Viernes Santo, Ciclo A
Juan 18, 1-19, 42

Autor: Mons. Andrés Stanovnik
 

El ser humano no tiene palabras para decir ante la muerte. Ese instante definitivo del hombre las hace callar a todas. Sabemos por experiencia lo que significa sentir el desconcierto y el dolor que produce la muerte de un familiar, de un amigo, de un inocente. No hay palabras. Por eso, cuando creemos que todavía está lejos, preferimos no hablar de ella, miramos para otro lado. Sin embargo, está allí, caminando con nosotros de día y de noche, en cada respiración y en cada latido. Nos enfrentamos a ella cuando les toca a otros, pero apenas pasa el impacto, la olvidamos y vivimos como si no existiera. El Viernes Santo nos habla de la muerte de Dios, nos pide que le prestemos atención, con oído y corazón de discípulos, para recibir su mensaje.

El grito salido de los labios de Jesús, “por qué me has abandonado”, recoge toda la impotencia del hombre ante la muerte. Nadie puede hacer nada. Dios responde con el silencio. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hay alguien que nos recibe cuando nos morimos? O lo que queda después es la noche y la nada. Son preguntas fundamentales, inquietantes, ineludibles, que no podemos esquivar. Están ahí, porque  todo nuestro ser se resiste a la muerte y necesita encontrarles una respuesta que dé esperanza y sentido a la vida. En el fondo sentimos que no fuimos hechos para morir, pero también sentimos que no está en nuestras manos darnos la vida. Tal vez podamos prolongarla unos años más, quién sabe, pero el final es inexorable.

¡Ante la muerte habla Dios, o nadie!, exclamó Antígona ante su hermano muerto[1]. Dejemos hablar a Dios. La fe es escuchar a Dios, es creerle a él, y creerle es apoyar la vida toda entera en su Palabra. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26), le preguntó Jesús a Marta, ante la tumba de Lázaro, su hermano muerto. “Ella le respondió: Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo” (Jn 11, 27). También nosotros, hoy, delante del Crucificado, sentimos una profunda necesidad de que él nos hable y nosotros responderle: sí, Señor, creo.

La cruz es árbol de vida. En ella triunfa la vida sobre la muerte, el amor sobre el odio, la verdad sobre la mentira. Por eso, desde el instante en que Jesús, el Hijo de Dios, abrazó nuestra humanidad pecadora y destinada a la muerte, la cruz se convirtió en el signo bendito que nos muestra el camino hacia la vida, hacia la libertad y hacia el amor. La muerte ya no es un asunto sólo del hombre. Dios se comprometió con ella y, desde ese momento, se transformó en una causa también suya. Por eso, la muerte y con ella todo el dolor moral y el sufrimiento físico que la anticipan, no tienen la última palabra. La última palabra la tiene Dios, que resucitó a Jesús y ahora está sentado a la derecha del Padre. Abrazar al Crucificado es aprender de él que la cruz asumida y ofrecida se convierte en una poderosísima fuente de vida, de libertad y de amor. Por eso, la cruz de Jesús es nuestra esperanza.

Todos los cristianos, discípulos y discípulas de Jesús, estamos llamados a experimentar profundamente ese abrazo de amor y de vida con Jesús crucificado. Todo abrazo auténtico no queda pegado, sino que se despega de aquel a quien abraza, y se abre a los demás. Eso es lo que hace Jesús con nosotros. Nos atrae hacia sí, para que sintamos la fuerza y la profundidad de su amor entregado hasta el fin (cf. Jn 13, 1), y enseguida nos envía a abrazar a los demás con ese mismo amor. El Papa Benedicto XVI nos decía en Aparecida que “la Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por «atracción»: como Cristo «atrae a todos hacia sí» con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose es espíritu y concretamente con la caridad de su Señor”.

Jesús nos envía como misioneros de su amor. Al experimentar el abrazo con el Crucificado, somos enviados a prolongarlo en los muchos crucificados de nuestra sociedad: enfermos; ancianos y ancianas solos, algunos en sus casas y tantos en los llamados hogares, que no dejan de ser “geriátricos”; jóvenes, atrapados en la droga y el alcohol, deambulando por nuestras calles; jóvenes que, en porcentajes alarmantes, fracasan en sus estudios universitarios; obreros y obreras, padres y madres de familia, cuyos sueldos no alcanzan para alimentar y educar a sus hijos; campesinos y campesinas, desplazados de nuestros campos; hombres y mujeres detenidos en cárceles…; son, entre otras situaciones, el reflejo del desconcierto humano que vivimos en nuestra sociedad. Todo esto reclama gestos de amor y de vida, recibidos en esa inagotable y maravillosa fuente, que es la Cruz de Jesús, cruz milagrosa, porque transforma la muerte en vida. En esto consiste la audacia de la misión a la que nos convoca la Iglesia en Aparecida.

Hoy adoramos la Santa Cruz, porque en ella estuvo clavado el Amor, la salvación del mundo. Por eso, la liturgia nos invita a mirar el árbol de la Cruz y nos convoca a adorarlo. Adorar es “quedarse con la boca abierta”, el corazón extasiado, sin palabras, ante tanto amor. Adorar es abrazar “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu, y con todas tus fuerzas” (cf. Mc 12, 30), el amor de Dios, que nos amó hasta el fin. Que nuestra adoración, hecha con profunda devoción y entrega, nos lleve, con María de Itatí, a vivir el “milagro de la cruz” en nuestra vida y en los compromisos de todos los días.


[1] Marechal Leopoldo, Antígona Vélez, ediciones Colihue, Buenos Aires 1999. 

Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes