Progreso: ¿desde dónde? ¿Hacia dónde?
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
La palabra “progreso”
suscita reacciones diferentes, favorables y contrarias, entusiastas o
escépticas.
Las causas de la
diversidad de reacciones son complejas, en parte porque existen diversas maneras
de definir el progreso, y en parte porque no resulta fácil decir cuándo y para
quiénes se ha dado un progreso o, por el contrario, se ha dado un “regreso” (un
retroceso).
En general, podemos
coincidir en que progreso implica pasar de algo peor a algo mejor. En ese
sentido, habría progreso cuando pasamos de la ignorancia al saber, de la
enfermedad a la salud, de la pobreza al bienestar, de la inestabilidad
psicológica a la paz del alma, del desorden social a la convivencia
constructiva, del egoísmo a la solidaridad, del pecado al amor.
La enumeración podría ser
mucho más larga, pero da una idea de que existen muchos ámbitos en los que sería
posible pasar de lo peor a lo mejor, y según perspectivas muy diferentes.
Para un
materialista, por ejemplo, el progreso consistiría en mejorar las condiciones
económicas y las satisfacciones subjetivas de las personas. Para un ecologista,
el progreso se daría sólo cuando superemos mentalidades destructoras y
trabajemos eficazmente por mejorar el ambiente y conservar
Existe la posibilidad de
negar la idea misma de progreso, es decir, considerar que no podemos dar un
valor positivo a algo y un valor negativo a lo opuesto, pues todo tendría el
mismo valor. No faltará quien piense que resulta imposible controlar la marcha
de la historia y, por lo tanto, no hay maneras concretas para “superar” una
situación peor y avanzar hacia una situación mejor. Quienes piensan así, quizá,
son pocos, pero el pesimismo, el derrotismo, el “pasotismo” y la indiferencia
ante lo que ocurre en tantos lugares tienen su explicación en una más o menos
consciente negación de la idea de progreso o, al menos, en considerarlo una meta
inalcanzable según un “sano realismo”.
Existen, por lo tanto,
muchos modos de entender lo que sea el progreso e incluso teorías que niegan su
posibilidad. Existen, igualmente, propuestas diferentes sobre la mejor manera de
alcanzarlo, siempre que se considere algo posible.
El panorama se hace más
complejo si constatamos que no todos están de acuerdo sobre el análisis del
pasado ni sobre la valoración del presente. ¿Estamos “mejor” ahora que hace 100,
200, 1000 años? ¿El mundo presente necesita mejoras? ¿Hacia dónde? ¿No ha
llegado la hora de decir que ya se alcanzó un estado de “progreso” y perfección
insuperable, por lo que no tendría sentido un nuevo esfuerzo para mejorar lo
inmejorable?
Los juicios y
diagnósticos divergen en puntos importantes, lo cual muestra la complejidad del
tema. Además, no hay un único “mundo actual”, pues la manera de vivir de grupos
de indígenas en las Amazonas es muy diferente de la que llevan adelante los
ejecutivos de las modernas ciudades industrializadas. ¿Deben cambiar los
primeros su estilo de vida para entrar en el “progreso”? ¿O no deberían más bien
los segundos desenchufar varios aparatos y empezar a hacer ejercicios para
recuperar una agilidad física que perdieron hace muchos años?
En medio de tantas
preguntas, podemos recordar otros aspectos importantes. Por un lado, cada ser
humano nace en un contexto concreto, con una familia determinada, con
capacidades y limitaciones físicas. Hechos concretos, buenos o malos (¿según qué
criterio damos esos adjetivos?), marcan el paso del tiempo, configuran
personalidades, ofrecen espacios de desarrollo o reducen de modo notable las
posibilidades de “progreso” para las personas.
Nadie puede decir que ha
vivido en medio de circunstancias óptimas, porque, entre otros motivos, la misma
idea de lo “óptimo” resulta sumamente difícil de definir y de aceptar de modo
universal; y porque el paso del tiempo depara cambios bruscos que cambian en
pocos instantes todo el panorama de la propia existencia.
Las preguntas quedan ante
nuestros ojos, no sólo para dar una sensación de complejidad sin salidas, sino
como estímulo a nuevas reflexiones. No podemos vivir arrastrados por la
corriente de las prisas sin tener claro de dónde venimos ni hacia dónde vamos.
El hombre es un ser que decide, que trabaja, que actúa, desde esperanzas, y las
esperanzas implican una cierta idea sobre lo bueno, lo mejor, lo óptimo, dentro
del marco de posibilidades de la propia existencia concreta.
Para mí, como individuo,
como miembro de la sociedad, ¿cuál es el horizonte hacia el que ahora debería
orientar mis pasos? ¿Qué deseo? ¿Qué busco? ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Qué está en
mis manos? ¿Qué depende de otros? ¿Qué puedo esperar de Dios?
Son preguntas a las que
debo dar respuesta, para que pueda aprovechar, según una correcta idea de
progreso, este tiempo efímero que ahora tengo entre mis manos.