Domingo de Ramos
Mateo 26, 14-27, 66Autor: Mons. Andrés Stanovnik
Queridos hermanos y hermanas:
La clave para
entrar en el misterio de Dios y en el misterio del hombre es la cruz. Por
eso Jesús la abrazó por amor consciente y libremente. Porque “no hay amor
más grande que dar la vida” (Jn
15, 13), había dicho poco antes. Desde entonces, ese horrendo instrumento de
tortura, se convirtió en fuente de vida, de libertad y de amor para todos
aquellos que aceptan la invitación de Jesús a ser sus discípulos y
discípulas: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que
cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc
9, 23).
El Domingo de Ramos es
la puerta por la que entramos a la Semana Mayor del Año. En estos días
recordaremos los grandes pasos que dio Jesús para salvarnos, queremos
seguirlo muy de cerca y así entrar con él en la plenitud del amor y de la
vida, que brota de la cruz abrazada por él.
Este domingo
recordamos cuando Jesús entró triunfalmente a Jerusalén. Aquella fue una
entrada triunfal atípica: un rey que cabalga sobre un burro aclamado por la
multitud. Aquello presagiaba una tormenta, porque unos días antes, en medio
de una discusión sobre quién debía ser considerado el más grande, Jesús dijo
“el que es más grande que se comporte como el menor, el que gobierna como un
servidor” (Lc
22, 26). En el trasfondo de esas palabras, aparentemente contradictorias, va
emergiendo el signo de la cruz. De hecho, esa atípica entrada triunfal de
Jesús, no termina en un pedestal de éxitos, fama y aplausos, sino que pronto
se convierte en camino de pasión y muerte en cruz.
Esa entrada inusual
nos produce un doble impacto: por una parte la exaltación y la alegría que
sentimos por conocer y creer en Jesucristo, y por eso, como sus
contemporáneos, también nosotros lo aclamamos hoy con ramos de olivo y con
palmas, dando testimonio público de nuestra fe en él. Sin embargo, por otra
parte, su modo atípico de presentarse nos deja pensando, porque se presenta
muy diferente de lo que podríamos imaginarnos. Nos deja pensativos y en
silencio, porque luego de su triunfal entrada en la ciudad de Jerusalén,
viene el jueves de la Cena del Señor, cuando alrededor de una mesa con sus
discípulos les anticipa que su cuerpo será entregado y su sangre derramada;
enseguida sobreviene el viernes de la pasión con su crucifixión y muerte; y
a continuación, el silencio del sábado. Otra vez, en el trasfondo de ese
atípico triunfo, se va dibujando cada vez más nítidamente el misterio de la
cruz del Salvador.
Nuestra fe y nuestra
esperanza no mueren en el silencio del sábado santo. Nosotros creemos
firmemente que Jesús resucitó y está vivo en medio de nosotros. Pero, al
mismo tiempo, sabemos que su resurrección fue precedida por esa inusual
entrada a Jerusalén que lo condujo, por el camino de la cruz, hacia la
Pascua. Por eso, después que levantábamos con emoción nuestros ramos y
dábamos testimonio público de Jesús, escuchamos sobrecogidos el relato de la
pasión del Señor. La alegría por el triunfo de Jesús se nos mezcla ahora con
la tristeza de su pasión y muerte. Esto nos lleva a pensar seriamente sobre
nuestra fe.
Nuestra fe cristiana
se apoya en el signo de la cruz de Jesucristo, signo de muerte y de vida, de
muerte al pecado en todas sus formas, y signo de vida que se expresa en el
servicio al prójimo, en el diálogo familiar y social, en la honestidad
personal, en la equidad y la justicia, en el perdón, en la reconciliación.
Jesús nos enseña que el milagro de la cruz se produce cuando la abrazamos
como él y con él; la cruz abrazada se convierte en fuente de vida digna y
plena, que humaniza la convivencia entre las personas, e impulsa el progreso
tanto espiritual como material de la sociedad.
El milagro de la
cruz nos advierte del peligro que se esconde en una vida sin Dios y del
grave riesgo que corre una sociedad que olvida los valores trascendentes. La
Cruz de los Milagros, que está en las raíces de nuestra fe, nos recuerda que
las personas y las comunidades se renuevan al pie de la cruz de Jesús. Allí
nace una nueva sociedad, purificada de la violencia, dignificada por el
perdón y fortalecida en la esperanza.
“La Pascua ya
se vive, pero en los comercios”, leíamos en un diario de ayer. Estemos
atentos a no convertir la Semana Santa en la semana que más consumimos o en
una semana de “minivacaciones”. Estos días son una gran oportunidad para
atender lo que en la agitada vida diaria no cuidamos suficientemente: el
encuentro con Jesús y la oración personal, que den mayor profundidad a
nuestras vidas; participar en las celebraciones principales de la Semana
Santa; pensar en la coherencia interna de mi fe y en las consecuencias que
ello debe tener en el compromiso externo; darnos tiempo para construir la
paz interior dando pasos de acercamiento, perdón y reconciliación con los
que nos han ofendido; acordarnos de los pobres, de los que están solos,
muchos de ellos ancianos y enfermos. Dios quiera que entre nosotros podamos
convertir aquel título del diario y exclamar: “La Pascua ya se vive, porque
vivir en amistad con Jesús, abrazar con él la cruz de la vida, nos da algo
mucho más grande que sólo consumir y divertirse”.
María de Itatí, que
estuvo de pie junto a la cruz de su Hijo, esté también hoy con nosotros, nos
enseñe a abrazarla y a convertirla en milagro de vida, de libertad y de
amor.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes