¿Por qué es tan fácil hablar mal?
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Hablar mal de otros es sumamente fácil. Basta con poner en la
mira a un personaje de la vida política, económica, deportiva, cultural,
religiosa, y lanzar palabras acusatorias, normalmente adecuadas a cada ámbito.
Imaginemos, por ejemplo, que se trata de hablar mal de un banquero. El detractor
supondrá que tiene las cuentas sucias, que roba, que engaña. Como maneja dinero,
las críticas irán a otros ámbitos: seguramente el banquero se permitirá una vida
licenciosa, será infiel a su esposa, engañará a sus amigos, sobornará a los
políticos. Además, el mundo de las financias está lleno de personas que
pertenecen a sociedades secretas. ¿Será un masón o miembro de otra organización
más o menos secreta?
Las sospechas se suceden con facilidad. Si, además, ya ha habido alguna noticia
o insinuación en la prensa sobre la persona en cuestión, todo está claro y
“probado”: las acusaciones tienen un soporte seguro, el amigo de las críticas
crece en su aplomo a la hora de atacar una y otra vez al banquero declarado
ladrón.
El mecanismo que lleva a hablar mal parece, por lo tanto, muy sencillo, fácil,
asequible a la gran mayoría de la gente. Pueden hablar mal casi todos: un joven
de sus profesores universitarios; un trabajador de sus jefes o de sus
compañeros; un político de los políticos del otro partido o de algún colaborador
al que hay que tumbar para “ascender”; un periodista de sus directores o de
otras personas; un futbolista de su entrenador (o del entrenador del equipo
contrincante); una persona cualquiera de las personas de otras razas, o de otras
nacionalidades, o de otras culturas, o de otras religiones.
Detrás de todos los ataques verbales se esconde un mecanismo psicológico que
muestra cómo la violencia de las palabras tiene una base muy frágil. Porque una
antipatía, o una actitud hostil, o el miedo a la competencia, o la sospecha
patológica, son suficientes para lanzar críticas envenenadas, pero no para
mejorar como personas, para respetar la justicia, para conocer los hechos tal
como ocurrieron, para defender a los inocentes y acusar a los verdaderos
culpables.
La fragilidad de la base no destruye lo fácil que resulta hablar mal de otros.
La sociedad permite muchos modos y situaciones que llevan a formular juicios,
ofrecer opiniones, redactar textos de ataque. El mundo de internet facilita aún
más las críticas gracias al anonimato (no siempre bien garantizado) en el que se
amparan muchos para lanzar críticas despiadadas o incluso calumnias sumamente
injustas.
Es, por lo tanto, fácil, muy fácil, hablar mal. Más fácil que robar,
precisamente porque existen pocos mecanismos para perseguir las mentiras, y
porque en algunos ambientes se ha exaltado hasta el absurdo la “libertad de
expresión”, como una especie de patente para decir todo tipo de falsedades,
difamaciones y calumnias.
Lo que no resulta tan fácil es sanar las raíces que llevan a críticas mordaces,
a despellejar al prójimo con palabras despiadadas. Si al menos abriésemos los
ojos al daño que puede provocar en los criticados las palabras que formulamos
contra ellos; si pudiéramos sospechar que hay críticas capaces de destruir vidas
frágiles, de desintegrar matrimonios, de provocar depresiones... quizá
pensaríamos dos veces las cosas antes de lanzar acusaciones gratuitas o
calumnias despiadadas.
Desde un grito del alma, santa Faustina Kowalska explicaba cómo “en la lengua
está la vida, pero también la muerte. Y a veces con la lengua asesinamos,
cometemos auténticos homicidios” (Diario n. 119).
Por eso Santiago, en su carta, advertía a los primeros cristianos sobre los
peligros de la lengua: “en cambio ningún hombre ha podido domar la lengua; es un
mal turbulento; está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos al Señor y
Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una
misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe
ser así” (St 3,8-10).
Hay que reconocerlo: resulta muy fácil hablar mal, porque también resulta muy
fácil albergar rencores, promover sospechas, ahogarse en envidias, lanzar
ataques llenos de rabia y de cobardía a los cercanos o a los lejanos.
Ante el grave riesgo de pecar gravemente con la lengua hasta el punto de
destruir la fama de inocentes, podemos dirigir una oración humilde a Dios para
que limpie nuestro corazón, para que nos haga misericordiosos.
Así será posible reconocer, con humildad y con justicia, que sólo Dios sabe lo
que hay en el interior de cada hombre, y que los demás deben ser tratados con el
amor y el respeto que merecen en cuanto creaturas y compañeros de camino en el
viaje común que nos lleva, si somos buenos, al encuentro eterno con un Dios que
ama a todos.