El hombre, ¿enemigo o aliado del planeta?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: Sacerdos

 

 

Existe un prejuicio antihumano según el cual los hombres son considerados como un peligro para la biodiversidad, el clima, la conservación del ambiente, la supervivencia del planeta.

Cada ser viviente actúa sobre su ambiente y recibe influjos del ambiente. En formas diversas, las bacterias, las plantas y los animales pueden modificar el ambiente, pueden transmitir enfermedades, pueden incluso provocar cambios climáticos.

El ser humano no deja de ser un viviente, pero su acción sobre otros seres humanos, sobre los animales y las plantas, sobre el ambiente, resulta especialmente intensa gracias a los desarrollos científicos e industriales del mundo moderno.

Desde su inteligencia aplicada como técnica, el hombre ha cambiado el modo de cultivar la tierra, las formas de alimentarse, la distribución de los bosques y praderas, la vida de los animales de numerosas partes del planeta.

Estos cambios han llevado a consecuencias de diverso tipo. Algunas positivas, otras negativas.

Entre las consecuencias positivas, podemos recordar la mejora de la higiene y de la salud de millones de personas; la eliminación del hambre y de las epidemias en muchos países; la construcción de edificios y de sistemas eficaces de drenaje; la facilitación de los movimientos y de los intercambios económicos y culturales entre los pueblos.

Entre las consecuencias negativas, podemos enumerar: las situaciones de miseria, de hambre y de falta de higiene para millones de seres humanos; la destrucción de bosques y de praderas, o de otros sistemas de vida sumamente hermosos y ricos; la extinción o la fuerte disminución de miles de seres vivos de distintas especies; la contaminación de ríos, mares, zonas amplias de terrenos antes destinados a la agricultura o a los bosques; la producción y uso de armas dañinas, tanto para las vidas de miles de seres humanos como también, en muchos casos, para los animales y las plantas.

El hombre se mantiene abierto, hoy como en el pasado, a formas de acción que llevan al bien, y a otras formas de acción que dañan. Esta apertura sólo es posible si reconocemos en el hombre una singularidad, una dimensión específica, que lo hace libre y responsable, que le permite actuar desde la inteligencia y desde el amor.

Los esfuerzos orientados a construir un mundo más justo, más limpio, más sano, más apto para todos los hombres y para las formas de vida que nos acompañan en la vida terrena, sólo tienen sentido desde una visión que sepa reconocer la espiritualidad humana, la grandeza y la miseria de un ser capaz de lo bueno y de lo malo, que puede ayudar y proteger a los débiles o explotar y destruir a sus “vecinos” (humanos y no humanos).

El hombre no es, por sí mismo, un enemigo del planeta, ni puede ser acusado de todos los males que sufren los diversos ecosistemas o el clima. Al contrario, el hombre es el ser más grande que vive sobre nuestro planeta y, por lo mismo, el mejor aliado para resolver positivamente los retos que afronta el mundo en el que vivimos.

Ante los retos de nuestro tiempo, vale la pena establecer una escala de prioridades, que van desde lo más importante (la lucha contra la pobreza y el hambre), hasta el esfuerzo por conservar formas de vida que amamos por su belleza y por su papel concreto en los distintos y complejos equilibrios de la vida.