La penitencia

Autor: Camilo Valverde Mudarra



¿Yo para qué nací? Para salvarme;
que tengo que morir es infalible,
dejar de ver a Dios y condenarme, 
triste cosa será, pero posible, 
¡Posible! ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme? 
¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? 
Loco debo de ser, pues no soy santo.


Lope de Vega.


El sustantivo griego metánoia y el verbo metanoéîn y el latino converto designan el concepto de arrepentirse, hacer penitencia, convertirse, volverse a, cambiar de idea. Estas acepciones expresan el sentido de lo que la Biblia llama “necesidad radical” y el significado de lo que habitualmente se conoce por penitencia.

La penitencia se describe tanto en el Antiguo como en el Nuevo T. expresamente por el dolor del corazón, rodeada de muestras de arrepentimiento y de detestación y aborrecimiento del pecado porque “Tus iniquidades te castigan, tus infidelidades te condenan; comprende y considera que es cosa mala y amarga abandonar a Yavé, tu Dios” (Jer 2,19) Y Pedro, tras el canto del gallo y haberse cruzado con la profunda mirada de infinita misericordia del Maestro, “saliendo fuera, lloró amargamente. S. Cipriano dice: “Peor herida es pecar y no satisfacer, delinquir y no llorar los delitos”. Por esto, definía S. Gregorio: ”Hacer penitencia es llorar los males perpetrados y no cometer lo que después se habría de llorar. De aquí que a este acto principal de la penitencia se le llame contrición. 

Jesucristo, médico del alma y del cuerpo, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: el sacramento de la Penitencia y la Unción de los enfermos.

“Los que se acercan al sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, afirma la Lumen Gentium 11, obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones”.

El alejamiento del mal, del camino hasta entonces seguido, es el primer acto que prepara para la reconciliación. Dice Jeremías que “si el malvado se convierte de su maldad, Dios se arrepiente del castigo que había pensado aplicar” (Jer 18, 8). Reconocer las culpas propias, hacer confesión de ellas abiertamente, arrepentirse, restablecer nuevamente las relaciones normales con Dios es lo que los profetas del AT suelen encerrar en el verbo sûb, de complejo significado, “retornar”, “convertirse”. 

Decimos sacramento de la conversión porque el creyente se convierte hacia Cristo que le anuncia: “El Reino de Dios es inminente. Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), y se vuelve al Padre: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra tí” (Lc 15,18) del que, con el pecado, se había separado y alejado. De la penitencia, porque, pidiendo perdón, el cristiano confiesa su pecado con dolor y con propósito de enmienda en un proceso personal de conversión, de arrepentimiento y de reparación. Y en fin de reconciliación, porque otorga el amor de Dios que reconcilia: Reconciliaos con Cristo” (2Cor 5,20). Y, viviendo el amor misericordioso de Dios, responde al precepto de Jesús: “Vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24).

Esta es la grandeza del don inmenso que Dios realiza en el sacramento del perdón, abre sus brazos, perdona y acoge en su casa: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”; y es que el pecado no cabe en aquel que “se ha revestido de Cristo” (Gal 3,27); pues, “muertos al pecado, hechos libres del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Rm 6,10). Dios es misericordioso y no rechaza al pecador: “El Señor es bueno para el que espera en Él; no rechaza nunca a nadie” (Jer 3,25.31). “Los que teméis al Señor, esperad sus bienes, el eterno gozo y su misericordia” (Eclo 2,9).

Sin embargo, el pecado es una realidad, el hombre persiste en su maldad. Y Dios hasta se arrepiente de la creación “Veo llegado el fin porque la tierra está toda llena de iniquidad por causa de los hombres” Gn 5,13; “no hay hombre justo en la tierra que haga el bien, sin pecar nunca” (Qo 7,20) y el apóstol S. Juan añade también: “Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a pedir: “Perdona nuestras deudas (debita nostra)” (Lc 11,4), uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios nos concederá. El pecado es una desviación del ser de cristiano, una ruptura en las relaciones con Dios y con la Iglesia. Se produce, pues, una doble transgresión: teológica y social.

De ahí, la necesidad de la conversión del pecador. La necesidad de reconciliarse con la comunidad eclesial y con Dios, en su amistad rota. La conversión ha de nacer del corazón del centro recóndito e inaprensible de nuestro interior. El profeta Ezequiel amonesta al pueblo para que se aparte de su mal camino: “Convertíos de vuestros perversos caminos; ¿por qué queréis morir?” (Ez 33, 11). “La justicia del justo no lo salvará si se pervierte, ni el impío perecerá por su iniquidad si se convierte” (Ez 33, 12) “Si el injusto se convierte de sus pecados y practica la justicia y el derecho…vivirá y no morirá” (Ez 33,14). Jeremías añade:“Les daré un corazón capaz de conocerme…” (Jer 24,8). “Haz que vuelva y volveré, pues tú eres Yavé, mi Dios. Sí, después de mi desvío me he arrepentido” (Jer 31,18-19). Y en el salmista reconoce:“Te he confesado mi pecado… Y tú absolviste la culpa de mi pecado” (Sal 32,5) 

También Jesús llama a la conversión; llamada que es una parte esencial del anuncio del Reino. ”Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos” (Mt 3,2);”Dad frutos de penitencia” (Mt 3,8). “Tus pecados te son perdonados…Tu fe te ha salvado” (Lc 7, 48-50). La esencia de la reconciliación la expresa Jesús de modo ejemplar en las dos parábolas (Mt 13,44-46) del tesoro y de la perla: La reconciliación necesita el obrar activo del hombre y exige el desembarazarse de seguridades y posesiones para entrar, sin reservas, en lo valioso encontrado que es el Evangelio. Dios, Padre siempre en amorosa espera, se regocija al encontrar al que estaba perdido, por hallar al arrepentido: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15, 7); “Tu hermano que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32).

Pero el hombre no puede solo, con su propio esfuerzo, realizar este acto de reconciliación y penitencia. Necesita el concurso de la fuerza Divina. Es el movimiento del corazón contrito atraído y movido por la gracia del Espíritu, “nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trae, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 44), a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero: “No somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino Dios el que nos ha amado a nosotros y ha enviado a su hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).

Así pues, la penitencia mueve al pecador a sufrir, todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, gran humildad y fructífera satisfacción.

Sólo Dios perdona los pecados. Por eso Jesús, Hijo de Dios dice: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2,10). Y, en virtud de su autoridad divina, Cristo confiere este poder de reconciliación a sus apóstoles, a sus sucesores y a los presbíteros que, por el sacramento del Orden, lo ejercen bajo la fórmula de la absolución:



“Dios, Padre Misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo. Amen”.