El espíritu de las Bienaventuranzas

Los elegidos de Dios

Autor: Ángel Gutiérrez Sanz

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Jesús en el Sermón de la Montaña va a tener palabras de complacencia para los que tienen un puesto reservado en el corazón de Dios. ¿Quiénes son ellos?....Son los humildes y mansos, los de intenciones puras y corazón limpio de donde brotan afectuosos sentimientos; los que están poseídos por el amor de Dios y de los hombres; los que han hecho de este Amor la razón de su vida. A este tipo de personas se les reconoce nada más tratar con ellos, porque dejan un sabor de dulzura, de paz y de calma interior por donde quiera que van. Así deben ser los seguidores de Cristo: humildes, mansos, misericordiosos, de sentimientos puros y nobles; los que siempre perdonan; los que disfrutan haciendo el bien a los demás; los que van presentando la otra mejilla; los que aguantan pacientemente a quien se acerca a descargar sus penas. Ellos en su paz interior son bienaventurados y hacen felices también a quienes les tratan. Los mansos, los misericordiosos y pacíficos son también los humildes. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la humildad ha ido asociada a la mansedumbre, lo cual ha inducido a muchos exégetas a considerarlos como términos sinónimos. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, nos dice Jesús. “Humildad para con Dios, gran dulzura para con el prójimo” nos dice San Francisco de Sales, el Gran Doctor del Amor. . Los grandes maestros del espíritu se muestran de acuerdo en que la humildad es el fundamento del progreso espiritual, en que ella es la base de la vida cristiana. Santa Teresa decía que “humildad es andar en verdad”. Bien mirado no es otra cosa que el reconocimiento de nuestra condición de indigentes, que nos lleva a apoyarnos en Dios, porque somos conscientes de que lo que necesitamos es de su misericordia, por eso dice San Pablo: “Me complaceré en mis flaquezas, porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Comenzamos a ser fuertes cuando nos damos cuenta que el auxilio nos viene del Señor. La humildad no es una virtud que se desarrolle a base de hablar mucho sobre ella y diciendo lo importante que es en la vida espiritual, sino aprendiendo a soportar las humillaciones, desprecios y las desconsideraciones que sufrimos. Aprendemos a ser humildes constatando nuestros fallos, defectos y limitaciones; aceptando nuestra fragilidad e impotencia; reconociendo nuestras miserias y en la medida que vamos creciendo en humildad se va robusteciendo también nuestro amor a Dios. La humildad va haciendo que nos despojemos de nuestro amor propio para perdernos en el amor a los demás y en el amor a Dios. El problema de la vida del cristiano no es tratar de comprender a Dios, por otra parte algo imposible, sino de amarle, haciendo de Él la recompensa y el gozo de nuestro corazón. Mansos, misericordiosos, pacientes, los de corazón limpio y sentimientos puros y nobles, son los que están poseídos por la caridad, que San Pablo ha sabido precisar con tanto acierto. Los mansos y misericordiosos son los que piensan en los demás. No quieren la felicidad en solitario; quieren compartirla con los otros. En las Bienaventuranzas está latente el mensaje de que todos los hombres deben ser uno en el Amor; de que deben olvidarse del “yo” y pensar en el “tú”. “Llamé a las puertas del Bienamado, ¿quién es? Me preguntó. Soy yo, le dije. Aquí no hay lugar para dos, replicó. Me retiré al desierto, me llené de amor y volví. ¿Quién es? Soy Tú, le dije. Y me abrió”. Estas hermosas palabras de un poema anónimo nos lo dicen todo Un lugar privilegiado del corazón de Dios lo ocupan también los que sufren. “Bienaventurados los que lloran porque ellos reirán”. Jesús promete su consuelo a los que tienen el corazón partido por el dolor y el sufrimiento. Cuántos motivos de esperanza tiene ya los que humanamente viven desesperados. Cuando nacemos no sabemos cuáles van a ser las causas de nuestros sufrimientos, pero sabemos seguro que el sufrir va a ir asociado a nuestra vida. El hombre es sufrimiento, de ello podemos estar seguros. La vida nos golpea en los momentos más inesperados. Pérdidas irreparables, traiciones de quienes creíamos más fieles, sufrimientos físicos, psíquicos, miedos, enfermedades; la lista sería larga. El dolor en nuestra vida es una realidad con la que hay que contar de antemano y si el hombre no llega a encontrarle algún sentido todo lo que es triunfo se convertirá en fracaso. Lo más terrible del dolor no es el sufrimiento en sí, es pensar que no sirve para nada, que no tiene sentido. ¿Qué sabe el que no sabe sufrir? Se pregunta San Juan de la Cruz. Los latigazos que a veces nos propina la vida, ya pueden soportarse con eterna esperanza después de haber escuchado al Jesús de las Bienaventurnzas. Por eso los Santos en la locura de la Cruz encontraron un gozo inefable, que el espíritu mundano nunca podrá comprender. Para los Santos, como es el caso de Santa Teresita y de tantos otros, llega el momento en el que padecer es dulce. La Cruz se les hace dulce, no por ser Cruz, sino por poderla compartir con Cristo. Donde hay amor no hay dolor. Esta es la clave que nos permite comprender en todo su significado las palabras de Teresa de Jesús cuando decía “o padecer o morir”. El cristiano puede encontrar sentido a su dolor pensando , no sólo que sufriendo está cumpliendo la voluntad de Dios, sino que está siendo incluso especialmente favorecido por Él. La mística del gozo cristiano va íntimamente unida a la mística del sufrimiento. “El que no toma su cruz y me sigue, dice Jesús, no puede ser mi discípulo”. Todos los que antes de saber andar hemos aprendido a besar los pies de Cristo clavado en una cruz , nos es fácil comprender que tener vocación de cristiano es tener vocación de crucificado. Un cristianismo sin cruz, al que se le despoja de todo sufrimiento y se le deja sólo con lo festivo y lo triunfal, es cuando menos sospechoso, aunque resulte atractivo a las gentes. El dolor de que hablamos no es la expresión de un dolorismo fatalista y desesperado, que valora el dolor por el dolor, sino de un dolor que se fecunda en un suelo de esperanzas. “De ti aprendimos, Divino Maestro de dolor, dolores que surten esperanzas”, dice Unamuno. Los cristianos sabemos también que el dolor purifica, que acrisola, que curte. El sufrir pasa, pero el haber sufrido permanece, dejándonos un poso de madurez humana y cristiana. Por las experiencias de los Santos comprendemos cómo la elevación espiritual a la que llegan difícilmente pudieran haberla alcanzado sin haber pasado por crisis terribles de sufrimientos. Incluso los que no somos santos tendremos que reconocer que es el dolor el que despierta nuestras conciencias dormidas y que ha sido la Teología de la Cruz la que nos ha puesto en el camino de la salud del alma. Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce, piensa que estás siendo ya bienaventurado en la Tierra. Cuando te parece grave el padecer y no te es grato el sufrir por Cristo, piensa que es mucho todavía el camino que te falta por recorrer. Al sufrimiento cristiano se le encuentra sentido también ofreciéndole como oblación por los demás. La compasión con Cristo es también compasión con los hermanos. El dolor de los inocentes, humanamente injusto, humanamente absurdo, adquiere una nueva perspectiva cuando contemplamos a Cristo inocente padeciendo para redimir al mundo. En el rostro de todos los que sin culpa sufren por causa de los demás podemos ver el rostro de Cristo doliente que nos dice que el sufrimiento de los inocentes es el que salva al mundo. Como réplica a los ateos que dicen que puesto que hay dolor y sufrimiento en el mundo no es posible que exista un Dios bueno, los cristianos decimos que la imagen de un Dios crucificado es la prueba de que el sufrimiento tiene un sentido sobrehumano. Los cristianos tenemos ya una respuesta a la pregunta ¿por qué existe el sufrimiento en el mundo? Y además sabemos también cómo debemos sufrir. Sabemos que debemos hacerlo con gozosa y resignada serenidad, no por la complacencia morbosa del masoquista, sino con la resignada aceptación de quien se abandona en lo largos y amorosos brazos de Dios, nuestro Padre. No se trata de hacer de la vida cristiana una vida de sufrimientos y convertir los dolores en fetiches, hasta llegar a pensar que lo que más vale es lo que más nos molesta y mortifica, porque ello no es así. No es la dificultad, sino la caridad la que da el valor a nuestras acciones, de modo que si la caridad fuera tan completa, como dice Santo Tomás, que suprimiese todas las dificultades, entonces nuestras acciones serían más meritorias. Aún con todo a lo que el cristiano está llamado no es a la tristeza sino a la alegría y si son bienaventurados los que lloran es porque un día reirán. Cuesta trabajo aceptar que el Reino de los bienaventurados sea de los pobres, de los perseguidos, de los humildes, de los que sufren. Es la lógica de Dios contrapuesta a la lógica de los hombres. Pero así es. Las palabras de Cristo son tan claras que no se prestan a ninguna interpretación. Son a la vez tan sublimes que nos ponen por encima de nuestra condición humana. Pero no es cuestión sólo de entender el mensaje que a través de ellas Jesús nos quiere transmitir, es cuestión de hacerlas realidad en nosotros, de llevarlas a la práctica en nuestra vida de cristianos. Las Bienaventuranzas es un mensaje sublime para todos los cristianos un acicate permanente. Son las exigencias del Reino, también para nosotros los laicos que estamos en el mundo, venciendo mil dificultades para