Cristianismo e Iglesia
Autor: Camilo Valverde Mudarra
El cristianismo, hoy, no entusiasma. La Iglesia Católica está en desuso. Se ve como una antigüalla, se resaltan los errores, se afirman las generalizaciones habituales, se siguen modas y críticas malintencionadas, el cansancio y el aburrimiento. Ciertamente la Iglesia tiene muchas cosas que la avergüenzan, pero muchas más que la honran; que todos los sacerdotes y obispos no han sido ni son reflejo del Maestro, se ve, se sabe; tampoco nosotros somos congruentes con lo que pensamos, hacemos y exponemos a diario: Sed perfectos, como lo es mi Padre; por su obras los conoceréis. No podemos ser los primeros en tirar la piedra porque no estamos libres de pecado.
Sin embargo, la doctrina evangélica es perenne, pura y profunda, resuma espiritualidad. Es amor: Amad al prójimo y más os digo, amad a vuestros enemigos; y misericordia: El que esté libre de pecado, tire la primera piedra. Yo tampoco te condeno, ve en paz. San Pedro y San Pablo y millones más murieron por ella. San Francisco de Asís, San Juan de Dios, “Santa” Teresa de Calcuta entregaron su vida a los pobres y los enfermos.
El sacerdocio es una vocación de entrega y renuncia; exige una vida de sacrificio en la superación de penurias casi insalvables rayanas en la heroicidad. El mandato del Evangelio es el servicio: ´Lavar los pies` y la disponibilidad de ´Tomar la Cruz`. Hay sacerdotes y obispos modelos de virtud, que hacen del «Mandamiento Nuevo» la guía de sus vidas, que las viven rigurosamente y con absoluto compromiso a los hermanos.
Un ejemplo fue Monseñor Aloisius Stepinac, arzobispo de Zagreb, pastor ascético e hijo de la pobreza, humillado hasta el extremo por el régimen comunista, que defendió a sus curas y a su gente en situaciones extremas y con peligro de su vida. Hecho prisionero, fue condenado el 16 de octubre de 1946 a dieciséis años de cárcel durísima; murió aislado, en su pueblo natal, bajo arresto domiciliario, en compañía de la intriga, de la soledad y del sufrimiento.
John Carmel Heenan, párroco en Londres y más tarde cardenal arzobispo de Westminster se marchó a la URSS, en 1932, disfrazado de comerciante, llevando en sus maletas un crucifijo plegable en el interior de una pluma falsa. Tras múltiples aventuras fue arrestado, pero consiguió huir. Con él, iban otros sacerdotes como capellanes militares o civiles o como mozos de cuadras, para llevar a quien los necesitara sus auxilios espirituales. Muchos fueron detenidos y asesinados, o acabaron sus días en los campos de concentración de la cruz gamada o de la hoz y el martillo.
Monseñor Romero, paradigma de servicio y entrega, e implacable con los abusos del poder corrupto, dijo en la catedral un día antes de ser asesinado: «Queridos hermanos, sin raíces populares, ningún gobierno puede ser eficaz y mucho menos cuando intenta imponerse con la fuerza de la sangre y del dolor. Quisiera hacer una llamada angustiosa especialmente a los miembros del ejército y concretamente a las formaciones de la guardia nacional, de la policía y de los cuarteles. Hermanos, sois de nuestro mismo pueblo, sois de nuestra misma sangre, vosotros matáis a vuestros hermanos campesinos... En nombre de Dios, en nombre del pueblo que sufre cuyos gemidos suben hasta el cielo y son cada vez más fuertes, yo os ruego, yo os suplico, yo os lo ordeno en nombre del Señor: detened la represión». Al día siguiente, el 24 de marzo de 1980, le dispararon al corazón mientras celebraba la Santa misa en la Catedral.
No hay teoría más eficaz que el Evangelio. Así, Bruce Marshall dijo que «nunca hubiera existido el comunismo si los cristianos hubieran intentado siquiera vivir como cristianos». Ni tampoco se hubieran propiciado otras miserias de imperialismos vejatorios y globalizaciones inhumanas reflejados hoy en este mundo tan injusto. El que busca reconocimiento, gloria y poder, ahí tiene su recompensa. El que posee una fe arraigada y vive en el Evangelio «con la profundidad del Amor y con la fecundidad de la renuncia incluso en el fracaso», según escribiera Urs von Balthasar, en el Amor halla su gloria.
Don Antonio Martínez de la Plaza, ilustre granadino, luego ordenado sacerdote y más tarde obispo de Canarias, fue un ejemplo preclaro de entrega y servicio. Desechó honores y el prestigio por la responsabilidad y el testimonio, tomó su corona de justicia y verdad, de espinas y confirmación de fe: símbolo de caridad, piedad y bondad.
Magnífico ejemplo de humildad, dejando celebridad y reputación, ofreció Monseñor Buxarrais, al renunciar al obispado de Málaga, para ir a servir a los necesitados en Ceuta.
Aún recuerdo la impresionante personalidad de aquel obispo, que fuera Patriarca de Venecia, Don Albino Luciani. Aspiraba ser sólo párroco de aldea y fue conducido, en contra de su voluntad, a la máxima dignidad de la Iglesia: A pesar de que informes reservados le negaron el orden episcopal, el Papa Juan lo quiso obispo. El Papa Luciani entendió su misión acorde con su vocación peculiar; y conocía muy bien sus limitaciones: «No soy un gran teólogo ni un gran historiador ni un sabio ni mucho menos un político, pero quizás el buen Dios necesitaba de un pobre hombre para hacer lo que le habría sido difícil a un gran teólogo». Su imagen iba más allá de la de los obsesivos currículos, y su pensamiento lo sintetizaba en la siguiente reflexión: «El obispo que es padre, pastor y hermano, ¿cómo puede ejercer en paz y confianza su mandato, si no lo quieren y lo aman?».
Este santo sacerdote-obispo, que detestaba las herencias temporales, cuando leyó en el Anuario Pontificio los títulos que correspondían al Papa -Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de su Iglesia Universal, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo Metropolita de la Provincia romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y Siervo de los siervos de Dios- prefirió quedarse con el de Obispo de Roma y el de Siervo de los siervos de Dios. Por las esquinas se oyen algunos lamentos como éste del poeta Pablo Neruda: «Busqué a los sabios sacerdotes, (...) eran sólo administradores». Pero los hay por doquier entregados a su tarea, sin distraerse y sin esperar recompensas y salarios, honores y distinciones, como 'pobres hombres', como defensores de la 'Palabra' que nunca se puede encadenar.
Los errores son cacareados con saña; la vida silenciosa, pero fecunda, no provoca alarma y atención; esos millones de mujeres y hombres que siguen su vocación cristiana, habiendo tomado su cruz y van tras Jesús, de sacerdotes y religiosos que dejan jirones de su vida en el servicio y amor al prójimo, no saltan a los Medios de Comunicación pero son los millones de santos anónimos que mantienen vivo el Evangelio y la esperanza de paz en este mundo injusto.