Reprogramando la propia vida

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

En algunos lugares la programación neurolingüística está de moda. Es presentada como un medio para reformular el propio modo de ver las cosas. Para abrir los ojos, el corazón, la mente, a nuevas perspectivas. Para afrontar la vida más allá de los límites de tensiones y prejuicios que se han incrustado con mayor o menor profundidad a lo largo de los años.

Sin querer analizar una técnica muy criticada por unos, y defendida con entusiasmo por otros, pensemos simplemente en la posibilidad de reprogramar la programación lingüística. ¿De qué se trata? De descubrir en el corazón humano energías y fuerzas para ver la realidad del mejor modo posible, sin tener necesidad de acudir a un consultor de programación neurolingüística, sin tener que pagar nada.

Los ingredientes para esta “reprogramación” pueden ser mucho. Vamos a considerar ahora algunos de ellos.

El primero consiste en volver a apreciar la belleza, la alegría, la sorpresa de vivir. Simplemente. Tú y yo existimos, estamos en el mundo. Algunos quizá se sienten oprimidos por su pasado. Otros no ven nada claro en el horizonte del futuro. Otros sienten que el presente es una cadena tan fuerte que impide cualquier reacción, cualquier paso hacia una mejora.

En esas y en otras situaciones, basta con que abramos los ojos y repitamos, con sencillez, como un niño: hoy existo, participo en la vida, gozo del pensamiento, estoy abierto al amor (a dar, a recibir). Hoy, en el planeta tierra, convivo con jilgueros y con abejas, con lobos y con corderos, con el vecino de arriba (siempre con su música a todo volumen), y con ese familiar al que tanto debo y que, sin embargo, tal vez me resulta un poco antipático.

El segundo ingrediente es sentir cuánto puedo controlar mis manos, mis pies, mis pensamientos. En realidad, algunos no llegan a tener el control que quisieran de su cuerpo. Una enfermedad les ha limitado en la vista o en los pulmones, o les ha dejado una cojera entre simpática y confusa. Otros tienen serios problemas psicológicos, obsesiones y fijaciones que vuelven una y otra vez (un odio, una pulsión sexual, una amargura profunda, una depresión).

Algunos problemas deberán ser tratados por un experto (un médico, un psicólogo). Más allá de esos casos, todos tenemos pequeñas limitaciones, pero esas limitaciones no nos privan del tesoro de la libertad, de esa capacidad de dar un sentido, un rumbo, a la propia vida.

Desde las coordenadas que me aprisionan, mil vectores se abren ante mí. Puedo asumir un riesgo u optar por la fuga. Puedo pedir perdón o darlo a quien me lo pide. Puedo poner más esfuerzo en el trabajo o dedicarme a un crucigrama mientras no me ven los otros. Puedo amar al hijo o encerrarme otra vez en el cuarto para ver una película en la televisión.

No hace falta ir con un “reprogramador” para abrir los ojos ante tantos horizontes. Lo que sí hace falta es expandir el corazón para darme cuenta de tantos seres que me rodean y esperan un gesto de afecto y de cariño; de tantas plantas que pueden recibir agua de mis manos; de tantos gorriones que buscan ese pedazo de pan que puedo ofrecerles en mi ventana; de tantos enfermos a los que nadie visita y que rejuvenecen de alegría cuando alguien se sienta a su lado simplemente para escucharles un rato una tarde de domingo.

El tercer ingrediente radica en el imprevisible juego de relaciones humanas. Cada día, miles de existencias cambian radicalmente porque han empezado a amar, porque se han sentido amadas. Hoy es una chica deprimida que siente que su padre la ama mucho más de lo que ella se imaginaba. Mañana es un esposo que escucha de su esposa la noticia de un nuevo embarazo, la aventura de la llegada de ese nuevo hijo. Otro día será un obrero enfermo acostumbrado a odiar a sus capataces que se siente sorprendido al recibir la visita de aquel a quien odiaba, que siente que su jefe también tiene un corazón humano y ganas de hablar un rato juntos, como amigos.

Recibir y dar amor. Puedo mirar otra vez mi existencia y verla como un punto, una posibilidad, de enriquecer a otros, de embellecer la vida de un anciano abandonado, de un niño huérfano, de un político que ha perdido su fama y que espera a alguno que no le señale con un dedo acusatorio. Salir a amar es algo infinitamente grande, es lo que más puede realizar a cualquier ser humano, por gris, oculta y triste que haya podido ser, hasta el día de hoy, su existencia.

El cuarto ingrediente va mucho más a fondo. Se trata de buscar respuesta a un enigma que ha rodeado a los hombres durante siglos: somos hijos de Dios o somos productos casuales de un proceso evolutivo. Necesito descubrir mi lugar en el universo, las fuerzas que han permitido mi existencia, el sentido profundo de mi energía interna.

Resolver este interrogante exige tomar en serio el problema de la vida. Analizar si no hay un Dios que mire al mundo, o abrir los ojos del alma para descubrir que soy parte de un magnífico proyecto de amor, de bien, de esperanza, y una parte muy querida, muy amada: que soy hijo de un Padre bueno.

Al buscar la respuesta, tal vez sea el momento para volver a tomar un Evangelio y descubrir, desde la voz de Cristo, que el Padre nos ama, que la muerte no es la última palabra, que poseer un mundo de riquezas no puede impedir la caducidad de lo terreno, ni opacar el brillo de la sonrisa de un niño que nos da las gracias por dedicarle un momento de descanso.

Muchos buscarán un nuevo horizonte, energías y paz en técnicas como las de la programación neurolingüística. Sin dinero, sin tanto tiempo, podrían descubrir ese tesoro interior, esa frescura del niño que todos escondemos, esa paz que nos da el escuchar la voz de Jesús que dice, simplemente: “Venir a mí todos los que estáis cansados y agobiados... Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... No te condeno: tus pecados están perdonados, vete en paz... Yo estaré con vosotros (contigo) hasta el fin del mundo...”.