¿Hacer “menos bueno” lo bueno?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El esposo decidió quedarse en casa (¡ya era hora!) para ayudar a la esposa. Limpió la cocina, arregló la zona del desván, ajustó la máquina para lavar ropa... Pero cada vez estaba más irritado, se sentía como león enjaulado, y a cualquier palabra respondía con un improperio. Al final del día a la esposa se le escapó una queja suave (sin dejar de agradecer toda la ayuda recibida): “Pero, mi amor, si te pones así es mejor que no te quedes...”

El hijo había decidido regalar los ahorros de la semana al pobre de la esquina. Fue un gesto lleno de heroísmo, de esos que se hacen casi sin pensarlo. Cogió la hucha, la vació, contó las monedas y... ¡a la esquina! Pero llegando a casa traía una cara de pena que parecía una pancarta: “¡no podré ir al cine con los amigos este sábado!”

Un enfermero se ofreció a sustituir a un compañero de trabajo en el turno de noche. Empezó con muchas ganas, pero a las tres de la mañana estaba de muy mal humor, sobre todo porque se dio cuenta de que este tipo de favores los hacía solamente gente como él, mientras los demás aprovechaban esta generosidad para vivir una vida más fácil.

Nos puede ocurrir que, a la hora de hacer un acto bueno (y, gracias a Dios, esto pasa no pocas veces), algo se cruza en el camino (un cansancio, una pena) y nos lleva a sentir desganas, frustración, un enfado profundo y largo. Entonces nos domina un extraño estado de ánimo negativo que nos lleva a hacer de mala gana eso que nos propusimos, de verdad, para ayudar a quienes nos pedían una mano en casa, en el trabajo o en los infinitos encuentros de la vida. Entonces desaparece todo gusto por lo que hacemos (y es algo bueno, tal vez muy bueno), y soportamos de mal humor el resto del día o de la semana... 

Es algo completamente normal que los sentimientos no acompañen cada uno de nuestros actos buenos. Para un esposo (o para una esposa, pues los tiempos han cambiado mucho) quedarse en casa para las tareas domésticas quizá no “llena tanto” como el ir a pasar la tarde con los amigos. Lo mismo podemos decir de los otros ejemplos. Pero el problema no es “sentirse a gusto” o “sentirse a disgusto”, sino cuál es el modo y el porqué con el cual hacemos lo que hacemos.

Aunque los sentimientos no apoyen nuestra buena obra, siempre queda en pie la fuerza de voluntad con la que podemos renovar ese amor que nos llevó a un pequeño sacrificio para hacer algo por los otros. Además, siempre es posible buscar mil maneras para sonreír, aunque nos cueste, mientras planchamos pañuelos, ponemos la mesa o limpiamos cacerolas. Entonces, seguramente, nos daremos cuenta de que los demás aprecian mucho que les ayudemos, pero, sobre todo, que valoran mucho más la alegría que ponemos en nuestros actos. Es cierto, son cosas buenas, ¡qué duda cabe!, pero se hacen más hermosas y más bellas si servimos, si nos damos, con alegría.

Es esa una de las enseñanzas de Jesús que no están en el Evangelio, sino en los Hechos de los Apóstoles: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Que se completa con lo que dice el Espíritu Santo en una de las cartas de san Pablo: “Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría” (2Co 9,7). De este modo haremos el bien, y lo haremos, de verdad, muy bien.