La vida, pregunta y respuesta

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Nacemos sin haberlo planeado. Un día, desconocido para muchos, empezó nuestra aventura. Una pequeña célula, un zigoto, luchó por sobrevivir en el seno de una mujer, nuestra madre. Pronto creció, empezó a sentir, empezó a golpear, empezó a oír.

Pasaron los meses: la luz de un cuarto nos deslumbró; acabábamos de nacer. Y encontramos un mundo que nosotros no escogimos, que no habíamos planeado para nuestra existencia. Quizá sin que sepamos el porqué, aunque fuésemos feos o tuviésemos defectos físicos, alguien nos amó, nos acogió, nos dio el permiso para continuar nuestro camino.

Crecemos. La familia, la escuela, los planes, las dudas. El niño vive de sueños. La vida parece hermosa o triste, se suceden momentos felices o fracasos clamorosos, enfermedades y excursiones, travesuras y cariño. El niño empieza a tener gestos de generosidad y de egoísmo. A veces se siente más o menos satisfecho en sus caprichos grises, o profundamente alegre cuando dedica, por cariño, un rato a ayudar a papá y mamá en los trabajos de la casa.

La adolescencia nos llenó de dudas, de aventuras, de sentimientos buenos, de deseos de conquistar el mundo y de momentos de egoísmo y cobardía. La sangre bullía por el cuerpo. La vida se abría cada vez más; la libertad era mayor, y nos dio miedo. Podíamos engañar y ser sinceros. Podíamos fumar a escondidas o hablar con claridad en casa. Podíamos incluso estar fuera, un día entero, en una aventura misteriosa sin que nadie sospechase la tragedia de nuestros vuelos, si es que un accidente no rompía, de repente, un sueño vacío, dramático, siniestro.

Cuando llegamos a ser jóvenes parece que sentamos la cabeza. Había que estudiar o trabajar pronto. El dinero era importante, tener algo fijo, algo seguro. Pero también empezamos a sentir más los golpes de la vida. Una traición, un suspenso, una enfermedad extraña. Creíamos en nuestra invulnerabilidad, y bastaba una crítica a nuestras espaldas para sentirnos abatidos. O, lo que es peor, descubrimos que fuimos verdugos de un amigo al que traicionamos cuando más lo necesitaba.

La vida nos presentaba cada día más preguntas, y teníamos que responder. Cada respuesta escribía una historia imborrable, luminosa o triste, egoísta o desinteresada. Otras veces descubrimos que otros, con o sin permiso, nos “escribían”.

A veces ese otro podría ser Dios (“alguien me deletrea...”, escribía Octavio Paz), y entonces sentimos miedo y confianza. Sabemos que su letra, su pulso, no se equivoca, pero no es fácil dejarse escribir, ni seguir un camino incierto, tal vez lleno de dolor, tal vez herido por las ingratitudes de algunos hombres, pero con el consuelo del Padre de los cielos...

La vida sigue. Hoy, ahora, agonizan muchos hombres y mujeres del planeta. Su vida termina. Dejan de escribir una parte. Otro, desde arriba, la está leyendo. Nosotros seguimos aquí. Lloramos a nuestros muertos. Nos alegramos por esos niños que, como nosotros, empiezan. Mientras, escribimos, libremente, en cada instante, nuestra respuesta. El egoísmo puede pintar de infierno incluso un cielo. La esperanza puede hacer dulce la más dolorosa de las agonías...