poder vivirlas en plenitud. Angel GUTIÉRREZ SANZ EL ESPÍRITU DE LAS BIENAVENTURANZAS ( y reflexión tercera ) LOS ELEGIDOS DE DIOS. Jesús en el Sermón de la Montaña va a tener palabras de complacencia para los que tienen un puesto reservado en el corazón de Dios. ¿Quiénes son ellos?....Son los humildes y mansos, los de intenciones puras y corazón limpio de donde brotan afectuosos sentimientos; los que están poseídos por el amor de Dios y de los hombres; los que han hecho de este Amor la razón de su vida. A este tipo de personas se les reconoce nada más tratar con ellos, porque dejan un sabor de dulzura, de paz y de calma interior por donde quiera que van. Así deben ser los seguidores de Cristo: humildes, mansos, misericordiosos, de sentimientos puros y nobles; los que siempre perdonan; los que disfrutan haciendo el bien a los demás; los que van presentando la otra mejilla; los que aguantan pacientemente a quien se acerca a descargar sus penas. Ellos en su paz interior son bienaventurados y hacen felices también a quienes les tratan. Los mansos, los misericordiosos y pacíficos son también los humildes. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la humildad ha ido asociada a la mansedumbre, lo cual ha inducido a muchos exégetas a considerarlos como términos sinónimos. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, nos dice Jesús. “Humildad para con Dios, gran dulzura para con el prójimo” nos dice San Francisco de Sales, el Gran Doctor del Amor. . Los grandes maestros del espíritu se muestran de acuerdo en que la humildad es el fundamento del progreso espiritual, en que ella es la base de la vida cristiana. Santa Teresa decía que “humildad es andar en verdad”. Bien mirado no es otra cosa que el reconocimiento de nuestra condición de indigentes, que nos lleva a apoyarnos en Dios, porque somos conscientes de que lo que necesitamos es de su misericordia, por eso dice San Pablo: “Me complaceré en mis flaquezas, porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Comenzamos a ser fuertes cuando nos damos cuenta que el auxilio nos viene del Señor. La humildad no es una virtud que se desarrolle a base de hablar mucho sobre ella y diciendo lo importante que es en la vida espiritual, sino aprendiendo a soportar las humillaciones, desprecios y las desconsideraciones que sufrimos. Aprendemos a ser humildes constatando nuestros fallos, defectos y limitaciones; aceptando nuestra fragilidad e impotencia; reconociendo nuestras miserias y en la medida que vamos creciendo en humildad se va robusteciendo también nuestro amor a Dios. La humildad va haciendo que nos despojemos de nuestro amor propio para perdernos en el amor a los demás y en el amor a Dios. El problema de la vida del cristiano no es tratar de comprender a Dios, por otra parte algo imposible, sino de amarle, haciendo de Él la recompensa y el gozo de nuestro corazón. Mansos, misericordiosos, pacientes, los de corazón limpio y sentimientos puros y nobles, son los que están poseídos por la caridad, que San Pablo ha sabido precisar con tanto acierto. Los mansos y misericordiosos son los que piensan en los demás. No quieren la felicidad en solitario; quieren compartirla con los otros. En las Bienaventuranzas está latente el mensaje de que todos los hombres deben ser uno en el Amor; de que deben olvidarse del “yo” y pensar en el “tú”. “Llamé a las puertas del Bienamado, ¿quién es? Me preguntó. Soy yo, le dije. Aquí no hay lugar para dos, replicó. Me retiré al desierto, me llené de amor y volví. ¿Quién es? Soy Tú, le dije. Y me abrió”. Estas hermosas palabras de un poema anónimo nos lo dicen todo Un lugar privilegiado del corazón de Dios lo ocupan también los que sufren. “Bienaventurados los que lloran porque ellos reirán”. Jesús promete su consuelo a los que tienen el corazón partido por el dolor y el sufrimiento. Cuántos motivos de esperanza tiene ya los que humanamente viven desesperados. Cuando nacemos no sabemos cuáles van a ser las causas de nuestros sufrimientos, pero sabemos seguro que el sufrir va a ir asociado a nuestra vida. El hombre es sufrimiento, de ello podemos estar seguros. La vida nos golpea en los momentos más inesperados. Pérdidas irreparables, traiciones de quienes creíamos más fieles, sufrimientos físicos, psíquicos, miedos, enfermedades; la lista sería larga. El dolor en nuestra vida es una realidad con la que hay que contar de antemano y si el hombre no llega a encontrarle algún sentido todo lo que es triunfo se convertirá en fracaso. Lo más terrible del dolor no es el sufrimiento en sí, es pensar que no sirve para nada, que no tiene sentido. ¿Qué sabe el que no sabe sufrir? Se pregunta San Juan de la Cruz. Los latigazos que a veces nos propina la vida, ya pueden soportarse con eterna esperanza después de haber escuchado al Jesús de las Bienaventurnzas. Por eso los Santos en la locura de la Cruz encontraron un gozo inefable, que el espíritu mundano nunca podrá comprender. Para los Santos, como es el caso de Santa Teresita y de tantos otros, llega el momento en el que padecer es dulce. La Cruz se les hace dulce, no por ser Cruz, sino por poderla compartir con Cristo. Donde hay amor no hay dolor. Esta es la clave que nos permite comprender en todo su significado las palabras de Teresa de Jesús cuando decía “o padecer o morir”. El cristiano puede encontrar sentido a su dolor pensando , no sólo que sufriendo está cumpliendo la voluntad de Dios, sino que está siendo incluso especialmente favorecido por Él. La mística del gozo cristiano va íntimamente unida a la mística del sufrimiento. “El que no toma su cruz y me sigue, dice Jesús, no puede ser mi discípulo”. Todos los que antes de saber andar hemos aprendido a besar los pies de Cristo clavado en una cruz , nos es fácil comprender que tener vocación de cristiano es tener vocación de crucificado. Un cristianismo sin cruz, al que se le despoja de todo sufrimiento y se le deja sólo con lo festivo y lo triunfal, es cuando menos sospechoso, aunque resulte atractivo a las gentes. El dolor de que hablamos no es la expresión de un dolorismo fatalista y desesperado, que valora el dolor por el dolor, sino de un dolor que se fecunda en un suelo de esperanzas. “De ti aprendimos, Divino Maestro de dolor, dolores que surten esperanzas”, dice Unamuno. Los cristianos sabemos también que el dolor purifica, que acrisola, que curte. El sufrir pasa, pero el haber sufrido permanece, dejándonos un poso de madurez humana y cristiana. Por las experiencias de los Santos comprendemos cómo la elevación espiritual a la que llegan difícilmente pudieran haberla alcanzado sin haber pasado por crisis terribles de sufrimientos. Incluso los que no somos santos tendremos que reconocer que es el dolor el que despierta nuestras conciencias dormidas y que ha sido la Teología de la Cruz la que nos ha puesto en el camino de la salud del alma. Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce, piensa que estás siendo ya bienaventurado en la Tierra. Cuando te parece grave el padecer y no te es grato el sufrir por Cristo, piensa que es mucho todavía el camino que te falta por recorrer. Al sufrimiento cristiano se le encuentra sentido también ofreciéndole como oblación por los demás. La compasión con Cristo es también compasión con los hermanos. El dolor de los inocentes, humanamente injusto, humanamente absurdo, adquiere una nueva perspectiva cuando contemplamos a Cristo inocente padeciendo para redimir al mundo. En el rostro de todos los que sin culpa sufren por causa de los demás podemos ver el rostro de Cristo doliente que nos dice que el sufrimiento de los inocentes es el que salva al mundo. Como réplica a los ateos que dicen que puesto que hay dolor y sufrimiento en el mundo no es posible que exista un Dios bueno, los cristianos decimos que la imagen de un Dios crucificado es la prueba de que el sufrimiento tiene un sentido sobrehumano. Los cristianos tenemos ya una respuesta a la pregunta ¿por qué existe el sufrimiento en el mundo? Y además sabemos también cómo debemos sufrir. Sabemos que debemos hacerlo con gozosa y resignada serenidad, no por la complacencia morbosa del masoquista, sino con la resignada aceptación de quien se abandona en lo largos y amorosos brazos de Dios, nuestro Padre. No se trata de hacer de la vida cristiana una vida de sufrimientos y convertir los dolores en fetiches, hasta llegar a pensar que lo que más vale es lo que más nos molesta y mortifica, porque ello no es así. No es la dificultad, sino la caridad la que da el valor a nuestras acciones, de modo que si la caridad fuera tan completa, como dice Santo Tomás, que suprimiese todas las dificultades, entonces nuestras acciones serían más meritorias. Aún con todo a lo que el cristiano está llamado no es a la tristeza sino a la alegría y si son bienaventurados los que lloran es porque un día reirán. Cuesta trabajo aceptar que el Reino de los bienaventurados sea de los pobres, de los perseguidos, de los humildes, de los que sufren. Es la lógica de Dios contrapuesta a la lógica de los hombres. Pero así es. Las palabras de Cristo son tan claras que no se prestan a ninguna interpretación. Son a la vez tan sublimes que nos ponen por encima de nuestra condición humana. Pero no es cuestión sólo de entender el mensaje que a través de ellas Jesús nos quiere transmitir, es cuestión de hacerlas realidad en nosotros, de llevarlas a la práctica en nuestra vida de cristianos. Las Bienaventuranzas es un mensaje sublime para todos los cristianos un acicate permanente. Son las exigencias del Reino, también para nosotros los laicos que estamos en el mundo, venciendo mil dificultades para poder