Sábado Santo, Vigilia Pascual, Ciclo A
Mateo 27, 57-66

Autor: Mons. Andrés Stanovnik
 

“Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?”, cantábamos en el Pregón Pascual. ¿Tendría sentido la vida, si Dios no nos hubiese revelado su amor hasta el fin? Con toda razón, el pregón nos invita a exultar de admiración: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad!” Es verdad, hermanos y hermanas: “¡Qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino!”

Hoy todo es nuevo, todo se recrea, estamos como estrenando vida nueva, vida de Cristo, que es vida nuestra. Iniciamos nuestra celebración en la noche con algunos hermosos signos que nos hablan de vida nueva: el fuego nuevo en el cirio pascual, Luz de Cristo, que iluminó la noche y el templo. En ese cirio encendimos nuestras velas y suplicábamos que la luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu.

Cristo resucitado es el objeto principal de nuestra fe. Somos cristianos porque creemos que Jesucristo resucitó. Es asombrosamente simple y directo el relato, que apenas escuchamos, sobre la resurrección de Jesús. María Magdalena y la otra María se encontraron ante el sepulcro vacío, y “después de ver el lugar donde estaba” y comprender que “había resucitado como lo había dicho”, “atemorizadas pero llenas de alegría (…) fueron a dar la noticia a los discípulos”. La causa del temor y la alegría, que sintieron estas mujeres, fue porque se dieron cuenta que era cierto lo que Jesús había dicho, y no sólo porque vieron el sepulcro vacío. También otros lo vieron vacío y no creyeron. En realidad, la mirada de fe, es un regalo de Dios, que nos abre la puerta al maravilloso encuentro con Jesucristo vivo.

San Pablo, que sintió muy fuerte el impacto del Resucitado, nos habla de la vida nueva que nos viene del encuentro con Jesucristo. Quien se encuentra con él, no puede seguir igual. Ese encuentro produce una profunda conmoción y, como a los primeros testigos, llena el corazón de temor y de alegría. Toda la Iglesia se estremece y se llena de gozo esta noche, porque siente vivamente la presencia de Cristo Resucitado, la celebra y la proclama como Buena Noticia para la toda la humanidad. Hace poco, en Aparecida, mientras compartíamos la enorme riqueza que nos trae la fe en Cristo y en la Iglesia, sentíamos que “conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”[1].

La Iglesia existe por la fe en Jesucristo Resucitado. Su misión consiste en anunciarlo a él y su reino de amor, de justicia y de paz. Cuando el hombre vive una experiencia profunda, no la puede callar. Eso les pasó a las mujeres, que fueron de madrugada al sepulcro y creyeron lo que Jesús les había dicho. Lo mismo ocurrió con los demás testigos, que recibieron la noticia de la resurrección de Jesús, y lo mismo acontece hoy con nosotros. No podemos callar esa noticia, la celebramos y quisiéramos que todos pudieran vivirla con la misma intensidad. Pero no basta la emoción. Es necesario que el sentimiento y la palabra vayan de la mano con una vida coherente entre lo que decimos creer y celebrar, con lo que vivimos. La experiencia auténtica del encuentro con Jesucristo transforma las raíces mismas del hombre, para que su manera de sentir, de pensar y de actuar se parezca cada vez más al Resucitado. Los verdaderos discípulos y discípulas se esfuerzan diariamente en aprender del Maestro. Ellos saben que, estando con él, reciben la fuerza del Espíritu Santo, para ser hombres y mujeres enteramente espirituales, es decir impregnados de los valores del Evangelio, y comprometidos responsablemente con la construcción de la sociedad, para una vida más digna y más plena para todos.

Nos sentimos muy felices por el inmenso regalo de la vida en Cristo y de haber sido elegidos y llamados para ser discípulos suyos y misioneros de su amor. “Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar con lágrimas –como nos decía el Papa Paulo VI– (…) y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo”[2]. Y que María Santísima nos lleve al encuentro de Jesucristo muerto y resucitado, y nos enseñe que el milagro de la cruz se realiza, cuando ese encuentro nos saca de nosotros mismos y nos pone en el camino de la entrega, el amor y el servicio.



[1] Aparecida, n. 29.

[2] Evangelii Nuntiandi, 80.

Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes