La Samaritana

Autor: Camilo Valverde Mudarra    


 

Era ya cerca del mediodía. Jesús de paso por Samaría, llegó al pueblo de Sicar -la antigua Siquen se identifica ordinariamente con Flavia Neápolis- y, cansado de su caminar, se sentó en el brocal del pozo de Jacob. Tras una caminata por el polvo y el sol palestino, el viajero sale agotado. El evangelista destaca este aspecto humano de Jesús. Llega una mujer a sacar agua. Y se entabla la conversación:

 

Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”. (Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). La samaritana le dijo: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” ( (Jn 4, 7-15).

 

Jesús, que no tenía con qué sacarla, se acerca a ella y le pide agua. Se entabla así la conversación de importante sentido teológico. En la carta apostólica “Mulieris dignitatem”, el Papa Juan Pablo II, dice: “Jesús dialoga con la samaritana sobre los más profundos misterios de Dios. Le habla del don infinito del amor de Dios, que es como "una fuente que brota para la vida eterna" (Jn 4,14); le habla de Dios que es Espíritu y de la verdadera adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en espíritu y en verdad (cf Jn 4,24); le revela, finalmente, que él es el Mesías prometido a Israel (cf Jn 4,26)” (MD, 15). Este diálogo viene a completar e interpretar el contenido de los dos capítulos precedentes: el agua viva de que surge la vida eterna evoca y explica el signo de Caná y el renacer de agua y de Espíritu que propone Jesús a Nicodemo (Jn 3,5); el Nuevo Testamento supera al Antiguo.

Destaca en la misma narración literaria el simbolismo histórico que late en toda la escena: aparece la mujer que, al sacar el agua, puede calmar la sed física de Cristo, quien, y ella no lo sabe, va a darle un agua que apaga la sed del espíritu.

 

Hostilidad judía.

 

Los judíos no se trataban con los samaritanos por razones étnicas y por oposición religiosa: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn 4,9). Se manifestaban la hostilidad y el desprecio más feroz. De ahí, el tú, siendo judío

Los reyes asirios habían colonizado el territorio de Samaría con gentes deportadas de sus naciones, lo que dio lugar a mixtificaciones raciales y sincretistas. Así, se fabricaron cinco divinidades y las colocaron en los “lugares altos” construidos por los samaritanos (2 Re 17,24-41), a las que rendían culto, junto al Dios de Israel: Veneraban a Yahvé y servían a sus dioses según sus ritos (2 Re 17,33). Los samaritanos levantaron en el monte Garizín un templo cismático a Yahvé, que luego fue destruido por Juan Hircano I, el año 128 a. C.; pero el culto continuaba celebrándose en el monte, lo cual agudizó el odio judío contra Samaría. El culto a Yahvé era ilícito e impropio para los judíos, por no realizarse en el templo único y por coexistir con ritos extraños. Es el símbolo al que se refiere el evangelista con la expresión de “los cinco maridos”; estos maridos representan los dioses paganos y extranjeros que perduran en los cultos de Samaría y que siguen adorando.

La ley prohibía hablar con mujeres en público y más aún con samaritanas. Para los rabinos, esta conducta era indecorosa. Ella misma muestra su extrañeza. Pero, a Jesús, no le detenían ni le amedrentaban los convencionalismos sociales y los prejuicios culturales de su época. Tal actitud, que a muchos crisparía, resultando tan sorprendente como revolucionaria, queda ahora empequeñecida por el encuentro con la samaritana. La mujer pertenece a un pueblo separado, considerado impuro e infiel por los judíos.

 

El don de Dios: el Agua viva.

 

 Jesús, que no ha venido a pedir sino a dar, va directo al objeto de su misión de salvación; la cuestión se torna y el que pide, ruega ser pedido. Quien pide agua fresca, ofrece agua viva.

 

Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber, tú le habrías pedido a Él y Él te habría dado agua viva’ (4,10).

 

El don que le propone Jesús viene a ser el agua viva, el agua que mana, que corre, salta incontaminada y brota pura; y esta significa la salud, la vida eterna. Pero, no una acción salutífera de condiciones naturales, sino que el símbolo del agua viva hace referencia, en S. Juan, al Espíritu Santo, fuente inagotable que mana en el alma ese agua prodigiosa. Así, la intensa y conocida frase de Jesucristo: El que tenga sed, que venga a mí y beba, de lo más profundo de todo aquel, que crea en mí, brotarán ríos de agua viva (Jn 7,37-38), la explica el mismo autor en el versículo siguiente: esto decía refiriéndose al Espíritu (Jn 7,39). No se vea, pues, contradicción alguna: el don de Dios, es Dios mismo donado en Cristo. El don de Dios, en el cristianismo primitivo, designaba al Espíritu Santo (Act 2,38; 8,20; 10,45; Heb 6,4). El agua simboliza un don que se puede identificar con la revelación de Dios, revelación del Padre, que Jesús hace a los hombres. El agua es Cristo mismo. Es el agua de la revelación, su doctrina.

 Para la Edad Media, el agua fue la gracia santificante. Muchas veces, el símbolo del agua se relaciona con la sabiduría:

La instrucción del experto es manantial de vida. Las palabras de un hombre son agua profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez  (Prov 13,14; 18,4).

Me han abandonado a mí, la fuente de agua viva (Is 2,13).

Porque abandonaron a Yahvé, el manantial de agua viva (Jr 17, 13).

Hirió la roca y las aguas saltaron, fluyeron torrentes (Sal 78,20).

Le dará a beber agua de sabiduría. (Si 15,3).

La enseñanza del sabio es fuente de vida para escapar de los lazos de la muerte (Pr 13, 14).

 

Y el agua viva es el Espíritu que Jesús comunica. El que no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5.15); es el símbolo del Espíritu, "río de agua" que brota de las entrañas de cuantos crean en Él; recuerda la efusión del Espíritu en los tiempos mesiánicos (Is 44,3; Ez 36,25; 47,1-12; Jl 35, 18). La conexión entre agua y espíritu es frecuente en los textos bíblicos:

 

El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas (Gn 1,2).

Un agua profunda es la palabra en el corazón del hombre, un río que brota, una fuente de vida (Pr 18,4).

Te guiará Yahvé y serás como huerto regado o como manantial cuyas aguas nunca faltan (Is 58,11).

Porque el Espíritu es la verdad. Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre y los tres convergen en lo mismo (1Jn 5, 6-8).

 

Descendientes de Jacob.

 

Los samaritanos gustaban de proclamarse descendientes de Jacob, a través de las tribus de Efraím y Manasés. Samaría era la tierra de los patriarcas (Gn 12,6, 33,18; Jos 24,25; Jue 9,6).

La samaritana simboliza a quienes quieren encontrar a Dios y lo buscan en medio de sus faltas y defectos. En el transcurso del diálogo, aquella mujer va a descubrir que el judío, que le pide agua, es mucho más que Jacob, el padre de Israel, porque Él regala un agua viva, manantial que salta hasta la vida eterna, la que una vez probada, elimina la sed para siempre, la sed del espíritu que sienten los que respetan a Dios, los que desean seguir sus caminos y abrazar su plan salvífico.

Cristo, el Nuevo Testamento, excede en gran manera al Antiguo, sugerido en Jacob. Simboliza que de la antigua fuente de Jacob mana el judaísmo, para resaltar, en contraste, que de Cristo salta la novedad del agua mesiánica, por ello se habla de la heredad que dio Jacob a su hijo José, cuyos restos fueron enterrados en Siquem (Jos 24,32).