vivirlas en plenitud. Angel GUTIÉRREZ SANZ EL ESPÍRITU DE LAS BIENAVENTURANZAS ( y reflexión tercera ) LOS ELEGIDOS DE DIOS. Jesús en el Sermón de la Montaña va a tener palabras de complacencia para los que tienen un puesto reservado en el corazón de Dios. ¿Quiénes son ellos?....Son los humildes y mansos, los de intenciones puras y corazón limpio de donde brotan afectuosos sentimientos; los que están poseídos por el amor de Dios y de los hombres; los que han hecho de este Amor la razón de su vida. A este tipo de personas se les reconoce nada más tratar con ellos, porque dejan un sabor de dulzura, de paz y de calma interior por donde quiera que van. Así deben ser los seguidores de Cristo: humildes, mansos, misericordiosos, de sentimientos puros y nobles; los que siempre perdonan; los que disfrutan haciendo el bien a los demás; los que van presentando la otra mejilla; los que aguantan pacientemente a quien se acerca a descargar sus penas. Ellos en su paz interior son bienaventurados y hacen felices también a quienes les tratan. Los mansos, los misericordiosos y pacíficos son también los humildes. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la humildad ha ido asociada a la mansedumbre, lo cual ha inducido a muchos exégetas a considerarlos como términos sinónimos. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, nos dice Jesús. “Humildad para con Dios, gran dulzura para con el prójimo” nos dice San Francisco de Sales, el Gran Doctor del Amor. . Los grandes maestros del espíritu se muestran de acuerdo en que la humildad es el fundamento del progreso espiritual, en que ella es la base de la vida cristiana. Santa Teresa decía que “humildad es andar en verdad”. Bien mirado no es otra cosa que el reconocimiento de nuestra condición de indigentes, que nos lleva a apoyarnos en Dios, porque somos conscientes de que lo que necesitamos es de su misericordia, por eso dice San Pablo: “Me complaceré en mis flaquezas, porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Comenzamos a ser fuertes cuando nos damos cuenta que el auxilio nos viene del Señor. La humildad no es una virtud que se desarrolle a base de hablar mucho sobre ella y diciendo lo importante que es en la vida espiritual, sino aprendiendo a soportar las humillaciones, desprecios y las desconsideraciones que sufrimos. Aprendemos a ser humildes constatando nuestros fallos, defectos y limitaciones; aceptando nuestra fragilidad e impotencia; reconociendo nuestras miserias y en la medida que vamos creciendo en humildad se va robusteciendo también nuestro amor a Dios. La humildad va haciendo que nos despojemos de nuestro amor propio para perdernos en el amor a los demás y en el amor a Dios. El problema de la vida del cristiano no es tratar de comprender a Dios, por otra parte algo imposible, sino de amarle, haciendo de Él la recompensa y el gozo de nuestro corazón. Mansos, misericordiosos, pacientes, los de corazón limpio y sentimientos puros y nobles, son los que están poseídos por la caridad, que San Pablo ha sabido precisar con tanto acierto. Los mansos y misericordiosos son los que piensan en los demás. No quieren la felicidad en solitario; quieren compartirla con los otros. En las Bienaventuranzas está latente el mensaje de que todos los hombres deben ser uno en el Amor; de que deben olvidarse del “yo” y pensar en el “tú”. “Llamé a las puertas del Bienamado, ¿quién es? Me preguntó. Soy yo, le dije. Aquí no hay lugar para dos, replicó. Me retiré al desierto, me llené de amor y volví. ¿Quién es? Soy Tú, le dije. Y me abrió”. Estas hermosas palabras de un poema anónimo nos lo dicen todo Un lugar privilegiado del corazón de Dios lo ocupan también los que sufren. “Bienaventurados los que lloran porque ellos reirán”. Jesús promete su consuelo a los que tienen el corazón partido por el dolor y el sufrimiento. Cuántos motivos de esperanza tiene ya los que humanamente viven desesperados. Cuando nacemos no sabemos cuáles van a ser las causas de nuestros sufrimientos, pero sabemos seguro que el sufrir va a ir asociado a nuestra vida. El hombre es sufrimiento, de ello podemos estar seguros. La vida nos golpea en los momentos más inesperados. Pérdidas irreparables, traiciones de quienes creíamos más fieles, sufrimientos físicos, psíquicos, miedos, enfermedades; la lista sería larga. El dolor en nuestra vida es una realidad con la que hay que contar de antemano y si el hombre no llega a encontrarle algún sentido todo lo que es triunfo se convertirá en fracaso. Lo más terrible del dolor no es el sufrimiento en sí, es pensar que no sirve para nada, que no tiene sentido. ¿Qué sabe el que no sabe sufrir? Se pregunta San Juan de la Cruz. Los latigazos que a veces nos propina la vida, ya pueden soportarse con eterna esperanza después de haber escuchado al Jesús de las Bienaventurnzas. Por