Jueves Santo, Ciclo A
Juan 13, 1-15: Misa de la Cena del Señor

Autor: Mons. Andrés Stanovnik
 

Con la Misa Vespertina de Jueves Santo, iniciamos el Triduo Pascual. Como su nombre lo indica, la celebración tiene tres momentos: pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

 La pasión de Jesús empezó alrededor de una mesa, rodeado de sus discípulos, para celebrar la Pascua Judía. La primera lectura del libro del Éxodo relata los pormenores de esa pascua y evoca la acción de Dios a favor de su pueblo elegido, cuando lo hace pasar de la tierra de esclavitud a la tierra de libertad. La Pascua Judía hace memoria de ese paso, comiendo el cordero pascual. En cambio la Pascua Cristiana es el memorial que celebra el paso de Jesucristo de la muerte a la vida. Jesucristo es ahora el cordero inmaculado, ofrecido en sacrificio y con el cual nosotros entramos en comunión de vida, al participar de la Eucaristía. El Señor Jesús, en la Última Cena, nos deja el mandato de celebrarla en su memoria, como acabamos de oír en la lectura del apóstol Pablo a los corintios.

Ahora prestemos atención al relato del lavatorio de los pies. El Evangelio de san Juan nos introduce en ese gesto recordando que Jesús, “que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Todo en la Última Cena nos habla de ese amor hasta el fin. Para comprenderlo mejor, acerquémonos a la mesa donde está Jesús, escuchemos sus palabras y contemplemos sus gestos. Jesús parte el pan y dice: «Éste es mi cuerpo que será entregado por ustedes»; luego toma la copa de vino y dice: «Éste es el cáliz de mi sangre que será derramada por ustedes, hagan esto en memoria mía». Después, Jesús se levantó de la mesa y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con una toalla. Lo que dijo y lo que hizo coinciden perfectamente: cuerpo entregado, sangre derramada, lavar los pies y amar hasta el fin. Ésa es la propuesta que Jesús hace a los que él elige y llama para ser discípulos suyos. El verdadero discípulo y discípula viven en profunda comunión y amistad con Jesucristo. Esta experiencia se hace misión. Él nos envía para que seamos misioneros de ese amor con nuestra palabra y con nuestros hechos.

La asamblea eucarística es una fiesta de la fraternidad, que nos pide tener un corazón abierto a todos y las manos siempre dispuestas a “lavar los pies”, y estar al servicio los unos de los otros. La auténtica fiesta, esa que llena de alegría y esperanza el corazón de los que la celebran, es sólo de aquellas comunidades, cuyos miembros viven todos al servicio de todos. Esto exige sacrificio y entrega de la propia vida a favor de los demás: de la familia, de la comunidad cristiana, del barrio, de la ciudad. No hay alternativa de humanidad en esto: o nos sacrificamos por los demás, o sacrificamos a los demás en los altares de nuestros egoísmos. Las consecuencias de una opción u otra son diametralmente opuestas: una es a favor de la vida digna y feliz, la otra abre la puerta al abismo y a la nada. Cristo, el Pan de Vida, nos invita hoy a optar por él, entrar en profunda comunión con él, para aprender de él el camino del servicio a los hermanos. Veamos dos consecuencias fundamentales de esto para nuestra vida cristiana.

La primera, es profundizar el valor de la Eucaristía. El Jueves Santo, con el recuerdo de la Última Cena del Señor, celebramos la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio. La Iglesia vive de la Eucaristía, el sacerdote vive de la Eucaristía, el fiel cristiano vive de la Eucaristía. Sin ella no hay otra fuente que pueda darnos fuerza para “amar hasta el fin”. Participar en la Santa Misa, escuchar su Palabra y entrar en comunión con él, nos une más íntimamente a su persona, nos ayuda a conocerlo más y a sentir la alegría de ser discípulos suyos. Por eso, es vital para nuestra vida cristiana y para nuestra misión, concurrir a Misa y participar activamente en ella. Los primeros cristianos, cuando fueron denunciados por ir a Misa, decían que “no podían vivir sin el Domingo”, es decir, no podían vivir sin ese gesto que celebra “el amor hasta el fin”.

La segunda consecuencia se desprende de la anterior. Al participar en la Eucaristía, nos damos cuenta que existimos para vivir en comunidad y no para andar divididos y enfrentados; que es propio de las personas cultivar la capacidad de sentarse a la mesa y compartir, superar diferencias e individualismos, buscar juntos la inclusión de todos, atender a los pobres y a los más débiles, como son los niños, los enfermos, los ancianos. Excluir a alguien de la mesa, ya se trate de una mesa familiar, de trabajo, o de diálogo en cualquier nivel, es un acto inhumano y, en consecuencia violento. Ir a Misa, donde, reconciliados, compartimos el Pan de Vida, y experimentamos profundamente la comunión con todos los hermanos y hermanas, nos tiene que llevar a ser misioneros de esa experiencia comunitaria. Esto nos obliga a esforzarnos diariamente en ser más fraternos y más dispuestos a servir a los demás y, al mismo tiempo, a ser ciudadanos más solidarios y responsables en nuestro trabajo, estudio, profesión, y en todo lo que atañe al servicio del bien común de la sociedad.

Pidamos a María, discípula y servidora fiel del Señor, que ella nos acerque más a su Hijo, abra nuestro corazón a su mensaje de amor, para que renovados por el encuentro con él y, siguiendo su ejemplo, estemos siempre dispuestos a servir a los demás hasta el fin. María de Itatí, ruega por nosotros.

Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes