Y los errores, ¿de dónde vienen?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Nos equivocamos continuamente. Al coger un frasco de sal pensando que era el azúcar. Al arruinar la leche porque la pusimos en una vasija que tenía gotas de limón. Al aceptar un regalo que parecía bueno y que no servía para nada. Al suponer que alguien era malo simplemente porque lo decía la prensa. Al fiarnos de un “amigo” que nos estaba engañando. Al dejar crecer en nuestro corazón el odio hacia una persona hasta el punto que no fuimos capaces de distinguir entre la verdad, la mentira y la calumnia.

¿De dónde vienen los errores? Muchas veces, de las prisas. Queremos llegar a un resultado y tomamos el sendero que tenemos más a mano, o que parece más fácil, o que se presenta más seguro. Las prisas se pagan caro, pues luego hay que dar marcha atrás para volver al cruce de caminos. Así perdemos un tiempo precioso que creíamos haber ganado pero que sólo desperdiciamos por culpa del apresuramiento.

Otras veces, los errores vienen de una falsa perspectiva. Consideramos los asuntos, las cosas, las personas, desde un punto de vista equivocado. Entonces, no somos capaces de tener los ojos abiertos, no podemos analizar las cosas objetivamente. Al final, el prejuicio nos incita a suponer que una persona honesta era mala simplemente porque pertenecía a un partido político. O nos hace pensar que aquella oficina bancaria era segura cuando en realidad estaba a punto de quebrar. O nos lleva a la ingenuidad de dejar prestado el coche a un amigo que engatusaba con sus adulaciones y que luego se marcha lejos, muy lejos, con el coche y con mi desengaño.

Muchos errores nacen de las ideas que recibimos desde los medios de comunicación social. Es cierto que la prensa “informa” y da datos. Pero también es cierto que imaginar la existencia de una prensa imparcial y seria resulta algo parecido a creer en la cigüeña como portadora de niños... Hay, ciertamente, periodistas honestos, que no escriben nada antes de haber controlado cada palabra, de haber confrontado las informaciones, de haberse cerciorado de la veracidad de los “informantes”. Pero, por desgracia, está muy de moda un periodismo que se ampara en recoger opiniones de todo tipo (en nombre del “pluralismo”) hasta el punto de dejar espacio al mismo tiempo a una persona honesta y a un sinvergüenza que calumnia y destruye la fama de inocentes.

Circulan errores en la escuela, en la universidad, en la familia, en el grupo de amigos. Una idea equivocada pasa de boca en boca, de cabeza en cabeza, hasta convertirse en una moneda falsa que todos suponen verdadera. Es cierto que así uno avanzar por la vida sin que aparentemente pase nada. Pero también es cierto que llegará el día en el que alguien denuncie lo falso de una creencia, y todos se sorprenderán de que el rey haya estado desnudo tanto tiempo sin que nadie lo dijera...

Entre los errores, algunos tienen consecuencias leves. No ocurre nada si por años he pensado que la capital de Bulgaria era Bucarest y no Sofía (espero no equivocarme de nuevo en este dato...). Es un error ingenuo en un simple ciudadano, pero que puede tener consecuencias más serias en casos puntuales; por ejemplo, si uno es político y muestra su incultura en un discurso público.

Hay otros errores, en cambio, que se pagan muy caro. Por ejemplo, si quiero tomar la medicina de siempre y al final pongo en mi vaso el veneno para las hormigas. O si supuse que los frenos del coche prestado funcionaban perfectamente, y en la primera bajada me doy cuenta de que he sido engañado.

Para prevenirnos de los errores, hace falta una sana dosis de prudencia. A veces se adquiere con el tiempo, después de muchos golpes y engaños. Otras veces se consigue desde la propia reflexión y la ayuda de los “sabios”, personas maduras y sensatas que nos permiten distinguir entre lo que es evidente, lo que es supuesto, lo que es inverosímil y lo que es una mentira llena de malicia.

También hace falta una actitud de sana crítica. Crítica, ante todo, hacia uno mismo: si supongo un delito oculto en alguien que me cae mal seguramente me estoy dejando llevar por la ira y necesito un poco de sosiego. Crítica ante los demás: es muy probable que las declaraciones de esta persona, que “desenmascara” vergüenzas y delitos de otros, sean más el resultado de un odio visceral que de la objetividad serena de un hombre honesto.

Sobre todo, hace falta saber tomar distancias de las cosas. No se trata de un alejamiento físico, sino de un alejamiento emocional. Algo no es verdad porque todos lo digan, ni porque está de acuerdo con “pensamiento dominante”, ni porque lo repiten los políticos y la prensa. Algo es verdad simplemente si corresponde a los hechos. Lo cual, hay que decirlo, llega a ser sabido por pocos y, por desgracia, no siempre esos pocos saben narrar los hechos de modo objetivo y sereno.

Desde luego, sería también erróneo concluir que no sabemos nada de nada. Hay cosas sobre las que sí tenemos un conocimiento correcto, basados en suposiciones bien fundadas o en la experiencia de la propia vida. De otras cosas, en cambio, muchas veces tenemos sólo opiniones más o menos imprecisas.

Llegará el día, tarde o temprano, que descubriremos cuánta falsedad había en ciertas creencias que albergábamos en el corazón, y cuánta verdad se escondía en otras que no supimos descubrir por falta de apertura mental. Pero vale la pena un esfuerzo sincero para que ese día no llegue muy tarde, y para vivir ya ahora con una actitud prudente y honesta. Gracias a ella será posible apartarnos de errores malévolos y acercarnos a verdades que hacen la vida hermosa, que unen a los hombres entre sí y, sobre todo, que nos acercan a Dios y a su Mensaje.