eso los Santos en la locura de la Cruz encontraron un gozo inefable, que el espíritu mundano nunca podrá comprender. Para los Santos, como es el caso de Santa Teresita y de tantos otros, llega el momento en el que padecer es dulce. La Cruz se les hace dulce, no por ser Cruz, sino por poderla compartir con Cristo. Donde hay amor no hay dolor. Esta es la clave que nos permite comprender en todo su significado las palabras de Teresa de Jesús cuando decía “o padecer o morir”. El cristiano puede encontrar sentido a su dolor pensando , no sólo que sufriendo está cumpliendo la voluntad de Dios, sino que está siendo incluso especialmente favorecido por Él. La mística del gozo cristiano va íntimamente unida a la mística del sufrimiento. “El que no toma su cruz y me sigue, dice Jesús, no puede ser mi discípulo”. Todos los que antes de saber andar hemos aprendido a besar los pies de Cristo clavado en una cruz , nos es fácil comprender que tener vocación de cristiano es tener vocación de crucificado. Un cristianismo sin cruz, al que se le despoja de todo sufrimiento y se le deja sólo con lo festivo y lo triunfal, es cuando menos sospechoso, aunque resulte atractivo a las gentes. El dolor de que hablamos no es la expresión de un dolorismo fatalista y desesperado, que valora el dolor por el dolor, sino de un dolor que se fecunda en un suelo de esperanzas. “De ti aprendimos, Divino Maestro de dolor, dolores que surten esperanzas”, dice Unamuno. Los cristianos sabemos también que el dolor purifica, que acrisola, que curte. El sufrir pasa, pero el haber sufrido permanece, dejándonos un poso de madurez humana y cristiana. Por las experiencias de los Santos comprendemos cómo la elevación espiritual a la que llegan difícilmente pudieran haberla alcanzado sin haber pasado por crisis terribles de sufrimientos. Incluso los que no somos santos tendremos que reconocer que es el dolor el que despierta nuestras conciencias dormidas y que ha sido la Teología de la Cruz la que nos ha puesto en el camino de la salud del alma. Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce, piensa que estás siendo ya bienaventurado en la Tierra. Cuando te parece grave el padecer y no te es grato el sufrir por Cristo, piensa que es mucho todavía el camino que te falta por recorrer. Al sufrimiento cristiano se le encuentra sentido también ofreciéndole como oblación por los demás. La compasión con Cristo es también compasión con los hermanos. El dolor de los inocentes, humanamente injusto, humanamente absurdo, adquiere una nueva perspectiva cuando contemplamos a Cristo inocente padeciendo para redimir al mundo. En el rostro de todos los que sin culpa sufren por causa de los demás podemos ver el rostro de Cristo doliente que nos dice que el sufrimiento de los inocentes es el que salva al mundo. Como réplica a los ateos que dicen que puesto que hay dolor y sufrimiento en el mundo no es posible que exista un Dios bueno, los cristianos decimos que la imagen de un Dios crucificado es la prueba de que el sufrimiento tiene un sentido sobrehumano. Los cristianos tenemos ya una respuesta a la pregunta ¿por qué existe el sufrimiento en el mundo? Y además sabemos también cómo debemos sufrir. Sabemos que debemos hacerlo con gozosa y resignada serenidad, no por la complacencia morbosa del masoquista, sino con la resignada aceptación de quien se abandona en lo largos y amorosos brazos de Dios, nuestro Padre. No se trata de hacer de la vida cristiana una vida de sufrimientos y convertir los dolores en fetiches, hasta llegar a pensar que lo que más vale es lo que más nos molesta y mortifica, porque ello no es así. No es la dificultad, sino la caridad la que da el valor a nuestras acciones, de modo que si la caridad fuera tan completa, como dice Santo Tomás, que suprimiese todas las dificultades, entonces nuestras acciones serían más meritorias. Aún con todo a lo que el cristiano está llamado no es a la tristeza sino a la alegría y si son bienaventurados los que lloran es porque un día reirán. Cuesta trabajo aceptar que el Reino de los bienaventurados sea de los pobres, de los perseguidos, de los humildes, de los que sufren. Es la lógica de Dios contrapuesta a la lógica de los hombres. Pero así es. Las palabras de Cristo son tan claras que no se prestan a ninguna interpretación. Son a la vez tan sublimes que nos ponen por encima de nuestra condición humana. Pero no es cuestión sólo de entender el mensaje que a través de ellas Jesús nos quiere transmitir, es cuestión de hacerlas realidad en nosotros, de llevarlas a la práctica en nuestra vida de cristianos. Las Bienaventuranzas es un mensaje sublime para todos los cristianos un acicate permanente. Son las exigencias del Reino, también para nosotros los laicos que estamos en el mundo, venciendo mil dificultades para poder vivirlas en