“Salvadores” y Salvador

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

En las grandes dificultades, en los momentos de peligro, en la guerra, en la enfermedad, entre las olas de una tempestad marina, cuando se dañan los motores de un avión, los hombres se dividen en dos grandes grupos. Muchos buscan con ansiedad a alguien que sepa, que ayude, que dé indicaciones buenas, útiles, “salvadoras”. Otros (normalmente pocos) se consideran capaces de guiar, de ayudar, de decir por dónde ir, qué hacer, cómo salir de los problemas.

Esta idea viene de Platón. La pone en labios de Sócrates en un diálogo titulado “Teeteto”.

La idea, sin embargo, necesita ser complementada con una experiencia muy presente entre los hombres. A veces un presunto “salvador”, alguien que se las daba de médico, de ingeniero o de buen político, nos engaña y con el tiempo demuestra su incompetencia. En otras ocasiones, no aparece, no se encuentra, no existe ningún “salvador”.

Ante problemas profundos, ante dramas radicales, la búsqueda de salvadores se hace con mayor intensidad. La muerte que nos arranca un ser querido, la enfermedad declarada incurable, la angustia del alma ante los fracasos de la vida, el desaliento al descubrir la propia miseria y cobardía, nos lleva a la pregunta: ¿quién me salvará, quién me librará, quién me conducirá fuera de esta situación que parece “irremediable”?

Tal vez encontramos, en esas ocasiones, salvadores que vienen del mundo de la filosofía. Dan reglas de comportamiento, invitan a descubrir el sentido del cosmos y de la vida, enseñan el arte de la sana resignación, ofrecen caminos para formar las propias energías interiores. Como Epicteto, nos dicen que aceptemos lo que no depende de nosotros y que sólo trabajemos por mejorar aquello que depende de nosotros. Pero esa respuesta, ¿basta? ¿Soluciona los problemas? ¿O simplemente nos dice que aprendamos a resignarnos y agachemos la cabeza ante el destino inevitable?

Tras las huellas de Epicteto y de los estoicos del mundo antiguo, psicólogos, pensadores, guías espirituales, imparten conferencias, publican libros, ofrecen consultoría especializada. Ofrecen continuamente pautas para moverse por la vida. “Diez consejos para evitar los fracasos”. “Cinco pistas para convivir con el dolor”. “El secreto para superar el duelo en familia”. “Caminos de serenidad interior”.

Los títulos, inventados, quizá ya existen en el mercado. Pero en general se mueven en una subsuelo común: cada ser humano podría acceder a una serie de conocimientos y de herramientas prácticas con los que serían capaces de conquistar la paz del alma, incluso en las situaciones más dramáticas.

¿Basta con eso? Si la respuesta fuese afirmativa, el mundo quedaría dividido en dos grandes grupos de personas: los que han descubierto (seguramente gracias a un “sabio” o a un maestro del espíritu) el camino de la serenidad y de la paz interior; y los que no lo han descubierto, por su incapacidad, por sus circunstancias, o porque simplemente nadie les comunicó el secreto de la vida feliz.

Pero incluso entre las personas del primer grupo, los que logran esa ciencia que les “salva”, ¿no surgen momentos de fracaso profundo, de frustración? ¿No se comenten pecados? ¿No se llega a veces a la triste paradoja, como pasó hace años, de quien escribe el libro del matrimonio perfecto y un buen día termina por divorciarse de su esposa?

Los “salvadores” del mundo presente, además, se limitan a una ayuda terrena, a un aspecto de la existencia humana. El buen médico quita la fiebre o extirpa un tumor, pero no da alegría a un desesperado que ha perdido a su hijo. El buen psicólogo enseña técnicas para controlar las emociones, pero no es capaz de encontrar trabajo para un parado. El buen piloto consigue aterrizar con serios problemas en el motor derecho, pero no sabe qué hacer ante una señora que llora porque su esposo la ha engañado durante años.

¿No tenemos, entonces, algún salvador que llegue donde los esfuerzos humanos se detienen? ¿No existe algo más allá de nuestro mundo que libere a los hombres de males que parecen irremediables? ¿No hay algún Ser Supremo que haga justicia a quien nunca la tuvo, que borre los pecados que ningún psicólogo puede perdonar, que toque los corazones que están cubiertos por una capa de cenizas, que levante la esperanza a los hombres y mujeres que ven cómo la muerte les “arrebata” a sus seres queridos?

Los esfuerzos humanos llegan hasta un límite. Luego se detienen. Si sólo queda lo que alcanzamos con nuestro saber, con nuestra técnica, con nuestras leyes, con nuestros médicos, con nuestra policía, con nuestros maestros, con nuestros literatos... Entonces quizá haya que reconocer que vivimos en un mundo sin esperanza.

Pero si existe Alguien que está por encima del hombre, si ese Alguien es un Dios bueno, si se interesa por nosotros, si nos ha creado y nos ofrece a todos (ricos o pobres, sanos o enfermos, buenos o empecatados hasta el cuello, con alto o con bajo “coeficiente intelectual”) una mano y una ayuda definitivas, entonces podemos abrirnos a la esperanza, podemos reconocer que es posible una Salvación definitiva.

Como explicaba el Papa Benedicto XVI, «es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf. Jn 13,1; 19,30)» (encíclica “Spe salvi” n. 27).

Dios ama y Dios salva. Tiene un nombre, tiene un rostro, tiene una historia: Jesús, Hijo del Padre e Hijo de María. Él es el verdadero, el único, el definitivo Salvador del hombre.