Sobre la verdad y el error

III. Raíces éticas de las opciones intelectuales

Autor: Padre Antonio Orozco-Delclós
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Se han analizado las actitudes filosóficas más radicales, negadoras de evidencias inmediatas, que chocan frontalmente con el sentido común y, pudiera decirse, contra la vida misma. Algunas de estas posiciones han sido adoptadas por hombres de notorio poder intelectual. Sin embargo, en sus formulaciones elementales, un niño podría refutarlas. ¿Cómo entender que se pueda llegar a afirmar, por ejemplo, que lo único que existe soy yo, o que las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo, etcétera?

Es el momento de rastrear las raíces subjetivas extrarracionales que pueden originar tales errores. Si el entendimiento está por naturaleza ordenado y abierto a la verdad, sus errores fundamentales no pueden ser debidos sólo a la limitación del entendimiento. Es preciso averiguar qué elementos distorsionantes se hallan en el sujeto humano, capaces de cegar la mente y mover al hombre a abrazar errores de tanto calibre. Es ésta una tarea importante, pues un error no se elimina del todo hasta tanto no se comprenden las causas que lo han ocasionado.

RELACIONES ENTRE ENTENDIMIENTO Y VOLUNTAD

Sucede que las facultades del hombre no son compartimentos estancos; se hallan -sin confundirse- como una en la otra, debido a la (relativa) simplicidad del alma humana. No se olvide que es el hombre el que entiende por su entendimiento y quiere por la voluntad, el mismo, idéntico hombre. "A las potencias del alma, por lo mismo que son inmateriales, compete reflexionar sobre sí mismas; por ello, tanto el intelecto como la voluntad vuelven sobre sí, y cada una de estas potencias sobre la otra, y sobre la esencia del alma, y sobre las demás potencias. De tal manera que el intelecto se entiende a si mismo, entiende a la voluntad, a la esencia del alma y a todas las demás potencias. De modo semejante la voluntad quiere querer, y que el intelecto entienda, y quiere la esencia del alma, y lo mismo acerca de las demás cosas. Así, pues, al referirse una potencia a la otra, se compara con ella como si fuera propiedad suya. El intelecto, cuando entiende el querer de la voluntad, adquiere la razón de volente ; y la voluntad, cuando incide sobre las potencias del alma, lo hace en cuanto cosas a las cuales conviene el movimiento y la operación, e inclina a cada cual a su propia operación. Y as:, la voluntad no sólo mueve al modo de causa agente lo exterior, sino también las mismas potencias del alma" (62). De modo que la razón mueve a la voluntad mostrándole el objeto (que es su fin), pero la voluntad mueve a la razón imperando su acto (63). "Estas dos potencias, intelecto y voluntad, se implican mutuamente" (64) y en sus operaciones "hay una cierta similitud con el movimiento circular, en el cual el último movimiento viene a ser el primero (...). Así, aunque el intelecto sea simpliciter anterior a la voluntad, sin embargo, por la reflexión viene a ser posterior y de este modo la voluntad mueve al intelecto" (65).

Ahora bien, no se trata de un movimiento circular sin origen identificable. Todo comienza con un acto del entendimiento, movido por su apetito natural de conocer, que le inclina al acto que le es propio (66). Pero una vez consumado ese primer acto del entendimiento, hace ya su aparición en escena la voluntad, cuya estimación será decisiva para las sucesivas operaciones del intelecto. El conocimiento pertenece única y exclusivamente al entendimiento (momento especificativo del acto de conocer, en cuanto conoce esto o aquello). Pero en el ejercicio de la operación concurre la voluntad consintiendo o imperando. Y esto por la misma naturaleza de las facultades.

La voluntad no conoce la verdad (verum), pero la capta como conveniente o disconveniente al sujeto. En el primer caso, la voluntad se complacerá en el conocimiento, y podrá aplicar más perfectamente la potencia cognoscitiva a su objeto, intensificar el acto, mover a una meditación más profunda olvidando otras cosas (la meditación intensa de una cosa deja en olvido las otras) (67) ; presentar nuevos motivos que atraigan y concentren la atención e inhiban otras funciones divergentes o distractivas del objeto. Por eso "se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma, y despliega y multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles, o depravados, pueden extraviar el entendimiento más recto" (68).

Así pues, la voluntad puede mover al entendimiento de modo que éste insista en el conocimiento de alguna verdad -para conocerla mejor y obtener nuevas verdades-, pero puede también lograr que el entendimiento desista del empeño, cuando le repugne alguna verdad, apartando la mente de su consideración, ocupándola en otras cosas que le alejen de las evidencias que le resulten odiosas, etcétera. Por eso dice Tomás que "entendemos porque queremos, imaginamos porque queremos, y usamos de todas las demás potencias y hábitos porque queremos" (69).

Cabe preguntarse cómo estando la voluntad ordenada esencialmente al bien, y siendo la verdad un bien, puede rechazar u odiar alguna verdad. Sucede que lo verdadero, en general, universalmente considerado, es siempre un bien; pero en particular -esta o aquella verdad- puede presentarse como algo contrario o repugnante: "Conocer la verdad es en sí mismo amable; por lo cual dice Agustín que los hombres aman la verdad que les ilumina. Mas su conocimiento puede resultar incidentalmente odioso, por cuanto impide gozar de algo que se desea" (70) o "en cuanto es un estorbo para otras cosas que más ama" (71), "como sucedió a aquel del que dice el Salmo: no quiso entender para no obrar bien" (72). "Así, algunos no quieren conocer la verdadera fe para pecar sin trabas; a éstos se refiere la Escritura cuando dice: No queremos la ciencia de tus caminos", (73). "Así el hombre odia a veces una verdad porque quiere que no sea verdadero lo que lo es" (74).

Cabe perfectamente un olvido voluntario, la no-consideración o des-consideración voluntaria de verdades conocidas. Tomás pone en esa voluntaria omisión la explicación del pecado de los ángeles: ellos sabían que su propio bien había de ser subordinado al bien superior (Dios); sin embargo eligieron incondicionalmente el suyo propio (75).

Se va atisbando el primer requisito del conocimiento verdadero: una voluntad recta; esto es, rectamente, derechamente ordenada al bien en sí: es lo que llamamos rectitud de la voluntad.

LA LIBERTAD EN LA NEGACIÓN DE LA VERDAD

Es claro que todo acto humano que no venga determinado por la fuerza de la naturaleza cae bajo el libre imperio de la voluntad, es decir, que puede ser imperado o, por el contrario, impedido por ella. Por lo que afecta al conocimiento, tanto más fácilmente podrá ser impedido cuanto menos espontánea y más compleja sea la operación por la cual ha de alcanzarse la verdad. Y no -bien lo sabemos ya- porque la voluntad sea competente para decidir sobre la verdad de las cosas, sino sencillamente porque ha de intervenir y puede interferir en las operaciones de la mente que caen bajo su imperio: impidiendo el ejercicio de la facultad intelectiva o bien aplicándole a otro objeto que estime más conveniente para el sujeto.

La negación de la verdad no suele comenzar con las evidencias inmediatas. Es demasiado obvio, por ejemplo, que las cosas que percibimos del mundo material, son; que la mesa que tengo delante, es, y que es cuadrada y no redonda, etcétera. Tampoco es posible negar de entrada los primeros principios del entendimiento especulativo: el ser es y el no ser no es; una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo; todo lo que llega a ser tiene una causa; etcétera; así como el primer juicio del entendimiento práctico: "hay que hacer el bien y evitar el mal". "A los primeros principios el entendimiento asiente por necesidad" (76) ; no hay un solo hombre, ni puede haberlo, que no haya percibido como evidentes, de modo primario e inmediato, tales principios, como elemental condición de todo subsiguiente conocer. En esto el conocimiento humano es infalible, no tiene posibilidad de errar (77). La posibilidad de yerro comienza con el discurso de la razón. (Lla necesidad de razonar deriva de la imperfección del entendimiento humano, que no intuye de un sólo golpe toda la verdad - Dios no razona, tampoco los ángeles - y ha de proceder por discurso.

Pues bien, al razonar y volver sobre esas evidencias que no admiten demostración directa (precisamente porque constituyen la apoyatura básica de toda demostración), si prevalece en el sujeto el afán racionalista, puede querer una demostración, o lo que es lo mismo, puede rechazarlas -oponiéndose voluntariamente a la evidencia- ante la imposibilidad de la demostración. Es decir, cabe "la posibilidad libre de descalificar aquella aprehensión inmediata, directa y evidente, en cuanto no refleja, no científica, etcétera, declarando así aquellos principios válidos sólo en un orden vulgar o común, pero no en el filosófico, que empieza después y desde cero" (78). Esta es la consecuencia de exaltar la función menor del entendimiento -la razón (ratio)-, por encima de lo que es su función más alta -el intellectus-, mediante la cual, sin discurso, puede hacerse con la verdad que le es proporcionada e inmediatamente propuesta. Esto es el racionalismo, cuya consecuencia paradójica, es la negación de los primeros y más elementales principios de la razón, como el de no contradicción (una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto), que viene negado tanto en la pura dialéctica hegeliana, como en la versión del materialismo dialéctico (marxismo). Lo cual sucede también, de modo extraordinariamente pintoresco, en la obra de Mao Tse-tung, Acerca de la contradicción, en la cual se pretende demostrar que todo es todo y que cualquier cosa puede llegar a ser cualquier otra. Atinadamente se ha dicho que el racionalismo es el más irracional de los sistemas (J. Maritain).

Cabe decir también que el racionalismo -otra paradoja- es, en rigor, un voluntarismo, puesto que sólo queriendo -por un acto libre de la voluntad- se puede llegar a la negación de evidencias tan palmarias. Lo cual constituye también una manifestación clamorosa de hasta qué punto la voluntad dirige toda la marcha del quehacer intelectual.

Aparece, pues, con claridad un punto de singular importancia: el ejercicio de la facultad intelectiva, la ciencia -ya sea empírica, filosófica o teológica-, cae bajo la responsabilidad moral del hombre, pues está en manos de su libertad (79). Pero también la vida intelectual cotidiana de cada uno está sujeta a esa responsabilidad de no negarse a la verdad, a las evidencias, como tantas veces sugiere la tentación subjetivista. Un no a la verdad, aunque se trate de una verdad pequeña, es como cerrar una ventana a la luz del alma -la verdad es luz-; es una luz que se apaga y que impide ver otras verdades. Y poco a poco uno va amando la oscuridad en lugar de la luz. La ceguera mental no aparece de golpe, sino a fuerza de cerrar pequeñas ventanas, y luego las grandes. Y así, hasta que uno se desconecta enteramente de la realidad y -por fuerza- ha de crearse un mundo de ilusión y de ensueño que siempre tendrá un amargo y quizá trágico despertar. Son los que -dice el Apóstol- "caminan en la vanidad de sus pensamientos; los que tienen el entendimiento oscurecido por las tinieblas" (80).

Es claro, pues, que la primera condición para el progreso en el conocimiento de la verdad es una voluntad recta, que esté derechamente ordenada al bien; al bien real, se entiende, a lo que es bueno en sí y, en consecuencia, al bien del entendimiento -que no es otro que la verdad-, el bien más alto de la criatura inteligente. Sólo con esa rectitud de voluntad somos capaces de sortear los riesgos de errar que abundan tanto en el presente estado de vida. Amar la verdad es la primera condición para conocerla en profundidad. La cosa no es fácil, desde luego; porque no es fácil mantener esa rectitud lineal, firme, entera.

No es fácil porque es fácilmente alterable por las pasiones que gravitan sobre la voluntad, e indirectamente, sobre el entendimiento. No es que la voluntad no pueda alzarse sobre ellas y dominarlas en condiciones normales, pero las sufre y puede abandonarse libremente a su curso (8l).

INFLUJO DE LAS PASIONES EN EL CONOCIMIENTO

Que las pasiones influyen en nuestros juicios sobre las cosas, facilitando o entorpeciendo el conocimiento de la verdad, es hecho de experiencia frecuente. Todos sabemos -al menos si nos hemos acalorado alguna vez en medio de una conversación- que nuestras disposiciones subjetivas influyen en nuestros juicios. Pero no porque ellas nos incapaciten para conocer la verdad, sino sencillamente porque nos dejamos someter por ellas. El apasionamiento nos lleva a decir y a convencernos de cosas que no son tal como decimos, aunque prono advertimos nuestro error en muchas ocasiones. El amor o el odio nos mueven a juzgar injustamente a las personas; la apatía o la ira son a menudo causa de juicios que al poco rato nos parecen enteramente falsos. No se nos oculta que el ánimo sereno es la mejor disposición para juzgar de la verdad de las cosas. El sol sólo se refleja en puridad en las aguas tranquilas de la alta montaña. "Es evidente que las disposiciones del sujeto son inmutadas por las pasiones del apetito; así, bajo la influencia de una pasión juzga el hombre conveniente lo que le repugnaría fuera de esa pasión, como al airado le parece bueno lo que otro sosegado encuentra malo. Y de este modo, por parte del objeto, el apetito sensitivo mueve a la voluntad" (82). Comprendemos perfectamente lo que dice Tomás de Aquino: "Cuanto más libre está el alma de las pasiones, y purificada de afectos desordenados, tanto más asciende en la contemplación de la verdad, hasta poder saborear cuán suave es la Verdad de Dios" (83).

El hecho de que nuestras pasiones distorsionen a veces nuestro conocimiento de la verdad tampoco nos desanima, ni mucho menos nos hunde en el escepticismo; una vez más el hecho de la rectificación nos manifiesta la capacidad y ordenación esencial de nuestra mente al conocimiento de la verdad. Caer en la cuenta de que somos capaces de ofuscarnos en momentos de turbación nos invita, eso sí, a estar alerta, a suspender los juicios, por ejemplo, cuando estamos airados, y a indagar aquellos hábitos, más peligrosos, por permanentes, que nos pueden cerrar el paso a lo verdadero. Si un momento de ira ofusca el entendimiento mientras dura la pasión, se comprende que un estado habitual de ira, nos ciegue también de modo habitual. El hábito es como una segunda naturaleza que construimos libremente sobre la propia original; que nos perfecciona las facultades, si es un hábito bueno, o las envilece, si se trata de un hábito malo. Es importante, pues, entretenernos a considerar aquellos hábitos malos (y los actos que los determinan) que pueden afectar más directamente a la voluntad, y, en consecuencia, al entendimiento.

ACCIÓN CEGADORA DE LA SOBERBIA

Dice Tomás de Aquino que omnis error ex superbia causatur (todo error tiene por causa la soberbia) (84). Quizá a primera vista puede parecernos una afirmación con demasiadas pretensiones; pero vayamos por partes. La soberbia es el "apetito desordenado de la propia excelencia" (85). "Se llaman soberbios aquellos que andan como por encima de sí mismos por el desordenado apetito de la propia excelencia; quieren estar por encima de todo, sin someterse a ninguna norma, y por ello omiten los preceptos" (86). El soberbio, en la medida en que lo es, siente repugnancia por todo aquello que supone subordinación y pone de manifiesto los propios límites. De ahí que tiende a rechazar -a eliminar, si puede- todo aquello que no es capaz de dominar. Dios es el máximo obstáculo del soberbio, por cuanto su infinitud y dominio absoluto pone de relieve la pequeñez de la criatura. "Dios resiste a los soberbios", dice la Escritura (87), aunque el sentido es bien claro: el soberbio resiste a Dios, no soporta su Ley, aunque ésta sea la única que puede conducir al hombre a la plenitud de sus posibilidades, a su perfección humana, y aun -por don puramente gratuito- a la perfección sobrenatural, a una íntima participación en la vida divina. El soberbio no quiere ser enseñado por Dios; quiere conocer las cosas todas por sí mismo, y así se cierra a la Revelación divina, que, en cambio, reciben con gozo los humildes, según la palabra de Cristo: "lo escondiste a los sabios y prudentes", esto es -comenta Santo Tomás-, a los soberbios que se juzgan a sí mismos sabios y prudentes; "y lo revelaste a los pequeños", es decir, a los humildes. Pero el soberbio tampoco quiere ser enseñado por los demás hombres; se juzga o pretende ser autosuficiente ; y así se cierra a tantas posibilidades de rectificar, y se empecina en sus errores (88). Pero ocurre algo todavía más ridículo: incluso la verdad de las cosas más patentes e inmediatas enerva al soberbio, porque la verdad está ahí, independiente de él, imponiendo sus exigencias intelectuales y morales. Las cosas "se imponen" ; son -podría decirse" duras" las cosas. .El triángulo es "duro", porque no se deja manipular por el pensamiento; no tolera que se le piense con cuatro lados o cinco ángulos. Las cosas son como son. Las leyes de la naturaleza son cognoscibles, utilizables por el hombre; se pueden "descubrir", pero no "inventar", ni "crear"; no hay modo de escapar a su vigor. Todo eso resulta odioso al soberbio. La soberbia impide directamente lo que Santo Tomás llama "conocimiento afectivo", esto es, el que procede del amor a la verdad, a la excelencia de esa verdad que yo no "creo", que no "pongo", sino que -afortunadamente, para el sensato- ha creado Dios. "Los soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de la excelencia de la verdad" (89). "Hay un problema ético en la raíz de nuestras dificultades filosóficas -dice Gilson-; los hombres somos muy aficionados a buscar la verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale, e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en pie nuestra mayor dificultad: para mí, el someterme a ella a pesar de no ser exclusivamente mía; para usted, el aceptarla aunque no sea exclusivamente suya" (90).

En último análisis, la gran dificultad para aceptar una metafísica realista, que continúe sin solución de continuidad el conocimiento experimental que da lugar al sentido común, es la indebita magnificatio hominis, la injusta exaltación del hombre, que tiende a la creación de una verdad subjetiva -ilusoria-, que me sirva, que me permita disponer de mí y de las cosas a mi antojo.

La opción racionalista, por ejemplo, con su afán de eliminar el misterio -sea natural o sobrenatural-, para racionalizarlo todo y aferrarlo en conceptos humanos, eliminando los datos de la experiencia inmediata, es una muestra clara del punto al que puede llegar la influencia de la voluntad en el entendimiento. El subjetivismo, que va enclaustrando al sujeto en sí mismo, cerrándole la posibilidad de contemplar la realidad -multiforme y maravillosa- de las cosas, declarando, vanamente, que lo más interesante del universo es la propia subjetividad y sus productos, no advierte la angostura (voluntaria) de su horizonte. Y, en fin, el materialismo dialéctico, negando los primeros principios de la razón especulativa o práctica: nada de esto se explica simplemente por el defecto del entendimiento humano -aunque sin ese defecto tampoco se explicaría-; hace falta recurrir a un elemento más, un elemento extraño a la inteligencia, que sólo puede hallarse en la libre voluntad, en el querer, contra toda evidencia, que las cosas sean tal como uno quiere. También la experiencia nos enseña que a fuerza de querer, nos convencemos de cosas que no son verdad. Hace falta, como dije, una vigilancia continua para mantener o volver a lograr, ante todo, la rectitud de la voluntad. No sea que -como Agustín en su juventud- hagamos "un dios" de nuestro propio error: et error meus erat Deus meus (mi error era mi Dios) (91).

Ciertamente se puede errar, sin soberbia, por la deficiencia de nuestro entendimiento. Pero, en cualquier caso, cabe pensar en esa habitual raíz de nuestros errores, que nos lleva con demasiada frecuencia a juzgar más allá de nuestras posibilidades: lo que Sciacca denomina ultra cogitare ("pensar más allá..."), que define como "estupidez" (91 bis). Es el caso del ignorante que pretende saber sin estudio, sin esfuerzo, y declarar cómo son las cosas sin antes haberlas indagado. Es lamentable ver a menudo hombres competentes en determinadas materias -galardonados quizá con el premio Nobel- cómo se lanzan a pontificar sobre temas que desconocen por completo, con ausencia absoluta de rigor, con sorprendente frivolidad; ¡y no se puede atribuir a defecto de inteligencia!, sino a pura vanidad, afán de brillar, o de cohonestar una conducta insostenible por el buen sentido.

La soberbia lleva a entrometerse en cosas inasequibles, y así el error se hace inevitable. Explica Tomás por qué se dice que la soberbia es la raíz del error: "primero, porque los soberbios se quieren alzar hasta lo que no son capaces de alcanzar, y así es necesario que se equivoquen y fracasen (...). En segundo lugar, porque no quieren someterse a la inteligencia de otros, sino que se apoyan en su sola prudencia, y así se niegan a obedecer..." (92). Lo más grave es que suelen negarse a obedecer a Dios, que es la fuente de toda verdad, y rechazar la Revelación que Dios ha querido hacernos, entre otras razones, también para remedio de nuestra soberbia. "Hay algunos que presumen tanto de su ingenio, que piensan que con su inteligencia alcanzan a medir la totalidad de lo divino, estimando que sólo es verdad lo que a ellos les parece y falso lo que juzgan serlo. Y a fin de que el ingenio de los hombres se librara de esta presunción, accediendo así a la búsqueda modesta pero real de la verdad, fue conveniente que se propusiera a los hombres algunas verdades divinas que excedieran totalmente a su inteligencia" (93). Los hombres sabios (y por sabios, humildes) han sabido comprender y agradecer siempre esa gran misericordia de Dios manifestada en la revelación de los misterios del mundo sobrenatural y de la intimidad divina. No lo han considerado humillación, sino don inapreciable, elevación del entendimiento humano, luz potentísima que les ha permitido comprender con mayor hondura las realidades humanas. Han aplicado todas las fuerzas de su razón para conocer siempre más y mejor la verdad revelada, y al mismo tiempo han evitado la tentación del ultra cogitare ; han sabido detenerse con todo respeto ante lo que a todas luces se halla más allá de la medida humana de comprensión; han cumplido el consejo del Apóstol: non plus separe, quam oportet separe, sed separe ad sobrietatem: et uniquique sicut Deus divisit mensuram fidei: no pretendáis saber más allá de lo que conviene saber, sino saber -sobriamente- lo razonable; cada uno según Dios le repartió la medida de la fe (94).

Sucede que "cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina que el mismo Cristo ha hecho posible... sino intentando reducir la grandeza divina a los límites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las nociones del Espíritu Santo" (95).

Cierto que aun los más soberbios -no es preciso aclarar que todos sufrimos en cierta medida de este mal- pueden alcanzar verdades; es más, ningún hombre está absolutamente fuera de la verdad. Incluso una buena dosis de soberbia es compatible con la fe sobrenatural: "los soberbios -dice San Gregorio- perciben con su entendimiento algunos misterios, pero sin poder experimentar su dulcedumbre; y si llegan a conocer cómo son, ignoran cuál es su sabor" (96). En otros términos, la soberbia, si no siempre impide conocer la verdad, sí impide saborearla, gozarse en ella con la plenitud del hombre humilde, que es, justamente (al decir de Teresa de Jesús, la santa de Ávila), el que "anda en verdad". Si "sabio es aquel a quien todas las cosas saben como realmente son" (97), sólo puede ser sabio el que ama las cosas, "las cosas que son tal como son"; el que tiene la voluntad, el corazón recto.

LA CEGUERA DE LA MENTE Y EL EMBOTAMIENTO DEL SENTIDO

Aunque la soberbia sea el mal hábito que más directamente afecta al conocimiento especulativo y especialmente al sapiencial (filosófico y teológico), otros hábitos son también causa de ofuscamiento al crear disposiciones estables que van inclinando a la voluntad hacia los bienes inferiores y apartándola de los superiores, por lo cual el entendimiento se ve impedido en gran manera para alcanzar a éstos y gobernar rectamente la conducta. "Así, el hombre entregado a los sentidos difícilmente puede entender lo que está por encima de ellos, porque el apetito carnal no entiende que sea bueno más que lo que deleita a la carne. Y esto es lo que continúa diciendo la Escritura: y no es capaz de entender" (98). El que se entrega incondicionalmente a los apetitos sensibles llega incluso a notorias aberraciones: "El hombre que tiene estragado el gusto es incapaz de enjuiciar rectamente los sabores, de modo que a veces abomina de los gustos agradables y apetece los que son aborrecibles; en cambio, quien lo tiene sano, sabe juzgar acertadamente de los sabores. De modo semejante, el hombre que tiene corrompido el afecto, como conformado a las cosas mundanas, carece de recto juicio sobre el bien" (99). Ya hemos visto que "cada uno juzga de acuerdo con su disposición cuando hay una pasión, y de otro modo cuando cesa la pasión: y así, el incontinente, durante la pasión juzga que algo es bueno, y juzga de otro modo después. Por eso dice el Filósofo que a cada uno le parece el fin, según como es él mismo" (100). Ya se comprende que la pasión habitualmente consentida estabiliza el juicio erróneo y "lo mismo que un hombre de débil complexión, por cualquier cosa enferma, así la inteligencia del hombre que no está asentada en la verdad tampoco tiene poder para juzgar lo verdadero, y a la mínima dificultad que le surge, incide en el error" (101). Es manifiesto que la delectación aplica con mayor intensidad la intención en aquello que deleita; por eso, en las cosas que deleitan se trabaja u obra óptimamente y, en cambio, no se trabaja, o se obra débilmente, en las que contrarían. Pues bien, aquel que se somete y aplica sobre todo su atención a las cosas corporales, debilita las operaciones de su espíritu y se excluye así cada vez más de los bienes espirituales. El abandono a la lujuria, que produce las delectaciones más vehementes es, desde luego, lo que embota máximamente el espíritu y debilita el conocimiento de lo inteligible (102)."La sensibilidad del hombre se sumerge en lo terreno máximamente por la lujuria, que lanza a los placeres máximos, los cuales absorben máximamente al alma" (103), y son causa de necedad. Al apartar de la consideración de lo espiritual, "poco a poco van engolfando el espíritu en lo material, con lo cual se le vuelve inepto para captar lo divino, en conformidad con aquello: el hombre animal no percibe la del Espíritu de Dios" (104); lo mismo que "cuando se tiene el gusto estragado con mal humor, que no se saborea lo dulce. Esta necedad es pecado"(105). Al engolfarse en lo material, se va perdiendo de vista a Dios; no es de extrañar que, en consecuencia, se caiga en el ateísmo. Es evidente que en los ambientes donde prevalece el erotismo y la pornografía -el pudor ausente- el ateísmo tiene campo abonado y, si no se remedia aquello, llega a ser dominante: la estulticia será un hecho general; y la soberbia campeará por doquier, pues no hay otra manera de persistir en lo que contradice a la naturaleza, de modo evidente, que tenerse por más sabio que el Autor de la naturaleza misma.

Cierto -aclara Santo Tomás- que algunos que están dominados por los vicios carnales pueden tratar a veces sutilmente de lo inteligible, por la bondad de su ingenio natural o de algún hábito sobreañadido; pero, forzosamente, a causa de las delectaciones corporales, su intención se verá retraída de aquella sutil contemplación de lo inteligible. Los impuros pueden conocer algunas cosas verdaderas, pero en ello son impedidos en gran medida (106). Los pecados de la carne no alteran las facultades intelectuales, lo que acontece es que estorban su operación del modo dicho (107) ; y cuanto más remotos son -los vicios- respecto a lo espiritual, tanto más atraen la atención a cosas más lejanas y más impiden la contemplación de la verdad (108). Y así se llega al estado aquel del "hombre animal" que refiere San Pablo (109), abocado a la sensualidad, que es incapaz de entender las cosas espirituales, porque "el hombre abocado a los sentidos no puede entender las cosas que están por encima de ellos, y el hombre aficionado a las cosas carnales no entiende que sea bueno nada más une lo deleitable para la carne. Y por eso dice: no puede entender; no saben, ni entienden, caminan en tinieblas (Ps. LXXXI, 5). No saben ni entienden, porque las cosas espirituales han de ser examinadas con el espíritu..." (110). Se cumple a la letra la Palabra evangélica: videntes non vident, et audientes non audiunt, neque intelligunt, viendo no ven, oyendo no oyen, ni entienden (111).

Así se explica cómo se puede llegar a oscurecer el entendimiento, hasta el punto de que "algunos estiman que son principalmente lo que constituye su naturaleza corporal y sensitiva. Y por ello se aman según lo que creen que son y odian lo que verdaderamente son, queriendo cosas contrarias a la razón" (112). De tal ceguera proviene la aceptación de teorías tales como el freudismo, negadoras de la espiritualidad del alma humana, que reducen al hombre a un manojo de instintos en los que forzosamente ha de naufragar la libertad; niegan la evidencia de la libertad humana y sólo saben hablar ambiguamente de "liberaciones" contrarias a las más elementales normas de moralidad.

"Por el contrario, las virtudes opuestas, como la continencia y la castidad, disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por ello dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría" (113). La razón está en que "el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por esto la virtud de la templanza, que distrae al alma de las delectaciones corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender" (114).

Creo que las consideraciones precedentes han puesto de relieve y con suficiente claridad, la gravitación de la conducta sobre el entendimiento: condiciona sus juicios, favorece o dificulta el conocimiento de la verdad. Se entiende que me refiero, sobre todo a las verdades que podemos llamar fundamentales, las que afectan a las grandes opciones que el hombre debe ineludiblemente tomar en la vida especulativa o práctica: realismo o inmanentismo ; ateísmo o religión; lujuria o castidad; yo o los demás; etcétera. Pero también es obvio que las disposiciones morales subjetivas afectan también a los juicios acerca de cualquier cosa. Si bien es prácticamente imposible errar en todo, sí que es posible negar cualquier verdad evidente cuando la voluntad no ama el bien en sí, sino únicamente el bien que estima conveniente desde esa "segunda naturaleza" que crean los hábitos malos. Los hábitos no destruyen la libertad -a no ser que se alcance un estado patológico-, pero la decantan hacia el lado de los hábitos, y, en consecuencia, fácilmente determinará o impedirá el asentimiento frente a la verdad, o incluso la búsqueda misma de la verdad.

Es explicable que así sucedan las cosas, porque la verdad y la bondad (objetos respectivamente del entendimiento y de la voluntad) son lo mismo en la cosa: sólo se distinguen por la respectiva referencia a las diversas facultades. Es natural que cuando el sujeto estime una cosa disconveniente (es decir, mala) para él, aunque sea verdadera objetivamente, la considere falsa, o simplemente huya del conocimiento de su verdad.

Hay un texto luminoso de Tomás de Aquino, que vale la pena transcribir: "a quien le falta rectitud interior, le falta también rectitud en el juicio: el que vigila, juzga rectamente de su propia vigilia y de que otros duermen; el que duerme, por el contrario, no tiene juicio recto ni de sí ni del que vigila. De donde las cosas no son como le parecen, sino como las ve el que está despierto. Y lo mismo se aplica al sano y al enfermo respecto al juicio de los saberes; y al débil y al fuerte para juzgar las cargas, y al virtuoso y al vicioso para determinar lo que conviene hacer. Por eso dice el Filósofo (In V Ethic.) que el hombre virtuoso es regla y medida de todas las cosas humanas, porque son tales en concreto como él las juzga. En este sentido dice el Apóstol que el hombre espiritual juzga todas las cosas, porque quien tiene la inteligencia ilustrada y el afecto ordenado por el Espíritu Santo, tiene un juicio certero de lo que se refiere a la salvación, Contrariamente, el que no es espiritual tiene la inteligencia oscurecida y el afecto desordenado respecto a los bienes espirituales; y por tanto, el hombre carnal no puede juzgar al espiritual, como el que está despierto no puede ser juzgado por el que duerme" (115).

Naturalmente no quiere decir esto que el hombre virtuoso, el que ha alcanzado un alto grado de santidad en la tierra, no pueda errar nunca. Lo que ocurre es que el hombre que sostiene una lucha habitual con las pasiones que podrían alterar la rectitud de su juicio, conoce la medida de sus posibilidades intelectuales y evita con habitual fortuna entrometerse en cuestiones que escapan a su capacidad de comprensión o inteligencia. No cae en la tentación del ultra cogitare (pensar más allá de sus propios límites), y así evita el error. Como es lógico, la vida práctica le forzará a sostener opiniones que podrán resultar erróneas, pero él sabrá -como por instinto- que tales opiniones no son más que eso, opiniones, y no las tendrá como dogmas infalibles, ni tratará de imponerlas a los demás. Este comportamiento requiere, por supuesto, una inteligencia cultivada desde la humildad. Sólo la soberbia explica las tiranías sociales o domésticas. Sólo sobre el fundamento de la humildad es posible el orden, la convivencia en el seno de la familia o de la sociedad. Porque la humildad no es otra cosa que "andar en verdad", amar la verdad, único supuesto para poder hacer la verdad, es decir, el bien.

