasiado mundanos. Por lo que se refiere al tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el mundo medieval resulta sumamente difícil emitir un juicio sereno y objetivo por la complejidad del tema en cuestión.
Por su parte, también los creyentes reprochan a los ateos errores, injusticias, delitos, crímenes. Como en el caso anterior, algunas acusaciones son falsas, otras verdaderas (los millones de víctimas del comunismo ateo, por ejemplo), y otras son valoradas de modos diferentes según la perspectiva histórica que se adopte.
Además de las acusaciones sobre el pasado, existen polémicas y acusaciones mutuas referidas al presente.
Los ateos denuncian, por ejemplo, que los creyentes promueven actitudes de intolerancia y violencia, o que permiten la permanencia de las injusticias sociales en nuestro mundo. Los creyentes critican a los ateos por trabajar en la construcción de un mundo sin Dios, por abandonar la defensa de la familia y de la ética pública, por apoyar el crimen del aborto, etc.
Cuando se acepta entrar en este tipo de debates sobre las culpas ajenas y sobre la inocencia propia (cada uno cree en la bondad de sus creencias) se hace imprescindible un esfuerzo sincero por ambas partes para poner los pies sobre la tierra. Ello nos ayudará a dejar de lado acusaciones falsas, a no repetir mentiras que los históricos ya han descartado, y a sopesar comportamientos concretos asumidos y defendidos por quienes se encuentran en el otro punto de vista.
No basta, desde luego, con superar la actitud que lleva a mantener siempre los reproches hacia la otra parte. Hay que promover las condiciones para un diálogo que abra el acceso a algo que debe ser de común interés para quienes discuten: la verdad.
Hablar de verdad supone, hay que tenerlo presente, superar una mentalidad relativista que está bastante arraigada en algunos ambientes intelectuales. El diálogo humano pierde su sentido si suponemos que todos tienen igualmente la razón, o si pensamos que es imposible alcanzar la verdad, o si ponemos como premisa que ninguno de los interlocutores tendría más razón que el otro.
Hay que romper con moldes relativistas que no llevan a ninguna parte y que permiten a los grupos con ideas diferentes encerrarse en sus posiciones y defenderlas en contra muchas veces no sólo de lo evidente, sino incluso del trato justo y respetuoso que todo ser humano merece en cuanto ser humano.
Superado el relativismo, lo cual a veces implica haber discutido un tiempo adecuado sobre el mismo, llega el momento de buscar ese camino que nos permite avanzar hacia la verdad, que nos permite decir cómo están las cosas. ¿Existe o no existe Dios? ¿Tienen más razón los creyentes o los ateos? Entre los creyentes, ¿es posible encontrar cuál entre las diversas religiones sea la verdadera y cuáles no lo son? Si existen diferentes ateísmo, ¿cuál sería el verdadero?
No se trata de un diálogo fácil, pues requiere madurez, paciencia, apertura, seriedad. Una dosis de alegría y de afecto hacia el otro, a pesar de las ideas diferentes, puede ayudar a crear un clima más propicio y sereno en el que los argumentos avanzan más allá de los prejuicios o de los miedos personales.
No se llega a ninguna parte, ciertamente, si se mezclan los temas, si se recurre a sofismas, si uno o varios dialogantes prefieren el ataque personal y el insulto que descalifica en vez de mantenerse en los razonamientos con la cordialidad que tanto ayuda a ir hacia adelante.
Queda en pie el derecho de cada uno de no aceptar un argumento concreto, o de no tratar un tema propuesto por la otra parte. Ello no siempre ha de interpretarse como señal de debilidad o como victoria de quien lanzó la idea y encontró una evasiva en el interlocutor. A veces se trata de una retirada estratégica, o del deseo de tener más tiempo para pensar con calma sobre una idea concreta. Otras veces, uno no quiere tocar un tema porque le vence el cansancio de estar continuamente hablando sobre lo mismo.
Nos hemos quedado en algunos preámbulos. Afrontar en breves líneas los principales argumentos de disputa resulta imposible, y lo demuestran las casi interminables discusiones que siguen en pie entre los ateos y los creyentes. Pero todo esfuerzo dirigido a promover un clima más sereno, por encima de insultos y de descalificaciones mutuas, vale la pena. Lo cual será posible desde ese deseo sincero por avanzar, aunque sean unos pocos pasos, hacia el encuentro con la verdad que anhela todo corazón humano.