La avaricia como patología
Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.
Profesor de filosofía y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)
Querer tener más, querer tener lo último, querer tener lo
mejor, son deseos que crecen en los corazones y que pueden convertirse en
obsesiones dañinas y destructoras.
Los bienes materiales sirven para muchas cosas. Nos gusta tener comida variada
en la nevera, una casa segura, un coche que funcione, unos libros que informen o
distraigan, una computadora que permita acceder a millones de datos y contactar
con otras personas.
Gracias a los bienes materiales, el hombre puede sentir cubiertas sus
necesidades básicas y superar la angustia que se produce cuando faltan cosas
esenciales.
Pero los bienes materiales pueden convertirse en una cadena corruptora si
olvidamos que son medios y los convertimos en fines. Es entonces cuando en los
corazones crece la avaricia y el deseo patológico de tener más, y más, y más.
Cuando hemos sucumbido a la codicia, a la avaricia, nada satisface, todo parece
insuficiente. La última compra ha quedado ya superada ante el anuncio de un
reciente y maravilloso producto de la técnica. El dinero del banco no llega
nunca a crecer lo que uno desearía. El bolsillo parece vacío a la hora de
calcular si será posible un nuevo viaje exótico.
El dinero, si se convierte en fin, llega a destruir a las personas. En vez de
vivir para lo esencial, para la familia, los amigos, los necesitados, uno se
esclaviza, trabaja, lucha, sufre, por el ansia de aumentar continuamente sus
posesiones.
Lo importante en la vida no es acumular, sino ver realmente qué es lo que
necesitamos y en qué manera podemos emplear los propios bienes para ayudar a los
que viven cerca o a los que viven lejos.
La Biblia denuncia con firmeza los peligros de la avaricia. “El ojo del avaro no
se satisface con su suerte, la avaricia seca el alma” (Si 14,9). “La confianza
en las riquezas se desvanece” (Pr 11,7b).
En el Evangelio, Cristo advierte sobre el peligro de basar la propia vida en las
riquezas. “Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la
vida de uno no está asegurada por sus bienes” (Lc 12,15).
San Pablo ofrece una afirmación que a veces olvidamos: “Porque la raíz de todos
los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se
extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores” (1Tm 6,10).
¿Cómo vacunarse contra este peligro? Con la misma enseñanza de Cristo: no
preocuparnos por el mañana, sino vivir confiados en Dios, en el presente, sin
apegos que lastran el alma (cf. Mt 6,25-34). Tendremos así el corazón dispuesto
para dar, con una medida generosa, rebosante, magnánima (cf. Lc 6,38).
Aprenderemos entonces a usar los bienes materiales de forma correcta,
especialmente a través de la limosna: “Vended vuestros bienes y dad limosna.
Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no
llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón” (Lc 12,33-34).
Lo que guardamos se pierde, lo que damos se “adquiere”. San Pedro Crisólogo
exhortaba, en el Sermón 43, a darlo todo con estas palabras: “Para que no
pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre te
haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro, no lo tendrás
tampoco para ti”.