¿Hay verdades “fuertes” sobre el hombre?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

En un mundo que cambia continuamente no es fácil saber con claridad qué significa ser hombre. Las opiniones se pueden clasificar en dos grandes grupos: los “dogmáticos” y los “relativistas”.

Dogmático es quien cree poseer una verdad clara, límpida, absoluta, sobre algo, en este caso sobre el hombre. Relativista, en cambio, es quien no está seguro, quien cree que es imposible conocer alguna cosa con certeza (incluso, tal vez, reconoce con coherencia que su relativismo no puede ser visto como una posición absoluta, sino que puede cambiar en cualquier momento...).

En el grupo de los “dogmáticos” podemos encontrar muchas opiniones muy diferentes sobre lo que es el hombre. Para algunos, ser hombre coincide simplemente con ser un animal sofisticado, lleno de debilidades y carencias, sin instintos armónicos. Un ser capaz de destruirse a sí mismo y de destruir a los demás. Un animal desequilibrado.

Para otros, el hombre sería un animal social como la abeja o la hormiga, que vale sólo en tanto en cuanto es útil para el grupo. En este sentido, hay quien justifica la eliminación de los enfermos, la esterilización de los inferiores, la esclavitud de los débiles en manos de los fuertes... si esos actos ayudan a la colectividad.

Para cierta visión de tipo psicologista, el hombre no es sino una mezcla de dos instintos fundamentales: el instinto del placer y el instinto del poder. Ambos instintos nos guían y nos dirigen a la hora de escoger una comida, de casarnos o de mostrar afecto (o rencor) hacia otras personas.

Para el cristianismo, el hombre es una creatura muy amada por Dios, que tiene un alma inmortal y está destinada a vivir de acuerdo con el plan de Dios, en el tiempo y en la eternidad.

De la anterior enumeración (incompleta, por cierto) se nota con claridad que no todas las visiones “dogmáticas” son iguales.

El que haya tantos puntos de vista y el que algunos dogmatismos encierren peligrosas consecuencias (como el exterminio de los pueblos “inferiores”), ha llevado a los relativistas a defender una posición distinta: es mejor no decir sobre el hombre nada como absoluto, pues el dogmatismo es peligroso y puede llevar a la intolerancia y a la violencia.

El relativista vive tranquilo en su incerteza. No cree en ninguna verdad completa, no defiende ideas ecologistas ni reza en una iglesia por la paz. No quiere saber si lo que come ayuda a la salud o si sirve solamente para acelerar el proceso de la muerte. No quiere pensar si existe un cielo o si desaparecemos bajo una losa que esconde nuestra corrupción. Ni teme a Dios ni teme al diablo, porque no sabemos si ninguno de los dos existe. El amor humano puede ser un simple sentimiento de primavera o un juego para engañar a los corazones. “En este mundo traidor, nada es verdad o es mentira...”

El relativista no puede saber si cada hombre merece ser defendido o da igual destruir a los niños en el seno de sus madres o a los que acaban de nacer si no les gustan a sus padres. No podría decir con certeza la diferencia que existe entre ahorcar una paloma o disparar a un niño pordiosero. No sabe explicar si tienen algún valor los derechos humanos o si lo único que manda es la ley del más fuerte, el número de los tanques y de aviones que tiene cada país y la astucia de quien sabe robar sin ser descubierto.

Tal vez el relativista no será tan cínico, aunque puede serlo. Tal vez desprecie al dogmático: creer en verdades absolutas es un peligro; pero no sabrá exactamente qué significa ser peligroso ni qué es lo que nos une a los hombres.

A la hora de juzgar sobre la vida no podrá distinguir entre el valor de un gusano y el de un abuelo, ni la diferencia que hay entre los pingüinos y los niños que rompen las farolas de las calles.

Un relativista radical no puede defender valores absolutos. Ni siquiera el de la paz y la tolerancia. Por eso hay que volver los ojos al dogmatismo, y distinguir entre el dogmático malo (un terrorista, un fanático) y el dogmático bueno (uno que piensa y que escucha a los demás hombres como él, y que defiende la dignidad de cada ser humano porque vale mucho, mucho, a los ojos de Dios y de los hombres).

Necesitamos verdades fuertes sobre el hombre, pero no cualquier tipo de verdades fuertes. El hombre no es puro instinto, ni un simple engranaje del sistema productivo, ni una célula utilizada por el gran cuerpo de la sociedad.

Hay mucho más en cada hombre. Hay un alma, un espíritu, que no termina con la muerte, que empieza a vivir un día y camina hacia la plenitud de lo infinito. Vale cada ser humano, pobre o rico, grande o pequeño, sano o enfermo, nacido o sin nacer, del norte o del sur, porque cada uno tiene algo de divino, un soplo de Dios.

La verdadera religión debe conducir a un dogmatismo bueno. Por eso no puede ser peligrosa ni inhumana. Lo serán quienes, adulterando la religión, como se adultera la leche, la usan para alimentar sus odios y sus pasiones.

El dogmatismo de la Iglesia católica no va contra el hombre, sino que debe convertirse en la mejor arma para la defensa de los débiles. Aunque no les guste a los fuertes, aunque los relativistas levanten sus hombros como señal de indiferencia.

La voz de Cristo en favor del hombre y de su dignidad puede cambiar la historia del milenio que comienza, puede hacer este mundo un poco mejor, más feliz y más honesto...