La Templanza según Santo Tomas de Aquino

Autora: Luz del Carmen Abascal Olascoaga

 

INTRODUCCIÓN

Santo Tomás examinó minuciosamente el problema de la naturaleza de la virtud, las clases de virtudes y las relaciones entre las virtudes, sigue a la vez a San Agustín y a Aristóteles y además, se refiere a la opinión de San Gregorio sobre la mutua implicación de las virtudes y manifiesta que las cuatro virtudes cardinales se hallan mutuamente implicadas en tanto que se cualifican una a la otra, “desbordándose”.

 

Se ha dicho de Santo Tomás de Aquino que el motivo por el cual tenía una complexión física de obeso, era porque gustaba mucho de la comida. Sin embargo, sus escritos sobre la templanza desmienten completamente estas suposiciones, llevándonos a creer que en realidad así era su complexión o bien, que padecía alguna enfermedad.

 

Sin embargo, Santo Tomás hace mucho hincapié en diversos momentos, en que la templanza no rige solamente a la alimentación, sino que “tiene por objeto principal las pasiones que atienden a los bienes sensibles, tanto los placeres como los deseos; pero al mismo tiempo, como objeto secundario, las tristezas provocadas por la ausencia de esos placeres”.

 

La templanza, una de las 4 virtudes cardinales porque “los placeres sensibles que ella debe a moderar son los más naturales y los más difíciles de refrenar, siendo sus objetos los más necesarios para el mantenimiento de la vida”, va a ser retomada por Santo Tomás; ya varios filósofos habían hablado sobre ella, comenzando por Aristóteles, y es precisamente en él en quien se basa Tomás de Aquino para analizar tan importante virtud. Sin embargo, dice que esta no es la mayor de las virtudes pues no concierne directamente sino al bien de la persona humana, mientras que hay bienes como la fortaleza y la justicia que atienden más al bien de la sociedad “pues el bien de la multitud es más divino que el del individuo” (Aristóteles).

 

A su vez, esta virtud va a estar conformada por diversas ‘pequeñas virtudes’ que estarán en función de su ‘tronco’ que será la templanza. Cada una de estas virtudes, tendrá un vicio opuesto que tenderá a apartar al hombre del bien. En general, los vicios opuestos a la templanza serán la insensibilidad y la intemperancia.

 

Santo Tomás habla de las partes integrantes de la templanza, las cuáles serán la verecundia y la honestidad; las partes subjetivas, que serán la abstinencia, la sobriedad, la castidad y el pudor cuyos vicios opuestos serán la gula, la ebriedad y la lujuria respectivamente; y las partes potenciales, que serán la continencia, la modestia, la clemencia o mansedumbre y la virtud de la estudiosidad cuyos vicios opuestos serán la incontinencia, la irritación y crueldad, el orgullo y la curiosidad respectivamente. Cada una de estas partes deberá hacer que el sujeto alcance la virtud de la templanza, pero tendrán que luchar contra los vicios opuestos para fortalecer a la persona.

 

Hemos recibido de Dios el don de la libertad, pero para ser libres se requiere el esfuerzo; el edificio de la libertad necesita los cimientos de la templanza.

 

         En los días que vivimos, nuestra sociedad ha olvidado muchas cosas, aunque quizá lo que ha olvidado con mayor facilidad es a dominar sus pasiones precisamente porque estas son lo más natural y primitivo en el ser humano. Hoy, abusamos de la comida, del alcohol, del sexo, de las drogas, de la violencia, es decir, de todo aquello relacionado con los cinco sentidos que puede ser necesario como es el caso del alimento para “la conservación del individuo” y de las funciones sexuales para “la conservación de la especie”, o que incluso puede ser absolutamente no necesario, como es el caso de las drogas.

 

Es por este motivo, por el que la virtud de la templanza es tan importante como necesaria en este siglo en el que la vergüenza ya no existe porque “las acciones culpables ya no son consideradas como vergonzosas” y en el que la honestidad, que es la “disposición de lo perfecto para lo mejor” (Aristóteles), brilla por su ausencia. Cuantos de nosotros nos hemos olvidado de sentir verecundia por nuestras faltas, cuantas veces la sociedad acepta vicios, alentándonos a caer en ellos a través principalmente de los medios de comunicación, de las películas y de los anuncios antitéticos de que hacen uso.

