Divagaciones veraniegas II

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

No me canso nunca de elogiar la preciosa basílica monacal de Vezelay, la mejor, sin duda, del mundo. No me referiré hoy ni a su arquitectura, ni a los recuerdos históricos, ni siquiera a la comunidad religiosa que allí vive y logra que, para muchos, sea un magnífico recinto de Espiritualidad. Me fijaré en una estatua, de un altar lateral.

Se trata de la figura de un peregrino jacobeo medieval. Vezelay era uno de los puntos de partida del camino francés y aun se respira hoy allí mística compostelana, más que en cualquier otro lugar. Representa, o invita, a una de las formas de santidad muy apta para nuestra época. Explicaré reflexiones propias, clarificando aspectos y pretendiendo estimular ánimos. Confesaré pensamientos que me he venido haciendo, desde un día, hace de ello muchos años, que acampaba en un recodo del camino, fuera de la autopista que me llevaba a Roma por primera vez. Iba de viaje a la Ciudad Eterna, era la verdad. Marchábamos en el mas sencillo utilitario que entonces se fabricaba, cargados con tienda, alimentos, fogón de butano, etc. Los compañeros dormían. Estaba, en aquel momento sólo y gozaba de la soledad. Descubrí entonces que oía en mi interior una llamada. Roma me atraía, me fascinaba, estaba seguro de que estar allí enriquecería mi vida espiritual. La tumba de San Pedro, las Catacumbas y los lugares donde vencieron los primeros mártires. Tanta sublime realidad me iba a enriquecer si yo era fiel a su mensaje y escuchaba con atención la llamada. Descubrí en aquel entonces, que había vocaciones definitivas, yo había escogido la sacerdotal y trataba de ser fiel al ministerio, pero también existían vocaciones transitorias. Nadie me reclamaba como presbítero en aquel momento, la ruta en cambio me invitaba a ser peregrino, no simple viajero, y debía serle fiel, me lo propuse. Visité los lugares que me reclamaban, escuché al Papa Pablo VI en Castelgandolfo, encontré a la M Teresa de Calcuta. Celebré misa en el altar de la tumba de San Pedro, en un rinconcito de las catacumbas, ¡que gozada y privilegio poder hacerlo en aquel lugar!. Me enriqueció la vivencia, como había ocurrido en la Porciúncula, allí donde, sumergido en piadosas juergas místicas, el Poverelo de Asís, había iniciado aquel invento revolucionario, una aventura, que cambió la vida espiritual de la Iglesia, que resultó ser la aparición de los mendicantes.

Los Claretianos nos habían permitido ocupar un amplio terreno deportivo, dormíamos en el suelo, saboreábamos aquellas enormes y sabrosas sandías, que solo allí he encontrado. Añado que era durante el ferragosto romano. Cruzábamos el Foro con el mismo asombro que lo pudieron hacer Pedro y Pablo, recé en Sta María la Mayor y en la cárcel Mamertina.

En llegando a casa constaté que aquella vocación transitoria que había vivido y ya acabado, a la cual le había sido fiel, me había permitido dar unos pasitos adelante, por el camino de la santidad. Esta constatación alentaba mi espíritu y fortalecía mi Esperanza.

He contado estas reflexiones porque pienso yo que hoy en día se abusa de la palabra peregrinación. He vuelto varias veces a Roma. Creo que se ha tratado, en algunos casos, de viajes religiosos, muy respetables, muy útiles, muy bonitos, hasta muy originales (me robaron una vez en la misma Vía Véneto) pero no han sido peregrinaciones. A Jerusalén, donde tantas veces he ido, reconozco que he gozado siempre de la vocación de peregrino, en Compostela también. Con la misma convicción que lo digo afirmo que lo que muchas veces se etiqueta de peregrinación, son simples viajes religiosos, de perfecta y burgués organización, factor este que priva al fiel cristiano de la experiencia y felicidad que proporciona la condición de peregrino. Que no impide, muy al contrario, refuerza la vocación matrimonial, la de consagración religiosa, la sacerdotal. Ramas todas ellas que convergen en la vocación universal a la santidad, a la que todos estamos llamados.