CONDICIONES PARA EL RECTO SABER

Se ha visto que en la búsqueda y conocimiento de la verdad intervienen de manera decisiva la voluntad y las demás potencias sometidas a ella. Sostener tal cosa -que, por lo demás, la experiencia comprueba- no es incurrir en alguna suerte de voluntarismo. Voluntarismo sería conceder a la voluntad la aptitud para decidir sobre la verdad de las cosas; que la verdad de las cosas se funda en el querer de la voluntad o en los apetitos. Aquí se ha afirmado justamente lo contrario: las cosas son lo que son, las cosas son como son: independientemente de corno yo las quiera o piense. Lo que se ha pretendido esclarecer es que en la búsqueda y el descubrimiento de la verdad, interviene necesaria y decisivamente la libre voluntad: no decidiendo lo que es verdad, sino conduciendo o impidiendo el conocimiento. Por ello encabeza este breve trabajo, aproximativo al tema, el título "La libertad en el pensamiento", que es cosa muy diversa de una supuesta "libertad de conocimiento", o -con expresión más común- "libertad de pensamiento".

El pensamiento no es libre, por lo mismo que no es cuadrado o verde. La categoría del pensamiento no es la libertad, sino la verdad. Sólo el hombre es libre, porque lo es su voluntad. Y porque es libre, con una libertad deficiente, puede operar en contra de su razón, negar evidencias, elegir el camino del error (lo que, a la postre, es frustración de la libertad).

La tentación subjetivista amenaza a todos, y todos, seguramente, andamos por el mundo con una fuerte -más o menos fuerte- dosis de subjetivismo que -más o menos- nos cierra a una comprensión más profunda de la realidad. Nos cuesta reconocer que la realidad nos mide, y, en ocasiones, nos molesta que nos rectifique. No debiera ser así, puesto que la realidad es creación de Dios: contiene la huella de lo divino y por ello es mucho más admirable y gozosa que los productos de nuestra subjetividad.

¿Cómo librarnos de las tretas del subjetivismo, latente en todos los errores? Sin duda requiere una ascesis : la aplicación de nuestra libertad -fuerza original poderosa de la voluntad- al entendimiento, para que se adhiera, -o recupere- las verdades fundamentales primeras y así prosiga de veritate in veritatem, de la verdad a verdades cada vez más hondas. Todo ello simultáneo al esfuerzo por hacer la verdad en todo momento, es decir realizar la verdad práctica, que no es otra cosa que el bien.

Detengámonos todavía un momento en la consideración de algunos requisitos fundamentales para avanzar en el camino de la sabiduría.

Humildad intelectual

No dudaría en afirmar que la primera condición para el progreso en el conocimiento de las verdades fundamentales es la humildad. Confío en que haya quedado suficientemente claro en el capítulo precedente. No querer descubrir lo que se quiere, sino lo que hay; reconocer la capacidad de error y disposición de rectificar siempre que lo exijan las cosas; mirar las cosas sin intereses egoístas: así se conserva aquel ethos de la objetividad del que habla P. Wust, que "entra en acción espontánea, al que no debe renunciar nuestro espíritu si no quiere perder por ligereza el regalo de la evidencia". Este ethos, que de un modo natural se hace sentir en nosotros, consiste en "aquella infantil y despreocupada actitud ante el ser al que aceptamos tanto tiempo como no estemos bajo el peso de falsas teorías. Es aquella abertura de nuestra alma hacia el ser y hacia la verdad en la que se silencia totalmente todo egoísmo, de tal modo que poseemos todavía una simpatía originaria hacia lo objetivo. En nuestra naturaleza espiritual existe, desde el principio, la misma tendencia de rectitud del ser, de la rectitudo, que podemos apreciar como línea total de objetividad en todos los seres" (116). Para progresar en la sabiduría, como para entrar en el Reino de los Cielos -Reino de la Luz, Reino de la Verdad- es preciso volver a la sencillez de la infancia, sin dobleces, sin repliegues. Así, la luz de las cosas puede penetrar en la transparencia de nuestra subjetividad, nos inunda, nos colma de alegría íntima. ¿Puede caber mayor gozo que el de andar en verdad? Este es siempre el premio a la humildad.

La humildad evita la presunción -ultra cogitare- y favorece la sobriedad que pedía el Apóstol. Defiende de la tentación racionalista de negar el misterio o destriparlo. El misterio -también el natural, como la libertad, por ejemplo- desagrada a la soberbia actitud racionalista. Sin embargo, la humildad se goza en el misterio, porque es luz, ensancha el horizonte y los límites de la comprensión. El sol, la única cosa del mundo que no podemos mirar frente a frente, es aquella a cuya luz vemos todo lo demás. "Como el sol a mediodía -dice Chesterton-, así el misterio ilumina todas las demás cosas con la claridad de su propia y triunfal invisibilidad." La existencia de Dios es también un misterio natural (la razón la alcanza, pero no llega a comprender cómo es Dios Motor Inmóvil, Acto Puro, etcétera): el racionalista lo negará o se formará un concepto a su medida: son dos modos de negar al verdadero Dios. Detenerse en los límites de la razón es, precisamente, asegurar su progreso indefinido. Renunciar a saber más de lo posible es asegurarse la posibilidad de conocer más lo posible. Ultra cogitare es salirse del camino de la verdad. Por eso es bueno para el hombre que se le hayan revelado misterios sobrenaturales: favorece la humildad necesaria para discurrir bien; evita la tentación racionalista. Reconocer el misterio donde lo hay, sin abandonarse a la tentación de negarlo, es dignidad del hombre, valor de su espíritu. El espíritu no puede apresar el misterio en sus conceptos, pero si lo afirma cuando con él se topa- y lo toma como punto de partida; si, por así decir, lo tiene a sus espaldas de tal modo que su luz caiga sobre las cosas que contempla ante sí, entonces éstas muestran su verdadera naturaleza y el hombre puede moverse acertadamente entre ellas.

Por eso, la sobriedad mentada del conocer abre paso a siempre nuevos hallazgos. Las épocas de fe viva coinciden, no por azar, con las épocas creadoras. Goethe se dio cuenta de ello y auguró tiempos prósperos en creación a los pueblos de gran fe. Mientras con humildad se reconozca el misterio, la fuerza creadora de la libertad seguirá fecundando el mundo.

El respeto a la tradición

La humildad dispone al estudioso a aceptar toda verdad que otros hallaron, ya en los tiempos antiguos o modernos. El hombre no nace sabio: debe adquirir la sabiduría con esfuerzo y con empeño, a partir del encuentro con la realidad y el discurso de su razón. Y siendo tan corta la vida del individuo, los conocimientos que cada uno es capaz de conseguir en el tiempo que dura su existencia terrena son muy limitados, sobre todo los que puede obtener por sí mismo. De ahí que el hombre debe acudir a la experiencia de otros más sabios o experimentados en determinado campo. Sin eso sería imposible la ciencia. Por ello advierte Tomás de Aquino que "el oído es necesario para la sabiduría, como se dice en la Sagrada Escritura: si gustas del escuchar, serás sabio (Eccli. 6,34) ; y también es necesario para el sabio, según lo que se lee en el libro de los Proverbios: el sabio que escucha, será aún más sabio (Prov. 1,5). Del mismo modo a todos es necesario escuchar, puesto que nadie se basta a sí mismo para excogitar todo lo que pertenece a la sabiduría; y, por lo tanto, ninguno es tan sabio que no deba ser instruido por otro" (117).

De dos modos -dice Santo Tomás- se ayudan los hombres en el conocimiento de la verdad, directa e indirectamente. Directamente, por aquellos que encontraron ya ciertas verdades en el pasado, y así los que les siguen las recogen -simul in unum collectum- y consiguen una verdad más amplia y honda. Indirectamente, en tanto que los que erraron en el conocimiento de la verdad incitan a un diligente examen de las cuestiones, de modo que son ocasión de que la verdad aparezca de modo más nítido (118). Por ello la poderosa mente de Tomás procuró hacerse con toda la documentación posible acerca de lo que escribieron sus predecesores, sin despreciar ninguno, aunque, por supuesto, seguía la opinión de aquellos que más ciertamente llegaron a la verdad (119). A todos estaba reconocido, pues "es justo -escribía- que estemos agradecidos a aquellos que nos han ayudado a conseguir tan alto bien, a saber, el conocimiento de la verdad (...) también a aquellos que hablaron superficialmente y así investigaron la verdad, pues aunque no sigamos sus opiniones, algún servicio nos prestaron: nos ayudaron a ejercitarnos en la búsqueda de la verdad" (120).

