Domingo de Resurrección
Juan 20, 1-9Autor: Mons. Andrés Stanovnik
Nuestra fe
cristiana se apoya en la resurrección de Jesús, el Hijo de María, verdadero
Dios y verdadero hombre. Si se quitara esta base todo el edificio de la fe
se viene abajo como un castillo de naipes. San Pablo afirma que si Cristo no
resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe (cf.
1Cor 15, 14). Por eso,
la resurrección de Jesucristo es la piedra fundamental sobre la que se
construye nuestra fe. Somos cristianos porque creemos en la resurrección de
Jesucristo. Esta fe nos lleva a creer también en la “resurrección de la
carne”, como lo profesamos en el Credo. Es decir, creemos en la resurrección
del hombre todo entero, no sólo de su espíritu, sino también de su cuerpo.
Por eso, los cristianos somos hombres y mujeres de esperanza, de la
esperanza grande, porque gracias a Jesucristo resucitado y vivo en medio de
nosotros, podemos saborear las maravillas del mundo futuro (Hb
6, 5).
¿En qué nos apoyamos
para decir esto? En la palabra de Dios, en los primeros testigos de la
resurrección que fueron las mujeres y después muchos otros testigos, en la
tradición de la Iglesia, que cree y celebra la resurrección de Jesús a lo
largo de los siglos; y, finalmente, en la experiencia personal del encuentro
con Jesucristo vivo, que nos elige y llama a vivir en amistad con él. Por
eso, la resurrección de Jesucristo es un acontecimiento histórico y al mismo
tiempo trascendente.
Ésta es nuestra
gran esperanza. Por eso, junto con el apóstol Pedro, uno de los testigos
cualificados de la resurrección de Jesús, también nosotros confesamos
nuestra fe: “Tus palabras dan Vida eterna” (Jn
6, 68); “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt
16, 16). El Papa Benedicto XVI nos dijo en Aparecida que “El discípulo sabe
que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”.
En la carta
encíclica, Spe salvi
(salvados en esperanza), el Santo Padre hace la siguiente reflexión: “es
verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el
fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida
(cf. Ef 2, 12).
La verdadera, la gran esperanza del hombre, que resiste a pesar de todas las
desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue
amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf.
Jn 13, 1; 19, 30). Quien ha sido tocado por el
amor empieza a intuir lo que sería propiamente «vida» (…) Y la vida entera
es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con
Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos
en la vida. Entonces «vivimos»” (n. 27).
Si nos empeñamos en
construir una sociedad sin Dios, ponemos en grave riesgo la integridad de la
comunidad humana. Sin Dios, lo que queda es el hombre solo, convertido en
dios de sí mismo y de los demás, dueño absoluto del bien y del mal. La fe y
la razón nos dicen que si a una persona, hecha a imagen y semejanza de Dios,
le quitan esa relación, que es vital para ella, la convierten en un ser
aislado e inseguro, que fácilmente se transforma también en un ser violento
y destructor.
Una sociedad, que no
cultiva los grandes valores que dan sentido trascendente a la vida de los
ciudadanos, y fortalecen sus responsabilidades y conductas, para construir
una convivencia pacífica, mediante el diálogo social y con acuerdos
razonables y éticos entre los diversos actores sociales, esa sociedad
termina cayendo casi siempre en una desconfianza de todos contra todos. Así
se achican los horizontes y los grandes temas se reducen a pequeños
intereses, en los que se gastan los mejores esfuerzos. Únicamente aquella
esperanza grande, que nos contenga a todos, y que al mismo tiempo nos
trascienda, puede darle a la comunidad un nuevo impulso para desarrollar lo
mejor de su potencial humano.
El tamaño de esa
esperanza no se fabrica, no es el resultado matemático de nuestros
esfuerzos, es, ante todo, un don de Dios. Jorge Luis Borges, en una genial
intuición, que podemos leer en una de sus primeras obras: “El tamaño de mi
esperanza”, exclamó: “¡Bendita
seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de
Dios!”. Es una frase genial, que probablemente lo ha superado a él mismo.
Dios nos llama a la vida, nos crea a su imagen y semejanza, se hace para
nosotros “Camino, Verdad y Vida” en Jesús, y nos invita a ser sus
discípulos, para aprender con él “a hacer palotes de esperanza”, es decir, a
aprender a construir con él nuestra historia, hasta el final de los tiempos,
cuanto toda la creación estalle en plenitud de vida y de amor. Éste es el
tamaño de nuestra esperanza.
El Papa, en la
carta que mencionamos antes, nos recuerda que “el
Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber,
sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura
del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza
vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (SS,
2).
Por eso, celebrar la
Pascua cristiana, es mucho más que sólo recordar los hechos pasados, es
celebrar la memoria viva de la resurrección de Jesús y en ella y por ella,
también la nuestra. No “jibaricemos” nuestras grandes fiestas, es decir, no
las deformemos ni reduzcamos a cosas externas. Cada fiesta cristiana es una
oportunidad para profundizar nuestras convicciones y renovarnos para vivir
con mayor entusiasmo los misterios de nuestra fe. Este tesoro espiritual no
se hereda como se hereda un terreno, o un rasgo característico de familia,
sino que exige siempre un ejercicio responsable de nuestra libertad.
Invito a todos los
fieles de nuestra Arquidiócesis, hombres y mujeres, niños y jóvenes, pobres
y ricos, sanos y enfermos, a los que están cerca y a los que están lejos, a
vivir con alegría y en esperanza el misterio más grande de nuestra fe:
¡Cristo resucitó! Nuestra vida tiene sentido, porque el amor de Dios está
vivo en medio de nosotros. Dejemos que María de Itatí nos lleve a los pies
de la cruz de Jesús, nos haga sentir el milagro de su amor, y nos haga
misioneros de ese amor en nuestra vida diaria.
A toda la feligresía, en particular a todos los que creen en Cristo, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, les deseo de corazón santas y muy felices Pascuas de Resurrección.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes