La neutralidad científica: un mito

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Hay quienes defienden que la investigación y la ciencia son (o deberían ser), por naturaleza, neutrales, ajenas a criterios éticos y a ideas filosóficas o culturales que puedan impedir su normal desarrollo. Lo cual es lo mismo que defender que las autoridades y la sociedad habrían de tomar una actitud de respeto que permita a los científicos el más amplio espacio de autonomía en orden a conseguir buenos resultados. 

En realidad, hablar de neutralidad científica implica caer en una serie de paradojas. La primera consiste precisamente en que hay investigadores que consideran como bueno el tener el máximo nivel de autonomía, lo cual es un principio ético concreto y, por lo tanto, ajeno a la neutralidad. 

En otras palabras, sólo se daría la máxima neutralidad hipotética cuando no hubiese principios éticos ni ideas de otro tipo que se mezclasen en la tarea de los investigadores, lo cual es imposible: todo investigador tiene criterios éticos e ideas de diverso tipo que sostienen y orientan sus decisiones y trabajos. 

Pensemos, por ejemplo, en un laboratorio que decide realizar un sencillo experimento: analizar las propiedades curativas de una planta. ¿Qué principios “extracientíficos”, fuera de la supuesta neutralidad, hay detrás de ese experimento? 

Quien opta por realizarlo supone que la salud es mejor que la enfermedad, es decir, considera como valor la salud y como desvalor la enfermedad. Quizá también piensa que es mejor recurrir a plantas que a nuevos productos químicos para conseguir la curación. Tendrá, igualmente, ideas personales sobre si sea o no sea ético usar animales en sus experimentos, o si resultaría mejor recurrir a estudiantes universitarios u otro tipo de voluntarios. Esperamos, además, que ame la verdad y odie la mentira, por lo que no falsearía los datos de sus estudios. Y, un punto mucho más relevante de lo que parece, optaría por recurrir a financiaciones “limpias” y rechazaría cualquier “donativo” o subvención que implicase usar dinero sucio o verse comprometido en su integridad como investigador y como persona (¿se pueden separar las dos cosas?). 

La simple enumeración que acabamos de hacer muestra hasta qué punto cualquier investigador vive imbuido en principios éticos, y nos hace entrever cómo es plenamente legítimo que la sociedad y el estado puedan y deban intervenir para que las investigaciones científicas se desarrollen según parámetros éticos y en el respeto de los principios básicos de la justicia humana. 

Si resulta evidente que no hay buen científico sin valores éticos (por desgracia hay malos científicos con desvalores éticos), ¿por qué tanta insistencia en la libertad de la ciencia, por qué tantas veces se levanta la bandera de la “neutralidad” científica? El motivo es muy sencillo: porque hay investigadores que buscan realizar algunos experimentos que van claramente contra las ideas y creencias de muchos miembros de la sociedad, y contra algunos principios básicos de la ética y de la justicia. Es decir, porque en su falta de “neutralidad” (porque ningún investigador es neutral) quieren tener las manos libres para actuar según “sus” principios y sus ambiciones, sin dejar espacio al control de quienes tienen otros principios. 

No existe, hay que decirlo con franqueza, ninguna neutralidad científica. Existe, necesitamos reconocerlo, una especie de lucha de poder entre científicos que saben respetar los principios básicos de la justicia y de la buena ética, y científicos que son capaces de todo, incluso de realizar abortos o de destrozar embriones para recibir un premio científico, para alcanzar abundantes subsidios económicos o para patentar un nuevo descubrimiento. 

Cada uno decide qué tipo de científico quiere ser. A su vez, una sociedad verdaderamente justa, desde la riqueza de sus miembros y según un sano pluralismo de las ideas, sabrá reconocer y apoyar a los investigadores con buenos principios éticos, y denunciará e, incluso, castigará, a aquellos investigadores que dañan la justicia y desprecian los derechos humanos fundamentales, especialmente el más importante de todos: el derecho a la vida.