Una gran lección de prudencia ofrece Santo Tomás con su apertura al pasado, tan necesaria al verdadero sabio que, como tal, ama la sabiduría. Hacer tabla rasa del pasado es cosa más bien de pedantes y de necios que de mentes esclarecidas. La originalidad de la que a menudo presumen aquellos no es más que la repetición de errores antiguos, en los que seguramente no incurrirían si hubieran dedicado algún tiempo al estudio del pasado. Cuántos errores de nuestro tiempo se hubieran evitado con el estudio, por ejemplo, de Tomás de Aquino. En estas páginas hemos hallado textos que resuelven de un plumazo cuestiones aún debatidas por falta de esa atención que al pasado debemos. No es que debamos quedar "prendidos" de los documentos de la tradición, sino de la cosa misma que nos muestran. "Ninguno de aquellos a quienes interese captar la realidad -afirma Pieper- en toda su hondura, escatimará el menor esfuerzo en la tarea de convertirse en poseedor y partícipe del inmenso tesoro de verdades ya pensadas sobre el hombre a las que el progreso de los siglos no ha restado vigencia" (121). Por lo demás, ya considerábamos al principio que el estudio de las obras ajenas no es, sin embargo, fin para el sabio, que no es perfección del entendimiento lo que otros pensaron acerca de la verdad de las cosas, sino solamente lo que hay de verdad en ellas.

Selección de las lecturas

Es grave error, en el que incurren no pocos, dedicar mucho tiempo en la lectura de escritos erróneos, por el afán quizá de "estar al día". Utilizan un tiempo precioso para una tarea que no aquieta, que no satisface a la sana inteligencia, que no aproxima a la verdad. Si la vida en la tierra fuera ilimitada tal vez sería hacedero conocer todos los errores que a lo largo de la historia han sido. Pero, dada la limitación del tiempo, parece más sensato dedicar el mejor al estudio de lo que con suficiente seguridad se sabe que conduce a la Verdad. El que ama la verdad tendrá como penoso deber -si es que lo ha contraído por circunstancias de tipo profesional- la obligación de acudir a los escritos erróneos; tarea soportable, únicamente, por el afán de precisar más los lindes de la verdad y defenderla de los que la impugnan. Pero la inmensa mayoría de los que aman la verdad, se sentirán afortunados de que les resulte suficiente saber que hay ciertos errores dominantes en su época, para estudiarlos con los juicios críticos correspondientes de autores competentes en las respectivas materias. Tales juicios, siempre que sean fiables, serán acogidos por los que aman la verdad como la liberación de una carga, pues con ello podrán dedicar el tiempo a tareas más provechosas. Es preciso seleccionar bien las lecturas.

Firmeza en las certezas adquiridas

Es lo opuesto al espíritu dubitativo, al que nos referimos en las anotaciones introductorias (122). Cuando se está ante una verdad evidente hay que adherirse a ella con decisión, con la seguridad de que lo que resulte contradictorio será falso. Por eso no estamos condenados a ser -como decíamos- "buscadores incesantes"; no estamos obligados a viajar a países exóticos, si en nuestro lugar de trabajo hemos obtenido certezas suficientes.

Veracidad

Es obvio que importa sobremanera, en la tarea de indagar la verdad, amarla con el mayor apasionamiento posible. Difícilmente se alcanza lo que no se ama, y el amor es también como un sexto sentido que orienta en la búsqueda de lo amado. Ya sabemos que en la búsqueda de la verdad, la inteligencia y la voluntad están en permanente y mutua interferencia, y que hay un conocimiento afectivo, por connaturalidad, que lleva a captar con facilidad el objeto, adelantándose incluso muchas veces al discurso de la razón, intuyendo matices que de otro modo pasarían inadvertidos.

Difundir la verdad

Finalmente, cabe subrayar que la difusión de la verdad poseída es importante para mantenerse en ella y aun para crecer en la sabiduría. La verdad es un bien, el mayor bien del hombre, porque lo es de su entendimiento. Y es clásico decir que el bien es difusivo, de modo que la difusión del bien es manifestación de que se posee y se ama. Querer disfrutar a solas de un bien como la verdad sería señal de lamentable egoísmo; y ese egoísmo -"yo" tengo la verdad "para mí"- derivaría fácilmente en un sentimiento de autosuficiencia o de falsa superioridad que alejaría de los demás e hincharía la soberbia. Y ya sabemos bastante acerca de la peligrosidad de ese enemigo de la verdad y de la sabiduría.

Cuando se conocen ciertas verdades es preciso tener el valor de decirlas. Todo aquel que tenga una chispa de luz -la verdad es luz orientadora- ha de comunicarla a los demás; ha de intentarlo al menos. Sobre todo, cuando el mundo parece sumido en las tinieblas del inmanentismo en sus diversas modalidades. No es posible quedarse indiferentes. Quien no se atreva a decir la verdad -aunque parezca a veces como un canto desentonado en medio de una fabulosa orquestación de mentiras-, corre el riesgo de que su espíritu quede sofocado, vencido y, finalmente, arrastrado.

Quien tenga una chispa de luz, ha de confiar también en la luz y en los hombres. El hombre, aun el que huye de la verdad, ha sido creado para la Verdad y por ello la necesita más que ninguna otra cosa. Es preciso invitarle a descubrirla, aunque para ello haya que mostrar los obstáculos que le impiden hallarla: sus pasiones y sus prejuicios. Si el objeto se consigue, se habrá salvado a un hombre para la eternidad. Y ese hombre podrá salvar a muchos otros. Y éste es el único camino para que en el tiempo los hombres vivan como seres humanos: inteligentes, con pasiones -ciertamente-, pero cada día más señores de sí mismos y, en consecuencia, del mundo: libres, con la libertad que sólo la verdad puede dar: "la verdad os hará libres" (123).

También dijo Jesucristo otras impresionantes palabras: "Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para testificar la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (124). Es entonces cuando Pilato, el escéptico, pregunta

"¿Qué es la verdad?" Pero "dicho esto, se fue" (125). Dejó la pregunta en el aire y se fue. Qué interesante hubiera resultado la respuesta si Pilato hubiera esperado un poco. Por fortuna, en ocasión anterior, el Señor ya dejó dicho: "Yo soy la verdad" (126). El es la verdad primera: el Verbo por quien son creadas todas las cosas, el Ser que conoce creadoramente, exhaustivamente todo lo que es. Por ello el encuentro con Cristo es el encuentro con la Sabiduría. Y todo el que es de la verdad escucha su voz. También está escrito: "Radiante e inmarcesible es la sabiduría. Fácilmente la ven los que la aman y la encuentran los que la buscan" (127).

Es difícil, más aún, imposible, dominar una sola de las ciencias cultivadas por el hombre. Pero la ciencia no es estrictamente necesaria para que el hombre viva en la tierra de acuerdo con su dignidad peculiar. Importa saber non multa, sed multum, no muchas cosas, sino mucho de lo esencial: de dónde venimos, a dónde vamos, qué sentido tiene nuestro vivir en el mundo... Estas y otras semejantes son las cuestiones fundamentales que, por fortuna, no son las más difíciles de comprender cuando hay rectitud en la voluntad, afán de saberlas. El itinerario intelectual comienza con la apertura sincera a la verdad de las cosas. Reconocerla, con todas sus consecuencias, permite remontarse hasta Dios, Verdad primera que la razón puede y debe alcanzar. Una vez hallada ésta, el hombre se encuentra en óptimas disposiciones para oír la voz de Dios -"todo el que es de la verdad escucha mi voz"-, que se hace audible por la Revelación sobrenatural y la gracia, mediante lo cual, Dios se manifiesta en una nueva dimensión: la de su vida íntima. Dios viene a nuestro encuentro y nos invita a pasar a su intimidad inefable donde todo es luz. Para ello reclama nuestra fe. Tampoco es difícil la fe. "Para quien, conforme al recto orden de la razón, admita la posibilidad de alcanzar por conocimiento natural la existencia de Dios, la idea de revelación se presenta como perfectamente coherente; y de modo semejante, las exigencias objetivas de la moral revelada se armonizan con el conocimiento de la ley natural objetiva" (128). Cierto que la fe en la Revelación exige un salto al orden sobrenatural, pero es un salto razonable cuando se ha sorteado la tentación racionalista. Además Dios, con su gracia, lo hace fácil, porque "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (129), la verdad salvadora. Lo que se requiere en el hombre es una actitud realista -de apertura a la verdad objetiva- que lleva en coherencia a querer la verdad y el bien en sí. En fin de cuentas, supuesta la gracia de Dios, en el querer está la salvación, mientras que "ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios" (130). Las dificultades de la fe no son tanto intelectuales como afectivas -no hay contradicción entre fe y razón, sino armonía-. Los hombres tenemos la extraña capacidad de preferir las tinieblas a la luz; podemos resistirnos a la luz. Cuando penetramos con una lámpara encendida en un lugar oscuro, las tinieblas se disipan, dejan paso a la luz, se dejan penetrar por ella y desaparecen sin ofrecer resistencia. En cambio, la soberbia y el egoísmo entenebrecen de tal modo el alma que las tinieblas llegan a cosificarse, se petrifican, se hacen impermeables a la luz: "En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció" (131).

La tentación inmanentista está ahí, siempre al acecho, intentando desconectarnos de la realidad natural como de la sobrenatural. La conclusión que se nos ha impuesto en el curso de estas páginas es que para estar firmes en la verdad -y cada vez más asentados en ella- se requiere una auténtica ascesis. El consejo evangélico nos viene como anillo al dedo: "Cuida que tu luz no tenga parte de tinieblas". El esfuerzo viene alentado por la gran esperanza que Dios mismo nos propone, para que no tengamos miedo a la verdad, a "ver demasiado claro"; para que no nos falte el valor de rectificar, siempre que sea menester, juicios del entendimiento e intenciones de la voluntad: nos espera el día en que -libres de las ataduras del espacio y del tiempo y de las limitaciones que impone la actual forma de existencia- podamos ver la Verdad sicuti est (132), tal como es: entera, rotunda, inefable, gozosísima. Entonces -grandes y consoladoras palabras de San Agustín- "cuanto más insaciablemente seáis saciados de la Verdad, tanto más diréis a esa insaciable: amén, ¡es verdad! Tranquilizaos y mirad: será una continua fiesta" (133).


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Notas:

1 "Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem?": SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, tratado 26, 4-6 (ed. B.A.C., bilingüe), Madrid 1975.

2 TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, q. 14, a. 1.

3 TOMÁS DE AQUINO, Super Evangelium S. Ioannis lectura, c. XIV, lect. 2, 3.

4 Evangelio de San Juan, 8, 32.

5 Ver: WINFRIED WEIER, Sentido y libertad, en "Anuario Filosófico", vol. VII, Pamplona 1974 (Eunsa), págs. 491-525.

6 ALBERT CAMUS, L"homme révolté, París 1953, pág. 10.

7 V. VIGLINO, Ragione, volontá e sentimento nella conoscenza umana, en "Euntes Docete", t. IV (1951), fasc. 1-2, pág. 189.

8 "Interimens rationem, sustinet rationem" . TOMÁS DE AQUINO, In duodecim libros Metaphysicorum commentaria, lib. IV, lect. 7.

9 TOMÁS DE AQUINO, In Aristotelis libros de caelo et de mundo expositio, lib. 1, lect. 22, n. 8.

10 "Non enim pertinet ad perfectionem intellectus mei quid tu vellis vel quid intelligas cognoscere, sed solum quid rei veritas habeat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 107, a. 2; Cfr. Ibídem, q. 12, a. 8, ad 4.

11 "Veritatem esse est per se notum: quia qui negat veritatem esse, concedit veritatem esse : si enim veritas non est, verum est veritatem non esse. Si autem est aliquid verum, oportet quod veritas sit" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 2, a. 1, ad 3.

12 JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, Pamplona 1967 (Eunsa), pág. 142.

13 TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De Veritate, q. 1, a. 1. Santo Tomás recoge en este lugar la definición de verdad como adaequatio rei et intellectus. Es de notar que intellectus puede traducirse tanto por "entendimiento" como por "lo entendido", y el sentido filosófico es correcto en ambos casos. En el primero, la adaequatio es de apertura a las cosas (el entendimiento se hace intencionalmente la cosa si pasa al acto de entender); en el segundo caso se describe la situación de un intelecto conocedor en acto, cuya realidad permite otro tipo de adecuación: la que hay entre la especie expresa pensada y la cosa. La primera adaequatio es, por así decirlo, de orden psicológico: la de dos realidades diversas, hecha 1a una para la otra. La segunda supone que la idea (contenido del intelecto pensante) es fruto de la cosa y expresa el contenido inteligible de la misma, su verdad ontológica: tal adaequatio es la verdad del juicio -que llamamos lógica-, primer analogado del término verdad. La adecuación entre el entendimiento y la cosa se llama también "verdad", pero se trata de una acepción secundaria que equivale a "veracidad" del intelecto.

14 "Augustinus loquitur de visione intellectus humani, a qua rei veritas non dependet. Sunt enim multae res quae intellectu nostro non cognoscuntur; nulla tamen res est quam intellectus divinus actu non cognoscat, et intellectus humanus in potentia (...) Et ideo in definitione rei verae potest poni visio in actu intellectus divini, non autem visio intellectus humani nisi in potentia" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, ad 4m.

15 "... quia secundum hoc, non esset verum quod non videtur; quod patet esse falsum de ocultissimis lapillis, qui sunt in visceribus terrae"" TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, 4.

16 "... etiam si intellectus humanus non esset, adhuc res dicerentur verae in ordine ad intellectum divinum" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, c.

17 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae. De Potentia, q. 3, a. 4.

18 JOSEF PIEPER, La criatura humana, en "Veritas et Sapientia", Pamplona 1975 (Eunsa), págs. 126-127.

19 "Res autem quae est aliquid positivum extra animam, habet aliquid in se unde vera dici possit": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 5, ad 2.

20. "...aliquid intelligi sine altero, potest accipi dupliciter. Uno modo ita quod aliquid intelligatur, altero non intellecto: et sic, ea quae ratione differunt, ita se habent, quod unum sine altero intelligi potest. Alio modo potest accipi aliquid intelligi sine altero, quod intelligitur eo non existente: et sic ens non potest intelligi sine vero, quia ens non potest intelligi sine hoc quod correspondeat vel adaequetur intellectui. Sed tamen non oportet quod quicumque intelligit rationem entis intelligat rationem veri, sicut nec quicumque intelligit ens, intelligit intellectum agentem; et tamen sine intellectu agente homo nihil potest intelligere": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a.1, ad 3.

21 "Volunt enim isti sophistae quod omnium possent accipi rabones demonstrativae. Patet enim quod ipsi quaerebant accipere aliquod principium, quod esset eis quasi regula ad discernendum ínter infirmum et sanum, ínter vigilantem et dormientem. Nec erant contendí istam regulam qualitercumque scire, sed eam volebant per demonstrationem accipere (...) haec tamen est passio eorum, id est infirmitas mentís quod quaerunt rationem demonstrativam eorum quorum non est demonstratio. Nam principium demonstrationis non est demonstratio, id est de eo demonstratio esse non potest. Et hoc est eis fucile ad credendum quia non est hoc difficile sumere etiam per demonstrationem. Ratio enim demonstrativa probat quod non omnia demonstrari possunt, quia sic esse abire in infinitum": TOMÁS DE AQUINO, In duodecim libros Metaphysicorum commentaria, lib. IV, lect. 15.

22 "Intellectus naturaliter cognoscit ens et ea quae sunt per se entis in quantum huiusmodi, in qua cognitione fundatur primorum principiorum notitia" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 83.

22 bis "Ex ipsa enim natura animae intellectualis convenit homini quod statim cognitio quid est totum et quid est pars, cognoscat, quod omne totum est mugís sua parte- et simile est de caeteris : sed quid sit totum et quid sit pars, cognoscere non potest, nisi per species intelligibiles a phantasmatibus acceptas. Et propter hoc Philosophus... ostendit quod cognitio principiorum provenit nobis ex sensu" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 51, a. 1. También observa Santo Tomás que todo hombre lleva consigo un principio de ciencia -la luz del entendimiento agente- por el cual se conocen, ya desde el comienzo y naturalmente, ciertos principios universales comunes a todas las ciencias: "inest unicuique homini quoddam principium scientiae, scilicet lumen intellectus agentis, per quod cognoscitur statim a principio naturaliter quaedam universalia principia omnium scientiarum" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 117, a. 1.

23 Ver: JORGE IPAS, Racionalismos (Caracterización de los), en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 19, Madrid 1974, págs. 595-596; JORGE IPAS, Pluralismo, en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 18, Madrid 1974, pág. 636.

24 TOMÁS DE AQUINO, In Aristotelis libros. De generatione et corruptione, lib. I, cap. 8.

25 ANTONIO MILLÁN PUELLES, La estructura de la subjetividad. Madrid 1967 (Rialp), pág. 163.

26 ANTONIO MILLÁN PÚELLES, O. C., pág. 71.

27 El "fenómeno advertido (en la ciencia, cuando reflexiona in actu signato) es un cierto noumeno, es algo de algo: es una realidad percibida y no una percepción pura. Y como signo de otra cosa (signo él mismo aquí advertido) es, a su vez, necesariamente relacionado a su causa, ya que sólo como tal puede interesar a la investigación científica": CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed., Madrid 1973 (Rialp), pág. 47. Es de notar que la filosofía perenne, cuando habla de "accidentes", significa, entre otras cosas, aquellas cualidades sensibles que de algún modo emergen desde dentro y son, por tanto -aunque en diverso grado-, manifestaciones de la esencia. Los accidentes manifiestan, más bien que encubren, la esencia, y por eso los sentidos permiten el intus legere, el apresar la inseidad, la intimidad ontológica de las cosas sensibles: Cfr. C. CARDONA, o. c., págs. 44 y 104.

28 ANTONIO MILLÁN PUELLES, La estructura de la subjetividad, Madrid 1967 (Rialp), pág. 20.

29 CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed. Madrid 1973 (Rialp), pág. 35.

30 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 85, a. 2.

31 Ibídem.

32 Ibídem.

33 Ibídem.

34 ANTONIO MILLÁN PUELLES, El problema ontológico del hombre, en "Scripta Theologica", vol. VII, fase. 1, Pamplona, enero-junio 1975 (Eunsa), pág. 314.

35 CARLOS CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, 2ª ed., Madrid 1973 (Rialp), págs. 98-99.

36 "Aquel hombre de Dios, curtido en la lucha, argumentaba así: ¿Que no transijo? ¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal. En cambio, usted es muy transigente...: ¿le parece que dos y dos sean tres y medio? -¿No?..., ¿ni por amistad cede en tan poca cosa?

-¡Es que, por primera vez, se ha persuadido de tener la verdad... y se ha pasado a mi partido!": JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 30ª ed. castellana, Madrid 1976 (Rialp), núm. 395, pág. 117.

37 ANTONIO MILLÁN PUELLES, El problema ontológico del hombre, en "Scripta Theologica", VII (1975), páginas 312-313.

38 Ibídem, pág. 322.

39 TOMÁS DE AQutrro, Suma Teológica, I parte, q. 84, a. 1, c.

40 "Omnis motus supponit aliquid immobile: cum enim transmutatio fit secundum qualitatem, remanet substantia immobilis; et cum transmutatur forma substantialis, remanet materia immobilis. Rerum etiam mutabilium sunt immobiles habitudines: sicut Socrates etsi non semper sedeat, tomen immabiliter est verum quod, quandocumque sedet, in uno loco manet. Et propter hoc nihil prohibet de rebus mobilibus immobilem scientiam habere" : TOMÁS DE AQuiNO, Suma Teológica, I parte, q. 84, a. 1, ad 3m.

41 Puede verse, por ejemplo, JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Nuestra sabiduría racional de Dios, Madrid 1950 (C.S.I.C.).

42 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 14, a. 6, ad 3.

43 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 86, a. 3.

44. Ibídem.

45 E. MEYERSON, De L"explication dans les sciences, París 1921 (Payot), págs. 371-372.

46 BERNHARD LAKEBRINK, El concepto tomista de acto de ser, en "Veritas et Sapientia", Pamplona 1975 (Eunsa), página 26.

47 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 81.

48 Ibídem, lib. II, cap. 69. 

49 Ibídem.

50 "Las disposiciones de nuestra alma se alteran accidentalmente y en virtud de su unión con el cuerpo: pues lo tiene a su servicio, para que, contando con él, se mueva en el tiempo, según sus operaciones propias, hacia su última perfección": TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. IV, cap. 95.

51 "Hablar de ser histórico del hombre es, al menos, equívoco: a no ser que se piense que el hombre sea sólo su cuerpo. Porque, efectivamente, un perro, un árbol, una piedra, tienen un ser puramente histórica. El ser del hombre, por la espiritualidad de su alma, trasciende constitutivamente la historia, y por eso puede hacerla sin estar condicionado por ella ni reducirse a su transcurso" : R. GARCÍA DE HARO, I. DE CELAYA, La moral cristiana, Madrid 1975 (Rialp), páginas 149-150.

52 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica., I parte, q. 85, a. 7.

53 Ibídem.

54 "In eo autem quod quis intelligit, non errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. III, cap. 108.

55 Para el estudio de las relaciones entre Sartre, Hegel y Marx resulta altamente interesante la obra de JUAN JOSÉ SANGUINETI, Jean-Paul Sartre: Crítica de la Razón Dialéctica y Cuestión de Método, Madrid 1975 (E.M.E.S.A.), págs. 17-20 (y passim).

56 H. BERGSON, "Inconnaissable", en Vocabulaire technique et critique de la philosophie, 8ª ed. (Lalande), pág. 488.

57 Observa Santo Tomás que el entendimiento no atribuye su modo de entender a las cosas que entiende, como no atribuye a la piedra la inmaterialidad, aunque sea inmaterialmente -por la naturaleza espiritual del entendimiento como la conoce: "non enim intellectus modum quo intelligit rebus atribuit intellectis : sicut nec lapidi immaterialitatem, quamvis eum immaterialiter cognoscat" (TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. I, cap. 35).

58 "La verdad, como el ser, es análoga, es decir, se realiza y se encuentra en distintos planos o aspectos, lo que exige distintos métodos; así, la ciencia no es tampoco unívoca, no hay una y única ciencia, sino varias específicamente distintas. Y ninguna de ellas agota toda la realidad; el conocimiento humano completo de un objeto se da por conjunción de todas las ciencias sobre ese objeto, es decir, estudiándolo con los distintos métodos, lo que produce no sólo una acumulación de datos, sino una visión .desde distintos ángulos y a distintos niveles del ser": JORGE IPAS, Método, en "Gran Enciclopedia Rialp", tomo 15, Madrid 1973, pág. 668; Cfr. J. IPAS, Pluralismo, ibídem, tomo 18, pág. 636.

59 "Anima humana... in confinio corporum et incorporearum substantiarum. Quasi in horizonte existens aeternitatis et temporis": TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 81; Cfr. Ibídem, cap. 68.

60 Cfr. Ibídem, cap. 69.

61. J. MOUROUX, El misterio del tiempo, Barcelona 1962 (Estela), pág. 122.

62 TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 22, a. 12.

63 Ibídem, q. 24, a. 6, ad 5.

64 "Istae duae potentiae, scilicet intellectus et voluntas, se invicem circumeunt" : TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae. De Virtutibus in communi, a. 7 c.

65 TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 22, a. 12, ad. 1.

66 Ibídem, ad 2.

67 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 28, a. 3.

68 JAIME BALMES, EL Criterio, 8ª ed., París 1899 (Garnier), cap. XIX, párr. 11.

69 "Intelligo enim quia volo et similiter utor omnibus potentiis et habitibus quia volo" : TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De malo, q. 4, a. 1; "intelligimus enim quia volumus, et imaginamur quia volumus, et sic de aliis. Et hoc habet quia obiectum eius est finis" : ToMÁs DE AQUINO, Suma contra los gentiles, lib. I, cap. 72.

70 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 29, a. 5, ad 2.

71 Ibídem, I-II, q. 29, a. 5.

72 Ibídem, II-II, q. 15, a. 1, ad 3.

73 Ibídem, I-II, q. 29, a. 5.

74 Ibídem.

75 "Cuius quidem inconsiderationem ratio esse potuit voluntas in proprium bonum intense conversa: est enim liberum voluntati in hoc vel illud convertí" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. 111, cap. 110.

76 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 82, a. 1.

77 "In his autem quae sunt naturaliter nota, nullus potest errare: in cognitione enim principiorum indemonstrabilium nullus errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. III, cap. 46.

78 CARLOS CARDONA, Raíces del escepticismo contemporáneo, en "Palabra", Madrid, agosto-septiembre 1976, números 132-133, pág. 7.


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Editado bajo el título LA LIBERTAD EN EL PENSAMIENTO, por Ed. Rialp, Madrid 1977.
ISBN: 84-321-1921-O.