plenitud. Angel GUTIÉRREZ SANZ EL ESPÍRITU DE LAS BIENAVENTURANZAS ( y reflexión tercera ) LOS ELEGIDOS DE DIOS. Jesús en el Sermón de la Montaña va a tener palabras de complacencia para los que tienen un puesto reservado en el corazón de Dios. ¿Quiénes son ellos?....Son los humildes y mansos, los de intenciones puras y corazón limpio de donde brotan afectuosos sentimientos; los que están poseídos por el amor de Dios y de los hombres; los que han hecho de este Amor la razón de su vida. A este tipo de personas se les reconoce nada más tratar con ellos, porque dejan un sabor de dulzura, de paz y de calma interior por donde quiera que van. Así deben ser los seguidores de Cristo: humildes, mansos, misericordiosos, de sentimientos puros y nobles; los que siempre perdonan; los que disfrutan haciendo el bien a los demás; los que van presentando la otra mejilla; los que aguantan pacientemente a quien se acerca a descargar sus penas. Ellos en su paz interior son bienaventurados y hacen felices también a quienes les tratan. Los mansos, los misericordiosos y pacíficos son también los humildes. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la humildad ha ido asociada a la mansedumbre, lo cual ha inducido a muchos exégetas a considerarlos como términos sinónimos. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, nos dice Jesús. “Humildad para con Dios, gran dulzura para con el prójimo” nos dice San Francisco de Sales, el Gran Doctor del Amor. . Los grandes maestros del espíritu se muestran de acuerdo en que la humildad es el fundamento del progreso espiritual, en que ella es la base de la vida cristiana. Santa Teresa decía que “humildad es andar en verdad”. Bien mirado no es otra cosa que el reconocimiento de nuestra condición de indigentes, que nos lleva a apoyarnos en Dios, porque somos conscientes de que lo que necesitamos es de su misericordia, por eso dice San Pablo: “Me complaceré en mis flaquezas, porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Comenzamos a ser fuertes cuando nos damos cuenta que el auxilio nos viene del Señor. La humildad no es una virtud que se desarrolle a base de hablar mucho sobre ella y diciendo lo importante que es en la vida espiritual, sino aprendiendo a soportar las humillaciones, desprecios y las desconsideraciones que sufrimos. Aprendemos a ser humildes constatando nuestros fallos, defectos y limitaciones; aceptando nuestra fragilidad e impotencia; reconociendo nuestras miserias y en la medida que vamos creciendo en humildad se va robusteciendo también nuestro amor a Dios. La humildad va haciendo que nos despojemos de nuestro amor propio para perdernos en el amor a los demás y en el amor a Dios. El problema de la vida del cristiano no es tratar de comprender a Dios, por otra parte algo imposible, sino de amarle, haciendo de Él la recompensa y el gozo de nuestro corazón. Mansos, misericordiosos, pacientes, los de corazón limpio y sentimientos puros y nobles, son los que están poseídos por la caridad, que San Pablo ha sabido precisar con tanto acierto. Los mansos y misericordiosos son los que piensan en los demás. No quieren la felicidad en solitario; quieren compartirla con los otros. En las Bienaventuranzas está latente el mensaje de que todos los hombres deben ser uno en el Amor; de que deben olvidarse del “yo” y pensar en el “tú”. “Llamé a las puertas del Bienamado, ¿quién es? Me preguntó. Soy yo, le dije. Aquí no hay lugar para dos, replicó. Me retiré al desierto, me llené de amor y volví. ¿Quién es? Soy Tú, le dije. Y me abrió”. Estas hermosas palabras de un poema anónimo nos lo dicen todo Un lugar privilegiado del corazón de Dios lo ocupan también los que sufren. “Bienaventurados los que lloran porque ellos reirán”. Jesús promete su consuelo a los que tienen el corazón partido por el dolor y el sufrimiento. Cuántos motivos de esperanza tiene ya los que humanamente viven desesperados. Cuando nacemos no sabemos cuáles van a ser las causas de nuestros sufrimientos, pero sabemos seguro que el sufrir va a ir asociado a nuestra vida. El hombre es sufrimiento, de ello podemos estar seguros. La vida nos golpea en los momentos más inesperados. Pérdidas irreparables, traiciones de quienes creíamos más fieles, sufrimientos físicos, psíquicos, miedos, enfermedades; la lista sería larga. El dolor en nuestra vida es una realidad con la que hay que contar de antemano y si el hombre no llega a encontrarle algún sentido todo lo que es triunfo se convertirá en fracaso. Lo más terrible del dolor no es el sufrimiento en sí, es pensar que no sirve para nada, que no tiene sentido. ¿Qué sabe el que no sabe sufrir? Se pregunta San Juan de la Cruz. Los latigazos que a veces nos propina la vida, ya pueden soportarse con eterna esperanza después de haber escuchado al Jesús de las Bienaventurnzas. Por eso los Santos en la locura de la Cruz encontraron un gozo inefable, que el espíritu mundano nunca podrá comprender. Para los Santos, como es el caso de Santa Teresita y de tantos otros, llega el momento en el que padecer es dulce. La Cruz se les hace dulce, no por ser Cruz, sino por poderla compartir con Cristo. Donde hay amor no hay dolor. Esta es la clave que nos permite comprender en todo su significado las palabras de Teresa de Jesús cuando decía “o padecer o morir”. El cristiano puede encontrar sentido a su dolor pensando , no sólo que sufriendo está cumpliendo la voluntad de Dios, sino que está siendo incluso especialmente favorecido por Él. La mística del gozo cristiano va íntimamente unida a la mística del sufrimiento. “El que no toma su cruz y me sigue, dice Jesús, no puede ser mi discípulo”. Todos los que antes de saber andar hemos aprendido a besar los pies de Cristo clavado en una cruz , nos es fácil comprender que tener vocación de cristiano es tener vocación de crucificado. Un cristianismo sin cruz, al que se le despoja de todo sufrimiento y se le deja sólo con lo festivo y lo triunfal, es cuando menos sospechoso, aunque resulte atractivo a las gentes. El dolor de que hablamos no es la expresión de un dolorismo fatalista y desesperado, que valora el dolor por el dolor, sino de un dolor que se fecunda en un suelo de esperanzas. “De ti aprendimos, Divino Maestro de dolor, dolores que surten esperanzas”, dice Unamuno. Los cristianos sabemos también que el dolor purifica, que acrisola, que curte. El sufrir pasa, pero el haber sufrido permanece, dejándonos un poso de madurez humana y cristiana. Por las experiencias de los Santos comprendemos cómo la elevación espiritual a la que llegan difícilmente pudieran haberla alcanzado sin haber pasado por crisis terribles de sufrimientos. Incluso los que no somos santos tendremos que reconocer que es el dolor el que despierta nuestras conciencias dormidas y que ha sido la Teología de la Cruz la que nos ha puesto en el camino de la salud del alma. Cuando llegares a tanto que la aflicción te sea dulce, piensa que estás siendo ya bienaventurado en la Tierra. Cuando te parece grave el padecer y no te es grato el sufrir por Cristo, piensa que es mucho todavía el camino que te falta por recorrer. Al sufrimiento cristiano se le encuentra sentido también ofreciéndole como oblación por los demás. La compasión con Cristo es también compasión con los hermanos. El dolor de los inocentes, humanamente injusto, humanamente absurdo, adquiere una nueva perspectiva cuando contemplamos a Cristo inocente padeciendo para redimir al mundo. En el rostro de todos los que sin culpa sufren por causa de los demás podemos ver el rostro de Cristo doliente que nos dice que el sufrimiento de los inocentes es el que salva al mundo. Como réplica a los ateos que dicen que puesto que hay dolor y sufrimiento en el mundo no es posible que exista un Dios bueno, los cristianos decimos que la imagen de un Dios crucificado es la prueba de que el sufrimiento tiene un sentido sobrehumano. Los cristianos tenemos ya una respuesta a la pregunta ¿por qué existe el sufrimiento en el mundo? Y además sabemos también cómo debemos sufrir. Sabemos que debemos hacerlo con gozosa y resignada serenidad, no por la complacencia morbosa del masoquista, sino con la resignada aceptación de quien se abandona en lo largos y amorosos brazos de Dios, nuestro Padre. No se trata de hacer de la vida cristiana una vida de sufrimientos y convertir los dolores en fetiches, hasta llegar a pensar que lo que más vale es lo que más nos molesta y mortifica, porque ello no es así. No es la dificultad, sino la caridad la que da el valor a nuestras acciones, de modo que si la caridad fuera tan completa, como dice Santo Tomás, que suprimiese todas las dificultades, entonces nuestras acciones serían más meritorias. Aún con todo a lo que el cristiano está llamado no es a la tristeza sino a la alegría y si son bienaventurados los que lloran es porque un día reirán. Cuesta trabajo aceptar que el Reino de los bienaventurados sea de los pobres, de los perseguidos, de los humildes, de los que sufren. Es la lógica de Dios contrapuesta a la lógica de los hombres. Pero así es. Las palabras de Cristo son tan claras que no se prestan a ninguna interpretación. Son a la vez tan sublimes que nos ponen por encima de nuestra condición humana. Pero no es cuestión sólo de entender el mensaje que a través de ellas Jesús nos quiere transmitir, es cuestión de hacerlas realidad en nosotros, de llevarlas a la práctica en nuestra vida de cristianos. Las Bienaventuranzas es un mensaje sublime para todos los cristianos un acicate permanente. Son las exigencias del Reino, también para nosotros los laicos que estamos en el mundo, venciendo mil dificultades para poder vivirlas en plenitud.