La contraposición con Jacob expresa aquel algo misterioso que la mujer presiente mientras ve y oye a ese hombre particular; quiere entender la clase de agua que le describe Jesús, siente urgente un deseo incontenido por ese agua, tiene y ha tenido enorme sed, sed de muchas cosas, sed infinita. Inmediatamente, en su búsqueda, prorrumpe en la oración y le suplica: Señor, dame ese agua. No deseo tener nunca más sed y beber para siempre el manantial de Dios. Pues, el que viene a mí, no tendrá hambre y el que cree en mí, no tendrá sed jamás (Jn 6, 35). La misma imagen refleja el Apocalipsis en 22,17; 7,17. Cristo es aquí el dispensador de la gracia, del don del Espíritu.

Jesús lee en lo recóndito del alma:  Anda, llama a tu marido y vuelve aquí” (Jn 4, 16). No es que le interesase ver al marido, ni que quisiera afrentarla. Trata de incitar su conciencia, el llevarla a la condena de su vida irregular. Es ir a su objetivo. Él venía a salvarla. La salva su encuentro con Cristo. La samaritana empezó a comprender, cuando le hizo patente su penetración sobrenatural sobre su conducta inmoral. Se trata de una mujer pecadora, que ha tenido varios esposos y convive con un hombre, el sexto, que no es su marido.

La samaritana es un prototipo que simboliza y encarna al pueblo de Samaría; los cinco dioses (2 Re 17,29-33), importados por los conquistadores asirios, personifican los cinco maridos que había tenido: has tenido cinco maridos. Y el sexto representa el culto ilegítimo y herético, que, a la sazón, daban a Yahvé, al no centrarse en Jerusalén. Estamos, pues, ante un adulterio cultual y religioso. El nombre dado a Baal, precisamente, señala dos significados, el de marido y el de un dios pagano.

La mujer titubea en su apreciación. No sabe quién es ese hombre. Vislumbra al personaje. Duda. Pero, sí, cae en la cuenta de que está ante un profeta de Dios, no ve todavía toda la realidad. La conversación fluye suavemente, en ritmo ascendente, hasta su desenlace final.

Ante el templo cismático, se plantea la legitimidad del lugar en que dar culto y del modo de adorar a Dios. Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 19). Ya no serán necesarios los templos para venerar a Dios. Jesús establece que tal asunto es ya irrelevante, ha llegado el tiempo nuevo, la salvación viene con Él, presente en el “ahora”. Él mismo es el templo vivo de la verdad.

Jesús mismo reemplazará el templo en Jn 2,21. El Espíritu impulsará el culto nuevo del tiempo mesiánico que va a sustituir al rutinario del templo, culto sin espíritu reducido al frío ritualismo externo. El viejo templo será destruido y el templo nuevo exige un culto nuevo, vivo, vivificado por el alma. No se necesita el Garizín ni Jerusalén ni catedral, a Dios se le ama y adora en Jesucristo, en la verdad del corazón entregado a Dios y a los hermanos. Se trata de dar culto al Padre en Espíritu, que será adorado únicamente por quienes poseen el Espíritu que los convierte en hijos de Dios (Rom 8,15). El Espíritu de la verdad es el Espíritu de Jesús (Jn 14,17; 15,26). Significa adorar al Padre a través de Jesucristo que es el camino y la verdad, bajo la acción de Espíritu de la verdad y del amor. Es sumergirse en el misterio de la Trinidad Santa.

La hora está aquí, la hora mesiánica que Él inaugura no exige la exclusividad de monte ni de Jerusalén. Los samaritanos, al no aceptar más que el Pentateuco, desconocen la revelación plena. La salud viene de los judíos porque conocen y no mutilan la revelación, porque recibieron las promesas proféticas, mantienen el canon íntegro de las Escrituras y de ellos nacerá el Mesías.

