Misa Crismal
Juan 13, 1-15

Autor: Mons. Andrés Stanovnik
 

Esta Misa, que el obispo celebra con su presbiterio, en la cual consagra el santo crisma y bendice los demás óleos, es como una manifestación de comunión de los presbíteros con el propio obispo[1]. En esta celebración, los presbíteros son testigos y cooperadores del obispo, de cuya sagrada función participan[2]. Quisiera destacar en estas dos frases tres cosas: santo crisma-óleos, comunión-cooperación, y sagrada función, es decir, la unción, la comunión y la misión.

 

Dejemos que la Palabra de Dios, recién proclamada, nos ilumine. La primea lectura presenta un texto del profeta Isaías sobre la unción y el envío. Ante todo, la unción es una radical experiencia de comunión. Nadie se unge a sí mismo. Fuimos ungidos, es decir consagrados, dedicados totalmente al Señor y a su Iglesia. No somos un salón multiuso que hoy sirve para una reunión y mañana para una fiesta. Como consagrados, nuestra principal tarea es consagrar, es decir, “intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (Hb 5, 1).

 

Cuando se unge a una persona, se la unge para la misión. No hay unción que no vaya unida a una acción inmediata. Por eso, el profeta, ungido por el Espíritu del Señor, es enviado a dar la Buena Noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros. Por su parte, el Evangelio nos presenta a Jesús, en la sinagoga de Nazareth, cuando se levanta para leer el pasaje que escuchamos en la primera lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia…”. En esta Misa, el santo crisma y los óleos nos recuerdan nuestra condición de ungidos del Señor. Como ungidos de Él, nuestro ministerio, o sagrada función, como dice el Concilio, consiste en ungir, es decir, en anunciar el Evangelio a los pobres, a los cautivos la libertad, a los ciegos la vista, a los oprimidos la libertad. Fuimos ungidos en el Espíritu Santo, para comunicar vida en Cristo, para derramar su gracia y misericordia, y para crecer en libertad y fraternidad.

 

El crisma y los óleos, que vamos a consagrar y bendecir en esta Misa, nos hablan de unción y de envío, de consagración y de tarea. Cuando fuimos ordenados sacerdotes, el instante previo a la imposición de las manos, el obispo oró pidiendo a Dios que derrame la bendición del Espíritu Santo sobre nosotros. Y luego, cuando nos ungieron las manos con el crisma, nos dijo: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te proteja para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio”. A partir de ese momento, el sacerdote, ungido del Señor, posee un trato íntimo con el Espíritu Santo. De allí que el sacerdote debe ser hombre de oración y de profunda vida espiritual. Es bueno que los fieles lo vean rezar en el templo, no sólo cuando debe presidir la Eucaristía y los sacramentos, sino también, cuando está sólo frente al Santísimo. La familiaridad con el Espíritu se cultiva en el trato asiduo con él y si no, esa familiaridad se pierde. Ese trato discipular con el Espíritu Santo, va modelando en el sacerdote un corazón cada vez más semejante al de Cristo Buen Pastor. Por esa unción, su misión es siempre para la vida, para la comunión y para el servicio.

 

Por al acción del Espíritu Santo, el ministerio sacerdotal, que brota del Orden Sagrado tiene una “radical forma comunitaria” y sólo puede ser desarrollado como una “tarea colectiva”[3]. Por eso, pierde sentido la vida y la acción de un sacerdote que se corta solo. Por esa familiaridad con el Espíritu y por su peculiar inserción en la fraternidad presbiteral, su vida y su acción se reflejan en un constante esfuerzo por crear unidad y comunión entre los fieles, y celebrarla en la Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana. Ésta es esa “sagrada función” de la que participa el presbítero como cooperador del obispo. Esta tarea, propia de la autoridad, empieza siempre “desde abajo” y el que la ejerce tiene que estar dispuesto a bajarse de toda conducta autoritaria. Debemos estar muy atentos a no caer en el caudillismo, un mal endémico que paraliza el entusiasmo por los emprendimientos comunitarios, que suponen trabajar en equipo, formular proyectos en común y superar individualismos[4]. Entre nosotros, ese mal tiende a filtrarse y adquiere su versión eclesiástica: se lo conoce como clericalismo. En ambos casos, se trata de graves desviaciones en el modo de ejercer la autoridad, que se presentan seductoras y funcionales. Su atracción consiste en apropiarse del poder y servirse de él para intereses propios, en lugar de hacerlo como servicio a los demás y en favor de la vida.

