Con amor de madre

Autor:  Carlos A. Gutiérrez, L.C.

Fuente: Buenas Noticias

 

 

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«Estaba totalmente bronceado, pues venía de pasar unos días en la playa. Parecía dormido, no tenía un solo rasguño en la cara. Milimétricos cristales brillaban y centellaban en su rostro».

Así contemplaba Lucrezia, una madre italiana, el rostro de su hijo de 19 años, tratando de entender qué significaba estar en coma. Siempre que ella escuchaba esta palabra, pensaba que era una de esas desgracias que le pasan a otro. Pero esta vez, ese otro, era su hijo. Al volver de vacaciones de Rimini, un auto, que venía en contra y a exceso de velocidad, saltó la línea divisoria impactándose con el auto en que viajaba Max. Por el golpe recibido, el joven quedó en coma. (Agosto 1991)

La esperanza de una madre de salvar a su hijo, no se detiene por nada. Después de 8 meses, Max seguía inmóvil en una cama de hospital. La madre supo del caso de un chico que había salido del coma, y decidió viajar para encontrar a esta familia e informarse. El consejo que recibió de la mamá del niño fue el siguiente: «Si quieres a tu hijo, llévatelo a tu casa, sácalo del hospital. Pues un día llegarás al hospital y encogiendo los hombros te dirán que murió por la noche». Con pocos recursos económicos, y en contra de la mayoría de los doctores, lograron llevarse a Max. (Abril 1992)

Consultaron a varios neurólogos. Casi todos le decían que no tenía remedio. Finalmente, una doctora les hizo esta reflexión: «El paciente es una persona, no un semi-cadáver. Si tiene en torno a sí una familia motivada y un ambiente social positivo, la probabilidad de salir del coma aumenta». Con este comentario, decidieron seguir todo lo que este médico les indicaba. Los amigos y familiares de Max se organizaban para visitarlo, acompañarlo y atenderlo.

Después de diez años de vivir en estado vegetativo, de tener la mirada perdida en el vacío e inmovilidad en el cuerpo, Max vuelve en sí. Mientras la madre se alzaba de la cama donde el hijo se encontraba, éste le da un abrazo apretándola fuertemente y fijando su mirada en ella. Era el despertar del joven. Lucrezia no podía hablar, tenía miedo de que fuera una alucinación. Intentó gritarle a su marido que se encontraba en la cocina, pero la voz no le salía. (Octubre 2000)

Actualmente, con 34 años, Max se mueve en silla de ruedas y se comunica con lenguaje para sordomudos. Sus amigos continúan visitándole para ayudarlo en su terapia de gimnasia, lo cuidan y le ayudan en todo lo que pueden. Pronto recuperará el habla.

Una vez que el joven pudo comunicarse, reveló haber escuchado varias conversaciones, risas, llantos. Recordaba una conversación que sostuvo su madre con uno de los médicos del hospital al que le llevaron después del accidente. El médico le decía: «No se afane. Déjelo en cama, se apagará solo».

Dicen que el amor todo lo puede, y más el de una madre. No existía seguridad alguna del despertar de Max. Sin embargo, Lucrezia no se dio por vencida, mantuvo la fe contra toda esperanza. En su corazón de madre sólo existía amor y una certeza de estar haciendo lo correcto: acompañar a su hijo en su enfermedad, ya sea que despierte, ya que parta. El amor de esta mujer mantuvo latiendo el corazón del hijo por diez largos años que duró el estado de coma; como cuando en un tiempo lo llevó en su seno esperando con amor y paciencia su venida al mundo. Ahora le vuelve a enseñar a caminar, a hablar, a comer, paso a paso, con tanto amor como cuando tenía un año.

Las palabras de Lucrezia revelan un corazón lleno de amor y de sabiduría: «No quiero dar falsas esperanzas a nadie. Cuidar en casa a los seres queridos con una enfermedad grave es una decisión que requiere mucha entrega. Los padres deben saber que no se debe creer ciegamente a lo que los médicos digan. Hay que informarse, intentar, luchar por los propios derechos. Nuestros hijos lo ameritan, ya sea que vuelvan o no». (Diciembre 2005)