Ha llegado la hora es una expresión característica de S. Juan. Llega la hora de la salvación, de la fe en Cristo: el que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna (Jn 5,24); el que cree en Él no será condenado (Jn 3,18). Es la hora de entender y ver: el que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna (Jn 6,40). Es la hora que aún no ha llegado en la boda de Caná y que la madre le fuerza con su ruego. Es la hora de su predicación: La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1.9); la hora de hacerse presente a los suyos para que se muestren hijos de Dios y manifiesten su fe: a todos los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1,12).

 

El Mesías, soy yo. (Jn 4, 25-26).

 

Jesús se define y se manifiesta Él mismo: Sé que vendrá el Mesías. Soy yo, el que habla contigo. Como lo hace en otras ocasiones: Soy yo, no temáis; Yo soy el pan de la vida; yo soy el pan vivo (Jn 6, 20.35.51); yo soy la luz del mundo; yo soy de arriba; conoceréis que Yo Soy; antes que naciera Abraham, Yo Soy (Jn 8, 12.23.28.57); yo soy la puerta; yo soy el buen pastor; yo y el Padre somos una misma cosa (Jn 10, 9.11.30); yo soy la resurrección y la vida (11, 25); para que creáis que Yo Soy (Jn 13,19); yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) yo soy la vid (Jn 15,1); yo soy, tú lo has dicho, yo soy rey (Jn 18, 5.6.37).

El samaritano, como el judío, también esperaba la venida del Mesías, profeta del Altísimo, según dicta el Dt 18, 15ss, que todo lo pondría en claro entre judíos y samaritanos, nos hará saber todas las cosas; un nuevo Moisés que renovaría la Ley y el culto verdadero y anunciaría su doctrina a todas las gentes: Id y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15). Ha llegado el Mesías, Soy yo. Es notable que aquí Él mismo se proclama el Mesías; lo declara abiertamente y hasta en tono solemne y a una mujer y samaritana y de mala conducta, hereje y denigrada. Esta declaración sorprende porque, en otras ocasiones, no permite tal denominación, incluso en los sinópticos lo prohibe terminante y Él mismo lo evita.

 

La samaritana en misión de apóstol (4, 27-30).

 

Es este un hecho sorprendente; aquella mujer-samaritana-pecadora, al oír y aprender la verdad, se convierte en "discípula" de Cristo; es más, una vez instruida, recibe su vocación de apóstol y comienza su apostolado porque -dice J. Pablo II- “anuncia a Cristo a los habitantes de Samaría, de modo que también ellos lo acogen con fe (cf Jn 4,39-42). La mujer, junto a  Cristo, encuentra su propio ser y descubre la verdad. Esa verdad la libera, la reintegra socialmente y la dignifica” (MD, 15).

En el diálogo, la samaritana va conociendo de modo progresivo la revelación de Dios. El Maestro, con habilidad, provocando la inquietud, motiva su interés: Si conocieras el don de Dios… (Jn 4,10). Por la conversación, va descubriendo la identidad del que habla con ella: de tú, un judío, pasa al Señor, y luego al profeta, veo que eres un profeta (Jn 4,19). Hasta que al expresar su certeza de que ha de venir el Mesías, Jesús se manifiesta con toda claridad: Soy yo, el que está hablando contigo (Jn 4,26).

La mujer estuvo con Jesús, le habló y encontró la fe: el que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna (Jn 5,24). Su ruego se une a los que con fe le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan (Jn 6,34). Ríos de agua viva correrán en el seno de los que crean en Cristo por la acción del Espíritu Santo. La misma imagen refleja el Apocalipsis en 22,17; 7,17.

