Ciencia y filosofía: un diálogo inevitable

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor) 

 

No resulta fácil comprender bien qué relaciones existen entre la ciencia y la filosofía. Para algunos, tales relaciones son extrínsecas: el filósofo puede, si lo desea, hablar sobre temas científicos como de algo ajeno a sus competencias, o el científico puede hablar de argumentos filosóficos como también habla de fútbol o de política. Para otros, la ciencia no puede dejar de lado la filosofía, y la filosofía no puede prescindir de la ciencia.

Para afrontar este tema, vale la pena preguntarnos qué entendemos por ciencia. Descubriremos así cómo la ciencia vive en un continuo diálogo con la filosofía.

En nuestro tiempo, muchos piensan que “ciencia” coincide simplemente con ciencia experimental, empírica, con aquellos saberes cuantificables gracias a la ayuda de números y de instrumentos de alta precisión.

En un sentido más genuino e incluyente, según la filosofía, la ciencia es un conocimiento sistemático que permite comprender las causas de los hechos y de los seres. Tal saber sería alcanzable con un método adecuado a cada sector del saber, pues no todas las realidades pueden ser estudiadas de la misma manera.

En el mundo antiguo y medieval, se aceptaba pacíficamente la existencia de muchas ciencias y con muchos métodos. La filosofía era vista como una de las ciencias más excelentes. Junto a ella, existían otros saberes con carácter científico, si bien con distintos niveles de precisión: matemáticas, astronomía, medicina, filosofía natural o física, arquitectura, etc.

En el mundo moderno, sobre todo a causa de una interpretación surgida desde el pensamiento de Descartes, se llegó a una mentalidad reduccionista, según la cual se privilegiaba como realmente científica una forma de saber (por ejemplo, las matemáticas o las ciencias que medían cantidades) respecto de las demás. A esa forma de saber “privilegiada” deberían adecuarse los demás saberes, para alcanzar la condición de “científicos”. Los saberes no cuantificables, en esta perspectiva reduccionista, eran vistos simplemente como no científicos, como algo inferior, poético y subjetivo.

Se puede evitar el reduccionismo anterior si reconocemos que la ciencia (o las ciencias, en su pluralidad de contenidos y de métodos) necesita ser comprendida y estudiada por un saber profundo, la filosofía, que abre la perspectiva de la mente humana a horizontes más amplios.

Ello es posible gracias a la condición propia de la filosofía: en cuanto saber metaempírico, se coloca “por encima” de las ciencias particulares. Por ello, puede reflexionar sobre la misma noción de ciencia, sobre su validez y sus límites, sobre su multiplicidad y su fragmentación.

En segundo lugar, la filosofía está presente en el mismo quehacer de todo científico, sea que estudie insectos, sea que se encierre en un laboratorio farmacéutico. Cada ciencia existe y vive gracias a una base filosófica, implícita o explícita; corresponde a la filosofía desvelar y comprender los presupuestos de cada saber.
Por lo dicho, notamos que las ciencias empíricas interpelan y provocan a la filosofía, pues piden a la misma que las comprenda y ayude a situarse en un marco de corrección y de validez.

Esto se hace especialmente claro si consideramos los diferentes ámbitos en los que se mueve el quehacer científico.

Todo investigador trabaja en dos niveles íntimamente relacionados. El primer nivel es el de los grandes conceptos o parámetros que sirven para encuadrar y entender las realidades consideradas.

Nociones como ser/existente, cuerpo, materia, forma, estructura, vida, no-vida, muerte, vacío, lleno, elemento, organismo, movimiento, tiempo, espacio, verdad, opinión, error, sensible, inteligible, ley, medida, número, estructura, movimiento, quietud, estabilidad, naturaleza, esencia, información, verificabilidad, confutación, prueba, estadística... suponen una estructura intelectual que va mucho más allá de lo que “digan” los microscopios, los tubos de ensayo y las computadoras que usan muchos científicos en su trabajo cotidiano.

El segundo nivel es el de las observaciones y los datos concretos objeto de estudio de cada ciencia. Tales observaciones y datos, algunos estudiados en el mundo “natural” o espontáneo (es decir, en la vida normal), otros desde experimentos que aíslan un aspecto de la realidad y dejan de lado los demás, son leídos e interpretados con la ayuda de los grandes conceptos del primer nivel.

Hay que añadir que muchas observaciones dependen de los instrumentos usados (que van desde el simple ojo hasta el recurso a aparatos sumamente sofisticados). Por lo mismo, tales observaciones no son asequibles a todos (al menos, no todos tienen dinero, tiempo o preparación para controlar ciertos datos), si bien los resultados suelen ser recogidos y divulgados a través de publicaciones científicas más o menos comprensibles por la gente.

Estas simples reflexiones dan a entender la riqueza y la complejidad que caracteriza las relaciones entre filosofía y ciencias experimentales. Se dan, además, otras relaciones que enriquecen el panorama. Por ejemplo, hay científicos que piensan como filósofos y ofrecen ideas y reflexiones más allá de los datos de sus respectivas competencias. Al mismo tiempo, en el pasado y no es algo imposible en el presente, hay filósofos que son científicos, o que se dedican a interpretar las teorías y los descubrimientos de los científicos. Pascal se movía entre la matemática y la filosofía. Newton no sólo estudiaba los cielos sino que estaba muy interesado en argumentos sumamentes variados de la filosofía y de otros ámbitos del saber. Aristóteles, en la Antigüedad, conjugaba una profunda reflexión filosófica con una enorme acumulación de datos observables sobre biología, astronomía, física, etc.

Si añadimos a lo anterior que toda actividad humana implica normas éticas, y que la ética sólo se comprende plenamente a la luz de una sana filosofía, se hace todavía más evidente que las ciencias y la filosofía conviven en un diálogo inevitable.

Vemos, en conclusión, cómo el mundo moderno, al igual que lo hiciera el mundo antiguo, necesita valorar y establecer una justa colaboración entre ciencias experimentales y filosofía, sobre todo en dos niveles: ayudar al científico a comprender cuál es su saber específico y la colocación del mismo entre los demás conocimientos humanos; y ayudar al filósofo con los datos y las reflexiones de los científicos para enriquecer y mejorar su comprensión sobre los temas centrales de la filosofía.

Si se lleva adelante esta colaboración, será posible evitar malentendidos e invasiones de campo, y se trabajará con mayor armonía a la hora de afrontar cuestiones centrales que todo ser humano, tarde o temprano, se plantea en el camino de su vida terrena y en su marcha hacia lo que existe tras la muerte.