Solemnidad de la Natividad del Señor, Misa de vigilia
Lucas 2, 1-14

Autor: Mons. Andrés Stanovnik
 

Iglesia Catedral, 24 de diciembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

En esta santa noche, nuestra mirada se ilumina y nuestro corazón se conmueve intensamente ante el nacimiento del Hijo de Dios, que se hace prójimo de todo hombre y de toda mujer, pequeño, frágil y confiado en los brazos de María y de José. Toda la familia humana se detiene asombrada ante el misterio que sucedió en Belén: Dios vino hasta nosotros, para abrazar, para asumir y para reconstruir lo que el hombre había destruido. No vino para condenar, ni para suprimir, sino para restaurar, vendar heridas y redimirnos del pecado. Asombrada, la comunidad de creyentes estalla de gozo, porque tiene la certeza de que la raza humana no es una masa de seres vivos que va la deriva, ni está abandonada a su propia suerte, sino todo lo contrario: en lo íntimo de su ser escucha palabras de amor y de consuelo: te llamarán “mi deleite” y a tu tierra “desposada”, como acabamos de escuchar en la lectura del profeta Isaías. El que pronuncia esas palabras de amor, de alegría y de consuelo, es Dios. Él, embriagado de pasión por sus criaturas, recurre a las imágenes más fuertes y más bellas que tiene el amor humano, para expresar que la mayor de sus delicias es la criatura humana: “Como un joven se casa con una virgen, así te desposará el que te reconstruye; y como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios” (Is 62, 5).

La prueba incontestable de que no estamos abandonados a nuestra propia suerte es la promesa de Dios, que fue anunciada por los profetas, anticipada por Juan el Bautista, y cumplida en la persona de Jesús. Así lo atestigua san Pablo en la segunda lectura: Dios ha cumplido su promesa: ha hecho surgir de la familia de David un salvador para Israel, ese es Jesús. Así fue como la larga espera de la humanidad llegó a su término, cuando José y María, que estaba embarazada, obedeciendo el decreto del emperador Augusto, fueron a cumplir con la obligación ciudadana del censo. Esa bendita noche, María dio a luz a su primogénito, como nos atestiguan las Escrituras, y lo acostó en un pesebre. En ese momento, el cielo se abrió y dejó caer palabras de vida y de esperanza: “no teman, hay buenas noticias y alegría para todos; les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (cf. Lc 2, 10). En seguida el cielo y la tierra se llenaron de alabanza, de gloria, de paz y de gracia (cf. Lc 2, 14).

Pongamos atención y contemplemos el misterio de Dios hecho niño, pequeño, frágil, acostado en un pesebre. Es impresionante y conmovedora la humildad de Dios. Él viene humilde para encontrarse con el hombre. El verdadero milagro de la vida se produce allí donde Dios encuentra una mujer humilde y generosa, y un hombre justo y fiel. María y José fueron humildes, generosos y fieles a Dios. De este “encuentro de humildades”, nace Jesús. Desde entonces, ya no es posible imaginar al hombre, a la familia humana y a toda la creación, sin tener en cuenta a Dios. Jesucristo, “hombre como nosotros y Dios con nosotros”, hace que la tierra y el cielo se colmen de luz y los ángeles canten: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él” (Lc 2, 14). Desde entonces, toda la realidad se ilumina y adquiere sentido sólo en Dios y fuera de él todo se vuelve oscuridad. Por eso, el Santo Padre dijo en Aparecida: “Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad” (Benedicto XVI, Discurso Inaugural, Aparecida, 13 de mayo de 2007).

Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. La fiesta de Navidad nos invita a volver al pesebre, y aprender el camino de Jesús para ser sus discípulos y misioneros. Entrar a este camino es vivir en la verdad y experimentar que la vida plena nos viene de él. En el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que se nos revela en el pesebre, nos sorprende y conmueve la belleza de humanidad que hay allí. Allí descubrimos también las exigencias que tiene el camino de humanidad que Dios nos propone. Lo primero que nos impresiona es la humildad de Dios. Dios es humilde y el que no quiere serlo no puede encontrarse con él. La humildad de Dios va de la mano con su generosidad. Dios es generoso, no sólo porque nos dio la vida y tantas otras cosas más, sino porque él mismo se nos dio por entero a nosotros. Por eso, el que quiere ser amigo de Dios y de los demás, tiene que ser humilde y darse como él, hacerse prójimo en la propia familia, entre los vecinos del barrio, los compañeros de trabajo; tiene que ser responsable en su profesión, honesto en la administración que se le confía, y comprometido en serio con los que más sufren la falta de un techo digno, de un salario equitativo y justo, de alimento suficiente, y de acceso a una educación y salud de calidad para todos.

Este camino se transita en humildad y generosidad, virtudes que brillaron en María y en José. No se puede ser generoso si no se es humilde. La humildad hace posible la verdadera generosidad que es mucho más que dar cosas. Sólo la verdadera humildad promueve la dignidad del otro, crea vínculos solidarios, gesta pueblo. Por eso, el soberbio es incapaz de ser generoso, únicamente alcanza a dar cosas, pero no logra darse a sí mismo. Esto envilece al que da y degrada al que recibe, y genera violencia en todos los niveles de relación entre personas. Por eso la soberbia suele ir de la mano con la prepotencia, la corrupción y la mentira. Esto trae secuelas de deshumanización y de muerte, que golpean con mayor fuerza a los miembros más frágiles de la comunidad: a los niños y a los ancianos que son la memoria y la esperanza de un pueblo. Sólo darse a sí mismo dignifica y madura las relaciones humanas, promueve la comunión y la participación entre los miembros de la familia, entre los vecinos del barrio y entre los ciudadanos de la nación. Este es el camino que Dios hizo y sigue haciendo entre nosotros, invitándonos a transitarlo con él, como discípulos y misioneros de Jesucristo, para que en él tengamos vida.

Dichosos nosotros que esta noche podemos celebrar con el corazón lleno de luz y de paz el nacimiento del Hijo de Dios. Dichoso el pueblo correntino, que tiene tan hondamente arraigada la devoción a María de Itatí, porque ella le irá mostrando el camino hacia Jesús y hacia el prójimo. Dichosos nosotros que nacimos y crecimos marcados por la Cruz de los Milagros, porque en ella está la clave para entender a Dios y en ella tenemos el camino trazado para continuar construyendo un pueblo humilde y generoso, desbordante de vida para todos, en justicia y en verdad, reconciliado y en paz. Tierna Madre de Itatí, ruega por nosotros. Amén.