 

Una de las enfermedades de más importancia que se han desarrollado durante los últimos cincuenta años, es la obesidad. Quizá no nos hemos cuestionado el motivo de este trastorno, pero si profundizáramos un poco, nos daríamos cuenta de que encierra una absoluta pérdida de virtud en forma gradual, que la gula está venciendo a su virtud opuesta la cuál “en sentido propio, consiste en la privación de alimento; pero en sentido figurado designa igualmente la abstención de todas las cosas nocivas, del pecado sobre todo”. Así, la obesidad va emparejada con la pérdida de valores, nos acercamos más a nuestros instintos ‘animales’ al ser incapaces de “mantenerlos en la medida regida por la razón”. Y no estoy hablando de todos aquellos que presentan un sobrepeso como consecuencia de una enfermedad o de un trastorno glandular, sino de aquellos que abusan del alimento para ‘satisfacerse’ a sí mismos.

 

De igual forma podemos hablar de la bebida, hoy, todo se festeja con alcohol y es muy difícil conocer la medida; pero por lo mismo, es aún más peligrosa que el alimento pues “la bebida embriagante, a causa de los vapores con que invade el cerebro, tiene por efecto propio impedir el uso de la razón”, lo cual equivale a descender al nivel de bestias y a ser incapaces de tener templanza e incluso virtud moral en otros ámbitos, pues al tener impedido el uso de nuestra razón, no podemos “imponer a las operaciones y pasiones humanas la regla de la razón”. He aquí el verdadero peligro de la bebida, llegar a embrutecernos de tal forma, que todas las acciones posteriores sean realizadas sin conciencia alguna de ellas, lo cual no evita la culpabilidad de las mismas; “el pecado cometido en estado de ebriedad no es excusable sino en la medida en que ese estado provoque un acto involuntario (…) si la ebriedad misma resulta de un acto culpable, los actos que sean su consecuencia no son enteramente excusables, pues siguen siendo voluntarios en su causa, y a lo sumo se puede decir que lo voluntario disminuye”.

 

Una vez que se abusa del alimento y de la bebida, es mucho más fácil abusar del sexo pues ya se han traspasado las primeras barreras; esto no indica que forzosamente debamos usar en exceso del alimento y de la bebida para caer en el exceso de sexo, sino que facilita el camino a este extremo. De esta forma, la lujuria atropella a la castidad, ya sea dentro o fuera del matrimonio. Pero, ¿puede existir castidad dentro del matrimonio? ¿cómo si ya se dejó de ser virgen? Pues sí, la virginidad es solamente una parte especial de la castidad, dice San Agustín que “la virginidad es una continencia que guarda, dedica y consagra la integridad de la carne en honor del Creador”, ahora bien, “en el dominio de la castidad, la virginidad es la virtud más eminente, superior a la castidad de la viudez y a la castidad conyugal” (S. Tomás). Aquí, Santo Tomás hace clarísima mención a la ‘castidad conyugal’, lo cual muestra la posibilidad de ser casto dentro del matrimonio.

 

Quizá nos parezca un poco excesivo el término de exaltación que utiliza Santo Tomás al referirse a la virginidad como una virtud superior a la castidad conyugal, sin embargo, es en realidad superior desde mi punto de vista, pues al aceptarse libre y voluntariamente la virginidad, se está venciendo del todo el instinto más primitivo y necesario como es el de la preservación de la especie, se está renunciando completamente a un placer legítimo y a una actividad ‘necesaria’; es esto lo que perfecciona a la virginidad lo cual no quiere decir que todos debamos ser vírgenes, hay vocaciones para todo y sólo debemos limitarnos a seguir la vocación que nos está destinada, viviendo castamente en cualquiera que esta sea.

 

Ahora bien, así como la templanza se auxilia de la castidad, esta se auxilia de la continencia cuya sede “no es el apetito concupiscible ni la razón, sino la voluntad”, su función es “contener el asalto de las pasiones (…) especialmente el deseo de los placeres sexuales, y de manera más general los placeres del tacto”. La continencia interviene en el momento de la elección entre un acto bueno y un acto malo, prepara a la razón para resistir, es la que decide si se actuará de acuerdo a la razón o si se “cederá a pesar de la razón”. Lo grave de todo esto es que en la actualidad, impera la incontinencia, simplemente nos dejamos arrastrar por las pasiones sin tomarnos la molestia de meditar en el “momento de la elección”, seguimos avanzando con la corriente sin profundizar en la moralidad o bondad de nuestros actos: la templanza está ausente.

 

Como una situación paralela a las expuestas anteriormente, se encuentra la violencia. Esta es una pasión que tiene que ver con el instinto de supervivencia y al abusar de ella en las películas, caricaturas, actitudes, destruimos la clemencia y eliminamos la posibilidad de que exista la mansedumbre. En las películas se nos muestran a los héroes ideales, hombres y a veces mujeres, que matan a diestra y siniestra por venganza, por ‘justicia’ y por otras ‘buenas razones’; no nos damos cuenta que estamos imitando ese modelo, que no toleramos las faltas de los demás porque nos ponemos furiosos, que con frecuencia alzamos la voz con soberbia y altanería, que no mantenemos nuestra paz interior y que perdemos la tranquilidad con mucha facilidad. Todo esto es algo tan paulatino, tan gradual; basta con empezar por una de estas cosas para continuar hacia la siguiente.

 

La clemencia y la mansedumbre son precisamente las reguladoras de estos bajísimos instintos, “las dos cooperan al mismo efecto, la indulgencia en la represión de faltas. Se distinguen sin embargo en que la clemencia atiende directamente a atenuar el rigor del castigo, mientras que la mansedumbre propiamente hablando apaga la pasión de la cólera”. “La clemencia, es la templanza en el poder de castigar, una verdadera dulzura del carácter” (Séneca). ¿Por qué son tan importantes estas dos virtudes? Santo Tomás da la solución al decir que “bajo cierto aspecto, gozan de una verdadera supremacía sobre las otras virtudes que resisten a las malas pasiones: al reprimir la cólera que impide la libertad de espíritu, la mansedumbre hace que uno sea más dueño de sí mismo; y al atenuar las penas, la clemencia entronca con la caridad, reina de las virtudes, que remedia los males del prójimo y le hace el bien”.

 

Sin embargo, estas dos virtudes en realidad no tendrían razón de ser si no existiera una tercera, que elimina todo orgullo y soberbia y que permite la claridad de juicio suficiente para ejercitar la clemencia y la mansedumbre; ésta es la modestia o humildad. La modestia tiene diversas especies, “según Cicerón, se aplica a cuatro objetos diferentes: 1) al deseo de excelencia, y entonces es la humildad; 2) al deseo de saber, y así modera la curiosidad; 3) a las actitudes y movimientos corporales, aun en las diversiones, donde viene a ser la eutrapelia; 4) al aspecto exterior en el vestido, etc”.

 

Uno de los grandes defectos de nuestra sociedad moderna es precisamente el orgullo, nadie acepta que puede estar equivocado, todo el mundo se siente un dechado de sabiduría, precisamente la soberbia según S. Tomás es “la voluntad de elevarse por encima de lo que se es” en lugar de reconocer las propias debilidades y errores. Este es uno de los vicios más grandes que existen, pues “de él pueden derivar todos los pecados, ora directamente (…) ora indirectamente”. ¿Quién de nosotros está exento de este orgullo? ¿quién de nosotros no tiene el prurito de sentirse sabio y todopoderoso? “Pensad que algunos os son superiores secretamente mientras que quizá vosotros parecéis mejores exteriormente” (San Agustín), ese es el secreto para alcanzar la humildad y para pisar la vanidad que tan dañina puede sernos.

