¿Sinceridad o pereza?
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
La sinceridad está en
alza, es cotizada en muchos corazones. Porque la hipocresía resulta detestable,
y porque nos gusta encontrar en el otro a alguien abierto, confiado, sin
engaños.
Pero a veces nos excusamos en la sinceridad para encubrir la propia pereza, para
pactar con los defectos, para justificar los males que cometemos.
Es entonces cuando escuchamos o decimos frases como estas: “Sé que el tabaco
hace daño, pero nace de mí el seguir fumando”. “No puedo negar que miento en
ocasiones, pero es parte de mi psicología”. “Dejaría de ser yo mismo si
cumpliese mis promesas; me sentiría como un palo de luz sin sentimientos”. “La
espontaneidad es parte de mi vida: no me pidas una constancia que anularía mi
espíritu aventurero”. “Me sentiría un hipócrita si dejase de decir lo que pienso
de los demás. Sé que he dañado mucho a algunos, pero no puedo almacenar en mi
pecho lo que pienso sobre los demás”.
Con la excusa de la sinceridad, con una pantalla de transparencia y de
honestidad, aceptamos y pactamos con modos incorrectos de ser, de pensar y de
actuar, incluso cuando reconocemos que vivimos mal, que dañamos a otros, que
hemos llegado a violar normas elementales de justicia y de convivencia.
La sinceridad no es un pasaporte que sirve para vivir según caprichos del
momento. Tampoco es una excusa para secundar explosiones de ira o para albergar
odios malignos, ni debe convertirse en un atenuante ante la propia conciencia y
ante amigos sinceros que denuncian aquellos males y pecados profundos que nos
destruyen y que dañan a quienes viven a nuestro lado.
La verdadera sinceridad nos lleva a denunciar sin miedo que el pecado es pecado,
a decir que lo que hago consciente y libremente está mal si va contra Dios y
contra los hombres. Esa sinceridad se convierte, entonces, en un estímulo que
arranca perezas, que busca extirpar las raíces del mal en la propia vida, que
lanza al corazón a dejar modos de pensar y de actuar que nos destruyen.
Vale la pena no abusar de palabras como “autenticidad” o “sinceridad” para
convertirlas en excusas con las que mantenemos comportamientos equivocados. Será
posible entonces reconocer las propias faltas, denunciar honestamente el pecado
en la propia vida y romper con perezas que paralizan. Sobre todo, será posible
pedir perdón a Dios a través de una confesión bien hecha, desde la que pondremos
en marcha propósitos sinceros, que asuman en serio principios éticos y que
orienten nuestros pasos hacia el bien verdadero, en la propia vida y en las
relaciones con quienes viven a nuestro lado.