 

La verdadera autoridad es la que “hace crecer”, la que anima, levanta e integra. No la que impone y aplasta. Por eso, el que fue llamado a prestar este noble servicio, siempre deberá “bajar” y hacerse discípulo, ponerse a los pies del único Maestro, y aprender de él su estilo y su pedagogía, para reflejarlo en su ministerio con la caridad pastoral que experimentó junto a él. Este aprendizaje, que empezamos en el Seminario, no terminó con la ordenación sacerdotal, sino que continúa toda la vida.

 

Hace unos días, en reunión de Consejo Presbiteral, conversando con varios de ustedes, les pregunté cuáles consideraban que deberían ser los temas para la homilía de la Misa Crismal. Varios coincidían en proponer que nos haría bien si recordáramos juntos lo esencial de nuestro ministerio. Y lo esencial está en nuestra consagración, en lo que prometimos el día de nuestra ordenación, y que hoy renovaremos con nuestras promesas sacerdotales. Los invito a prepararnos para esa renovación, recordando las preguntas que nos va a formular el obispo y a las que responderemos con un “sí quiero”, convencido y confiado en la gracia de Dios.

Ante todo, se nos preguntará si estamos dispuestos a ser ejemplo de fidelidad a las exigencias que brotan de nuestro ser de personas consagradas, ungidas del Señor. En esta pregunta está lo esencial de nuestro sacerdocio: somos sacerdotes consagrados totalmente a Cristo y a su Iglesia, es decir, vivimos nuestra existencia y nuestra misión por él, con él y en él. Aquí se juega nuestra amistad incondicional y total a Cristo, Buen Pastor, y nuestro deseo de crecer en esa amistad como sus discípulos y misioneros.

 

Las dos preguntas que siguen nos sitúan en las dos tareas principales del sacerdote: el ministerio profético, que consiste en predicar la Palabra de Dios e iluminar con ella toda la vida; y la celebración de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, que nos da nueva vida, y por la que vivimos, nos movemos y existimos para gloria de Dios Padre. Las dos preguntas siguientes, nos invitan a identificarnos con Cristo, Buen Pastor, al punto de estar dispuestos a renunciar a nosotros mismos y dar la vida por los fieles, y a trabajar con fidelidad al servicio de la unidad, solidarizándonos con las necesidades profundas de los hombres.

 

Queridos presbíteros, un día fuimos ungidos para vivir como sacerdotes y ser felices desempeñando este hermoso ministerio. Hoy queremos renovar esa unción del Espíritu Santo, que selló nuestra amistad con Cristo y nos insertó  profundamente en la Iglesia, misterio de comunión y misión, como presbíteros-discípulos, cuya tarea está esencialmente marcada por la unción y por el servicio.

 

En Aparecida notamos que el pueblo de Dios siente necesidad de presbíteros-discípulos y misioneros: que tengan una profunda experiencia de Dios (…) porque sólo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una comunidad; que, movidos por la caridad pastoral, cuiden del rebaño a ellos confiado y busquen a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida, que están atentos a las necesidades de los más pobres (…) como también llenos de misericordia y disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación[5].

 

Fuimos ungidos por el Espíritu Santo para colaborar con la maravillosa obra de dar vida en Cristo a nuestro Pueblo fiel. Ponemos nuestra confianza en el poder de Dios y no nuestras fuerzas, ni en nuestros planes. Por eso, también recurrimos con amor tierno y filial a María, Madre de la Iglesia, la siempre Limpia y Pura Concepción de Itatí, y le pedimos que nos brinde fortaleza y esperanza en los momentos difíciles y nos aliente a ser fieles discípulos y ardorosos misioneros en nuestras comunidades.


[1] Cf. Misal Romano, Instrucción general, n. 157.

[2] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto sobre la vida y el ministerio de los Presbíteros, Presbyterorum Ordinis, n. 2.

[3] Pastores Dabo Vobis, n. 72.

[4] Navega mar adentro, n. 27.

[5] Aparecida, cf. nn.199 y 201

Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes