Sin prisa pero sin causa

Autor: Elena Baeza Villena 

 

 

Este fin de semana he tenido en casa a una de mis nietas –tiene 4 añitos- le encanta que le lea cuentos, que ya se sabe de memoria, ¡ay! de mi como me salte un renglón de momento me está corrigiendo. Entonces pensé que ya podría ir comprendiendo también otros mensajes y decidí leerle “El libro de las virtudes para niños”. Me pidió el libro, una vez que lo hojeó me dijo que le leyera la historia de “La liebre y la tortuga”, como todos los lectores conocerán el final de la historia de estos personajes, -no porque la liebre sea más rápida que la tortuga- si no se persevera, y aunque sin prisa pero sin pausa, al final es la tortuga la vencedora. No es pasión de abuela pero es un rato lista y, al final me puso el ejemplo de algunas de sus compañeras que no acaban el trabajo en el colegio. “Yo siempre acabo la primera abuela” me dice y la señorita me da un premio por conseguirlo.

Más tarde cuando me quedé sola, recordé una frase que solía aconsejar San Josemaría Escrivá, “haced todo sin prisa pero sin pausa” en pocas palabras resumen mucho. Porque si pensamos cuanto tiempo perdemos al cabo del día en los parones que sin darnos cuenta hacemos. Si los sumamos acabarían en horas de trabajo que hemos perdido durante nuestra jornada.

Cuando una persona pone amor al comenzar, llevar a cabo y concluir las actividades, tanto en el hogar, la oficina, la fábrica, la biblioteca…adonde desempeñe sus funciones y las transforma en escenario de diálogo con el Señor, todo nuestro quehacer se convierte en materia de oración. “Asímismo, cuando se cultiva un verdadero amor al prójimo, se siente la llamada a impregnar con el bálsamo de la caridad las relaciones familiares, sociales y profesionales, que es la santidad que nos pide Dios a todos, cada uno con su propia llamada, a través del trabajo bien hecho y ayudando a los hermanos en lo material y en lo espiritual” (Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, en una homilía en la Basílica de San Eugenio, en Roma el 26-VI-2007).

El trabajo, como todo lo humano, ha de ser libre y responsable y ha de ser ejercido por los cristianos con una mentalidad abierta, sin convertir en dogmas sus opiniones ni en ideas relativas las verdades de fe, y todo con un espíritu de colaboración leal con el Estado y los conciudadanos, sin que ello signifique abdicar de defender la dignidad de la persona y los derechos humanos.

Y hablando del trabajo el Señor nos busca y nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. “Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas” (Surco 498).

Ningún cristiano debe pensar que, aunque su trabajo sea aparentemente de poca importancia –o así lo juzguen con ligereza algunos- puede realizarlo de cualquier modo, con dejadez, sin cuidado y sin perfección.

El día 26 se celebra la festividad de San Josemaría, el santo del “trabajo ordinario” como proclamó Juan Pablo II en la homilía con motivo de su Canonización: “que a este santo se le podía decir el santo de lo ordinario”, ya que había empleado su vida en anunciar como “camino de santificación en el trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes ordinarios de cada día”.

“Sed santos como vuestro Padre celestial es Santo” (Mt. 5,48), ya lo dijo Jesús.

Así pues, la santidad está al alcance de todos los que quieran luchar por conseguirla, sin necesidad de grandes cosas que jamás podrían llegar para algunos. Dios no nos pide imposibles, así lo comprendió y vivió este santo de nuestro tiempo. Y como me dijo mi nieta, su señorita por hacer bien el trabajo le da siempre un premio, imagínense que nos tendrá reservado a nosotros el Señor, si cumplimos fielmente nuestros deberes ordinarios de cada día.