El tsunami y el problema del mal
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Han pasado 5 años. El 26 de diciembre de 2004, por la mañana,
la tragedia cercenaba la vida de miles de personas, llamaba a la puerta de
millones de familias.
No ha sido la mayor desgracia de la historia humana. Terremotos, guerras,
epidemias, han provocado muchas más muertes en el pasado. Pero el tsunami de
2004 tuvo un impacto visivo enorme gracias a los poderosos medios de
comunicación: las olas tuvieron forma ante nuestros ojos, las víctimas eran
personas concretas colocadas en largas filas de cadáveres.
Ante desgracias ingentes, o ante dolores y males más cercanos (un familiar que
muere, un accidente en carretera, un cáncer que empieza a expandirse por el
cuerpo), surgen preguntas profundas. ¿Tiene algún sentido la vida humana? ¿Por
qué esta desgracia? ¿Por qué a esas personas? ¿Queda un lugar para la esperanza?
¿Dónde estaba Dios cuando el terremoto desencadenaba la fuera de un tsunami?
Ante el mal, hay quienes se sublevan contra Dios. No es posible pensar en un
Dios bueno mientras miramos a una madre que recoge a su hijo destrozado por las
olas. Algunos dan el paso hacia el ateísmo. Otros, como el Iván Karamazov de
Dostoievski, “devuelven” el billete de la vida a un Dios al que acusan de no
interesarse por el dolor de los inocentes.
En la Edad Media, santo Tomás de Aquino (1225-1274) también afrontó el tema. En
la “Suma de teología” (I parte, cuestión 2, artículo 3) puso ante sus ojos la
famosa objeción: Dios es el bien absoluto, pero junto al bien absoluto no
quedaría espacio para el mal. “Pero el mal se da en el mundo. Por lo tanto, Dios
no existe”.
Después de ofrecer sus famosas cinco vías para demostrar que Dios existe,
responde a la objeción del mal con las palabras de san Agustín: “Dios, por ser
el bien sumo, de ninguna manera permitiría que hubiera algún tipo de mal en sus
obras, a no ser que, por ser omnipotente y bueno, del mal sacara un bien”.
En esta respuesta salta a la luz que el mal no es un absoluto, sino una etapa,
un momento de prueba, que prepara a un bien, a algo mejor. Es difícil verlo ante
imágenes de destrucción y de muerte. Es difícil decirlo cuando el mal ha llamado
a mi propio hogar. Pero al menos el pensamiento de un Dios bueno abre un
horizonte de esperanza: el mal, el dolor, la injusticia, la muerte, no son la
última palabra de la historia humana. Existe una Bondad superior que da sentido
a las penas, que da consuelo a quienes lloran, que nos espera tras la frontera
de la muerte.
Quienes no creen en Dios, quizá encontrarán explicaciones ante el misterio del
mal, ante las tragedias de la historia humana. Pero esas explicaciones no podrán
encender un poco de consuelo en quien se resiste a creer que todo termina con la
muerte.
Somos “animales de esperanza”: no podemos vivir resignados a destinos férreos ni
a leyes físicas inamovibles. Necesitamos creer y abrir el corazón al misterio de
una bondad que da sentido plena al drama de la vida humana. Dios no es un
enemigo ni un ser indiferente ante el mal que nos aflige. Dios es el único que
puede consolar y dar respuestas al misterio del dolor, al ayudarnos a levantar
los ojos para descubrir que ha preparado algo más grande y más bello más allá de
la frontera de la muerte.