La guerra y el aborto
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
¿Resulta correcto hacer comparaciones entre la guerra y el aborto? Las diferencias entre ambos hechos son notables, pero también hay puntos de semejanza.
En la guerra luchan entre sí adultos. Dos ejércitos se afrontan directamente, hombres armados combaten entre sí. A veces mueren civiles (les llaman víctimas o daños “colaterales”), pero lo que más buscan los militares es eliminar a los hombres o mujeres armados del bando contrario.
En el aborto se “enfrentan” pocos seres humanos: un “médico”, una mujer y su hijo no nacido. El pequeño es indefenso, no tiene armas, no puede hacer nada frente al deseo de quienes han decidido eliminarlo.
Las guerras provocan muertos y heridos “visibles”, al menos teóricamente. La prensa, la televisión, internet, pueden ofrecer imágenes de los cadáveres, de las víctimas. Los heridos hablan en la radio o en los periódicos. Los familiares y los supervivientes cuentan la historia de lo que está pasando.
El aborto se mueve en un horizonte de pocas imágenes. Nadie parece interesado en ver el cuerpo de la víctima, en saber qué ocurrió con el embrión o el feto asesinado. Una sombra de misterio y de ocultamiento busca que desaparezcan restos y recuerdos de lo ocurrido.
En todas las guerras siempre hay culpables, pues no habría guerra si no hubiera injusticias ni prepotencia. A veces los dos bandos que pelean entre sí son responsables directos, y culpables, del conflicto. Otras veces unos son culpables y otros son inocentes que buscan cómo defenderse ante un agresor injusto. Por desgracia, nadie se autoreconoce como culpable y todos buscan encontrar “justificaciones” para decir por qué atacan a los otros, para decir que la culpa la tienen los enemigos.
En el aborto el hijo es siempre, siempre, siempre, sin condiciones, una víctima inocente. La culpa está en los adultos: en la madre, que no lo acepta. En el padre, que presiona a la madre para que lo elimine. En el médico, que usa la ciencia de la salud para cometer un acto arbitrario, injusto, asesino: para ir contra lo que es la esencia de su profesión.
Existe toda una industria orientada al mundo de la guerra. Produce y vende armas ligeras o pesadas, aviones y torpedos, submarinos y radares. A veces, muchas veces, esa industria es un auténtico negocio de miles de millones de dólares (o de euros), que se invierten para la destrucción, mientras millones de personas no encuentran ayuda para tener comida o agua potable.
El mundo del aborto se ha convertido, para algunas organizaciones nacionales o internacionales, en un negocio triste, con el que obtienen abundantes “beneficios” económicos a costa de eliminar, como en la guerra, la vida de miles de seres humanos.
Miles de personas, organizaciones no gubernativas, reuniones internacionales, trabajan por eliminar las guerras, por paliar los efectos de las mismas, por ayudar a las víctimas, a los refugiados, a los heridos.
También frente al aborto una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad ofrece ayudas a las mujeres para que no aborten, para que puedan llevan adelante su embarazo. Cuando una madre ha abortado, la asisten para que supere el síndrome postaborto y para que pueda reorientar su vida hacia horizontes de amor y de justicia.
Son evidentes las diferencias entre las guerras y el aborto, así como también encontramos elementos semejantes.
En ambos casos, guerras y abortos, mueren miles, millones de seres humanos. Seres humanos que no morirían si en el mundo hubiese más justicia, más esperanza, más amor, más respeto, más corazones disponibles a la acogida, a la escucha, a la vida.
La guerra y el aborto son dos productos de la cultura de la muerte, de esa mentalidad que recurre a la fuerza para hacer triunfar los propios proyectos personales a costa de eliminar a los “adversarios”, a quienes pueden exigirnos justicia y respeto.
La guerra y el aborto serán derrotados, serán extirpados, cuando promovamos una cultura de la vida. Hacerlo es una urgencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Para que hoy, y mañana, los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados, puedan ser acogidos en nuestro mundo, puedan recorrer el camino de la vida en la justicia y en el auténtico respeto de los derechos humanos de todos, especialmente de los hijos más débiles y más pequeños.