            El contacto con Jesús y sus palabras, la transforman. La mujer, dejando el cántaro, ya no lo necesita, -y dejándolo todo lo siguieron (Lc 5,11)-, salió corriendo, a anunciárselo al pueblo. Convertida en apóstol, llegó a la ciudad diciendo:

 

“Venid a ver un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿Será acaso este el Cristo? Salieron de la ciudad e iban hacia Él” (Jn 4, 29-30)  

 

Sin embargo, su fe aún es débil. No les afirma decidida: es el Cristo. Llega a ellos con la duda, expresada en el interrogante: ¿Será el Cristo? Muestra una fe incipiente, la fe tambaleante, en sus comienzos. Sus paisanos, saliendo de la ciudad, dejado su entorno de la materialidad, de las cosas terrenas, al oírla, se dirigen hacia Cristo. El encuentro con Jesucristo exige el desprendimiento de la cotidianidad, el desembarazo de las ataduras mundanas, para entrar en el silencio del alma y desde allí oír su voz y encontrarse con Dios.

Así pues, la samaritana, cumpliendo su misión de apóstol: “Anda, llama a tu marido y vuelve aquí”, es la primera que anuncia a Cristo a su pueblo y pone las bases de la conversión de los samaritanos:

 

 Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en El por el testimonio de la mujer, que decía: "Me ha dicho todo cuanto hice". "Y cuando llegaron a El los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. El se quedó allí dos días y creyeron muchos más al oírlo. Y decían a la mujer: "No creemos ya por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es de verdad el Salvador del mundo" (Jn 4, 39-42).

 

Es Jesucristo quien realiza la siembra, que más tarde cultivarán los seguidores de Esteban. Se acercan a Jesús, lo escuchan atentos, creen en Él y entran en oración: “quédate con nosotros”.

 

Comunidad cristiana.

 

En el tiempo, en que San Juan escribe su evangelio, florecía ya una comunidad cristiana en Samaría: (Jn 4,36-42). Así, se puede suponer por este texto de gran valor para conocer el origen del cristianismo primitivo. Esta iglesia samaritana es la primera que aparece fuera de Jerusalén. Había surgido a causa de la persecución y de la dispersión (He 6-8).

Felipe, separándose del grupo original, se refugió en Samaría, donde, con otros compañeros, sembró la semilla de la doctrina evangélica. Estaba, al frente de este equipo, Esteban, condenado y martirizado por el Sanedrín, en presencia de “un joven llamado Saulo”, a consecuencia de denuncia falsa por rencillas entre los helenistas y los hebreos. Los compañeros que compartían, con Esteban, su idea del encargo universal del evangelio, marginados por sus superiores y perseguidos por el judaísmo, hubieron de huir y alejarse. 

            Este grupo de misioneros primitivos llevó el mensaje de Jesús de Nazaret a la tierra despreciada de Samaría. Dirigidos por Felipe, el primero de aquellos predicadores, cuando, por el martirio, les faltó su amigo y regidor:

 

Felipe, bajando a la ciudad de Samaría, les predicó a Cristo. Las muchedumbres prestaban atención a las palabras de Felipe, oyendo y viendo unánimes lo que decía  y los milagros que hacía (He 8, 5-6).

            Felipe entró a sembrar en un campo que ya había sido arado y sembrado con anterioridad; por eso explica Jesús, cuando vuelven de la ciudad, que es cierto el refrán:

 

“Uno es el sembrador y otro el segador”: Yo os he enviado a segar, donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga” (Jn 4, 37-38)

 

            San Juan entrelaza en el texto dos acciones distintas y diferentes en el tiempo. La que lleva a cabo Jesucristo y la que luego vendrá a proseguir la misión de Felipe.

            El apostolado del que fue investida la samaritana por el propio Jesús con el Anda, llama, fue el desbroce de aquel terreno baldío. Ella abrazó sin titubeo su vocación y, saliendo rápido, dejando sus cosas, fue a la ciudad a llamar a la gente: Venid … (Jn 4, 28-29). Cumplió su misión de apóstol: predicar y propagar a Cristo; sembró y recogió el fruto: Salieron de la ciudad y fueron a Él (Jn 4, 30). Por ella, oyeron y conocieron a Jesucristo. Tuvieron contacto y convivencia con el Salvador y supieron la verdad, albergaron al Mesías y creyeron en Él.