Salir de mis casillas

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Salirse de las propias casillas significa, en castellano, perder el control.

Pero podemos encontrar otro sentido a esta frase: salirse de las propias casillas significaría dejar esquemas prefijados que impiden ver la realidad del prójimo, para entrar en una nueva perspectiva, más rica, más completa, más benévola, menos “encasillada”.

Es cierto que no podemos vivir sin prejuicios. Los aprendimos desde la niñez, hasta el punto de que nos apartábamos de algunas personas y mirábamos con cariño a otras. En la adolescencia y la juventud esos prejuicios maduraron o fueron superados, al mismo tiempo que adquiríamos otros prejuicios.

Cada uno, en su situación actual, busca encasillar los distintos hechos del mundo, las actitudes de la gente, las noticias, las situaciones. Pero las casillas a veces son muy angostas y nos impiden ver otras dimensiones de la realidad.

Hace años, José María Pérez Lozano intentó reflejar lo ridículo que son ciertos prejuicios y la necesidad de superarlos con la mirada limpia y bondadosa de un niño-joven imaginario pero sumamente profundo: Tiberio.

En una escena presenta a cinco médicos que analizan a Tiberio, declarado por otro médico como loco, y “disfrutan” al poder encasillarlo con sus palabras técnicas y altisonantes. La escena habla por sí misma.

«Al día siguiente, a las once en punto, estaban el señor Marcelino y Tiberio en el Hospital. Un enfermero les llevó por un pasillo con macetas que olían a éter y a yodoformo; el tendero se quedó fuera rascándose el pescuezo -era campeón de rascadura en el pueblo-, mientras Tiberio entraba en un amplio despacho.
Fumando, esperaban cinco médicos.
Tiberio se detuvo tímidamente, mientras la puerta se cerraba tras él. Y los cinco doctores, en vez de cantar el coro de “El Rey que rabió”, se precipitaron convulsos sobre el muchacho:
-¡Ya esta aquí!
-¡Estoy impacientísimo!
-¡Maravilloso; un “krestchmeriano”!
-¡Sujetadle!
(...)
-Primero la ficha médica.
-¡No! Primero vamos a medirle el ángulo facial.
-¡Los reflejos, los reflejos antes!
Manoteaban excitados, se aturullaban, pronunciaban palabras incoherentes y trémulas, acariciando a Tiberio, tirándole de la chaqueta, oliéndole, magullándole...
Tiberio les dejaba hacer, abiertos sus ojos, extrañados ante aquella reducida multitud médica gesticulante.
-¿Has tenido sarampión, escarlatina, pulmonía?
-¿Toses?
-¿Te cansas si corres?
-¿Cuántas son dos y dos?
(...)
-¿Has conocido el amor, muchacho?
-Sí, señor. Amo a los pájaros que chillan desde los bardales con rocío, desde las enredaderas de tía Evelina que huelen a iglesia de mayo. Amo a los perros con hambre, los que no tienen dueño y aúllan en su soledad de vagamundos al paso de los ángeles. Amo a “Sencillo”, que es blanco como las nubes. Amo a don Tomás, que tiene el alma de niño y cada día se alimenta de la verdad redonda de Dios; amo a mi padre, aunque sea tan bruto. Y a ustedes, que están tan enfermos de sabiduría...
Le oían asombrados, desorbitados los ojos, sorprendidos ante la voz melodiosa y serena del muchacho.
Pero el estupor dio paso a una renacida fiebre:
-¡Bárbaro, imponente!
-¡Es maravilloso!
-¡Habla de lo que quieras!
-No tengo ganas, señor.
-¡Sí, de ti; de algo que te haya impresionado!
-Nunca me impresionó nada.
-¿Qué es lo primero que recuerdas de tu vida?
-La oscuridad. Y un día la luz. Y rostros extraños, desconocidos: mi madre, el médico...
-¡Oh, oh, recuerda su vida uterina!
-¡Veamos el reactivo de Binet! ¡Cierra los ojos y escribe luego lo que hayas pensado!
Con un lápiz escribió Tiberio:
-”Azul”.
-¿”Azul” ¿Y por qué “azul”?
-No lo sé. Hice lo que me dijo.
-¡Ahora, el reactivo de Adler! ¿Qué es lo que sueñas más frecuentemente?
-Con el silencio.
-¡Oh, el silencio!
-¡Indudablemente se trata de un “tipo subjetivo”!
-¿Qué harías si fueses rico?
-Un asilo de perros vagabundos. Y un hospital para cigüeñas.
-¿Y por qué no para hombres?
Tiberio sonrió lacónico:
-Pienso que no vale la pena. Hay muchos. Y ellos se defienden; las cigüeñas, no.
Don Amadeo le acercó una cartulina:
-Mira este dibujo. ¿Qué puede ser?
-¿Esto? Un barco; no, no, quizá una amapola; son rojas y crecen con el trigo, ¿sabe usted? Son como los labios de la mies.
-¿Y nada más? ¿No ves más cosas en ese dibujo?
-Claro que sí: un reloj de sol, una palmera, un yunque, un espantapájaros, el álamo de Los Carrascos, una hoz, una mata de hinojos, un cigüeño chiquitín, un surtidor, un Mar Caspio...
-¡Qué imaginación!
-¡Maravilloso!
-¡Fenómeno!»

La escena sigue, con aquellos médicos felices de poder analizar un “caso”, de poder encasillar a aquel misterioso joven.

Uno de los médicos, don Amadeo, se da cuenta de su vileza y del misterio que esconde Tiberio. Al final, se niega a firmar la declaración por la que declaran al recién llegado loco de remate.

La escena es, desde luego, exagerada. Pero al leer ciertos artículos en la prensa, ciertos comentarios en los blogs, ciertas discusiones entre personas que incluso tienen estudios universitarios y son amantes de muchas y buenas lecturas, parece que las exageraciones recogen retazos de realidad: en el mundo hay personas felices de poder encasillar a sus prójimos.

Salir de las propias casillas no es fácil. José María Pérez Lozano intentó, en la novela antes citada, dejar espacio a un horizonte distinto, con menos prejuicios y con más amor, sin casillas ni esquemas asfixiantes.

Sólo con el amor podemos llegar a ese misterio profundo que se esconde en la vida de cada ser humano. Y sólo con el amor podemos salir de nuestras casillas para entrar en horizontes que permiten ir más allá de las etiquetas que circulan en el mundo de los amantes de disecar (otra imagen ofrecida en “Las campanas tocan solas”) a sus semejantes. Así será posible sintonizar con la bondad de Dios, que conoce realmente y que ama a cada uno de sus hijos.