Libertad... ¿para todo?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)



La libertad nos permite amar y odiar, ayudar y escapar, dar a los demás o acumular para un mismo. Somos libres para ser fieles al matrimonio o para traicionar a quien nos quiere de veras. Para obedecer a los padres o para guardar un silencio de hielo si nos preguntan qué hicimos anoche. Para cumplir con los deberes profesionales o para robar un poco de dinero o algún utensilio de la oficina.

Tal vez los jóvenes viven con una intensidad especial el misterio de la libertad. Cuando uno es niño, la presencia y el control de los padres evitan muchos caprichos y libran de muchos peligros. El adolescente, en cambio, siente que la vida está cada vez más en sus manos. Los peligros son los mismos, pero los mayores suponen que el joven ya está más maduro para afrontarlos mejor. Sin embargo, hay muchas trampas sutiles, misteriosas, que lo pueden atrapar, que lo pueden destruir en su misma libertad.

"Sí, yo hago lo que quiero", dice el adolescente. Pero lo vemos en seguida esclavo de la moda. Tiene que ponerse los zapatos que usan sus amigos, fumar el tipo de tabaco de su pandilla, mirar las fotografías pornográficas que corren por las bancas mientras habla un profesor aburrido. Su inseguridad lo esclaviza a cosas contingentes, pasajeras, a veces dañosas. El drama de la droga comienza muchas veces por falta de personalidad: todo inicia como un juego, luego como un acto de autoafirmación en el grupo, y el resto lo va haciendo el deseo de placer y los efectos que la droga deja, poco a poco, en la mente y el corazón de la nueva víctima.

Otras veces el adolescente o el joven tiene más carácter. Junto a las presiones del grupo y de las modas, sabe que hay cosas que están bien y otras que están mal. Aprecia lo que le enseñan en casa, lo que le mandan los padres. No quiere engañarles, ni traicionar la confianza que le ofrecen. No hay mejor camino educativo que el sentir cariño y confianza hacia unos padres que se preocupan, de verdad, por el bien de cada uno de sus hijos.

La misma religión ayuda mucho a crecer con mayor firmeza y con parámetros que guíen hacia una vida sana y honesta.

Hay un testimonio viejo, pero tremendo, de quien descubrió muy tarde lo importante que es la fe para vivir bien, para evitar pecados y delitos absurdos. Se trata del testamento de un criminal italiano, Alejandro Serenelli. En 1905, con 20 años, asesinó a santa María Goretti, una niña que no había cumplido los 12 años. Después de un largo camino de conversión, nos dejó un testamento que sirve para todos, pero, de modo especial, para los jóvenes. Basta con leerlo para pensar que, incluso detrás de los errores más graves, Dios es capaz de levantar a un pecador y guiarlo por el buen camino. Pero, ¡qué difícil y qué triste es haber hecho lo que se pudo haber evitado con un poco de fe y de amor!

Dejemos, pues, que nos hable Alejandro Serenelli.

"Soy un anciano de casi ochenta años y estoy listo para partir. Echando una ojeada a mi pasado, reconozco que en mi primera juventud escogí el mal camino, el camino del mal que me llevó a la ruina. Veía a través de la prensa, los espectáculos y los malos ejemplos que la mayoría de los jóvenes siguen ese mal camino, sin reflexionar. Y yo hice lo mismo sin preocuparme por nada.

Tenía cerca de mí a personas que creían y vivían su fe, pero no me fijaba en esto, cegado por una fuerza salvaje que me arrastraba hacia el mal camino. Cuando tenía veinte años, cometí un crimen pasional, del cual hoy me horrorizo con solo recordarlo. María Goretti, ahora una santa, fue el ángel bueno que la Providencia puso ante mis pasos. Todavía tengo impresas en mi corazón sus palabras de reproche y de perdón. Ella rezó por mí, intercedió por mí, su asesino.

Luego vinieron 30 años de cárcel. Si no hubiese sido menor de edad, habría sido condenado a cadena perpetua. Acepté la sentencia que merecía, expié con resignación mi culpa. María [Goretti] fue realmente mi luz y mi protectora; con su ayuda, me porté bien y traté de vivir honestamente cuando fui aceptado nuevamente entre los miembros de la sociedad. Los hijos de San Francisco, los capuchinos de le Marche, me recibieron en su monasterio con su angélica caridad, no como a un sirviente sino como a un hermano. Con ellos convivo desde 1936.

Ahora estoy esperando serenamente ser admitido a la visión de Dios, abrazar de nuevo a mis seres queridos, estar junto a mi ángel protector y a su querida madre, Assunta.

Desearía que quienes lean estas líneas aprendan la estupenda enseñanza de evitar el mal y de seguir siempre el buen camino, desde la niñez. Piensen que la Religión, con sus mandatos, no es algo que pueda dejarse de lado, sino el verdadero consuelo, la única vía segura en todas las circunstancias, también en las más dolorosas de la vida. ¡Paz y bien!"