 

El gran pecado de orgullo, según Santo Tomás, fue el primer pecado del primer hombre; así, es lógico que sea precisamente de éste del que más padece nuestra sociedad, fue el origen del mal en el mundo. Dice Santo Tomás: “el primer pecado del hombre consistió en aspirar a un fin ilícito (…), el primer pecado consistió en el deseo desordenado de algún bien espiritual, esto es, de una excelencia que excedía la medida normal que conviene a la naturaleza humana”. “El orgullo del primer hombre fue, en efecto, el querer ser semejante a Dios”, este es también uno de los males de nuestros días; los científicos están tratando de sustituir a Dios en la creación mediante la clonación, las mujeres están tratando de disponer de las vidas de sus bebés como si fueran cosa propia sin darse cuenta de que ellas no los crearon sino que fueron simples instrumentos de Dios para llevar a cabo Su plan, y así podría seguir enumerando pecados de orgullo, grandes pecados que no sólo nos hacen semejantes a nuestros primeros padres, sino que quizá, nos hacen más culpables que ellos, pues nosotros tenemos la revelación, poseemos el soporte espiritual que nos da la Eucaristía y aún así, negamos a Dios con nuestra soberbia extrema.

 

El primer pecado trajo como consecuencia penas grandísimas, comenzando por la muerte y continuando con la sujeción a las enfermedades, sufrimientos y dolores propios del estado impuro de alma en que se encontraban los primeros hombres. ¿Y esperamos que nuestros pecados de orgullo, tanto o más terribles que los que cometieron nuestros primeros padres, queden impunes? ¿Cuál será el precio que nosotros tendremos que pagar por nuestra falta de humildad, por querer jugar a ser dioses?

 

El último gran peligro en el que puede caer el género humano y que, de hecho, es uno de sus más grandes problemas, es la curiosidad. La virtud que se le contrapone es la estudiosidad, el papel de esta virtud, es moderar el apetito de conocer. “A propósito del conocimiento, hay en el hombre dos tendencias opuestas: por su alma, aspira a conocer todas las cosas, y es útil que este apetito sea refrenado por temor a que exceda la medida conveniente; pero por su cuerpo, el hombre es más bien llevado a evitar el esfuerzo que exige la búsqueda del saber, y necesita ser estimulado”; es decir, debemos encontrar el justo medio, no debemos buscar demasiado conocimiento, no es bueno tratar de conocer y comprender todo, pero es conveniente que cultivemos nuestro espíritu, pues así como la comida es el alimento de nuestro cuerpo, el conocimiento es el alimento de nuestro espíritu. Por el simple hecho de ser seres racionales, tendemos al conocimiento y debemos refrenar el ansia excesiva de saber para evitar caer en la soberbia.

 

Además, otro aspecto de la estudiosidad, es la civilidad, “la actitud de la persona es muy importante en primer lugar como signo de su propia dignidad, en seguida por el respeto que debe a quienes lo rodean: esta es la ciencia del buen comportamiento tanto en los ademanes y en la presentación como en la manera de tratar los diversos asuntos con los demás”. La presentación exterior, según S. Tomás, será solamente un reflejo del estado interior; en otras palabras, nuestro aspecto, nuestro comportamiento y nuestras actitudes mostrarán qué tan bien o mal se encuentra nuestra alma, “de la abundancia del corazón habla la boca” (dicho popular).

 

En conclusión, podemos decir, que la virtud de la templanza es esencial para poder mantener un ambiente de paz y de justicia en nuestra sociedad, con ella, los poderosos aprenderán a usar de su poder en tanto cuanto sirvan a los demás; los glotones aprenderán a hacer uso del alimento en tanto cuanto lo necesiten y sea bueno para su salud; los bebedores aprenderán a utilizar la bebida en tanto cuanto no les dañe y no embrutezca su razón; los sexo adictos aprenderán a hacer uso del sexo dentro de ciertos límites y para ciertos fines loables; los vanidosos aprenderán a reconocer sus defectos y sus fallas y le harán la vida más sencilla a sus prójimos; en resumen, tendremos un mundo mejor. Yo creo que esta no es una utopía, no si realmente volviéramos los ojos a Dios porque “con Dios, todo; sin Él, nada” (Santa Teresa de Jesús).

 

BIBLIOGRAFÍA

·         MORA, J. Ferrater. Diccionario de Filosofía. Ariel Filosofía. Barcelona, 2001. Tomo lV. Pp 3464, 3465, 3704 – 3708.

·         ALCÁZAR, José Antonio; COROMINAS, Fernando. Virtudes humanas. Ediciones Palabra, S. A. Segunda edición, Mayo 2001. Impreso en España. Pp 53 – 81.

·         Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Editorial Tradición. Traducción Salvador Abascal. Segunda parte, segunda edición. México, noviembre de 1976.