Matrimonio

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

El atractivo y el afecto, aún en época de los patriarcas, han estado en la base y fundamento de la unión matrimonial. Jacob trabajó durante siete años que le parecieron un día por amor a Raquel; y, a Ana, madre de Samuel, su marido le patentiza su amor. La atracción es la tensión entre sexos que se concreta en el “otro”. Se resuelve en el hallazgo del complemento, de la madurez y riqueza en el ser. 

El impulso sensitivo ha de venir a formar un todo compacto con aquel supremo amor que S. Pablo denomina “ágape”. Es el amor total, “paciente, servicial, no envidioso, no se pavonea, no se engríe; no ofende, no busca el propio interés, no se irrita, olvida las ofensas; no le alegra la injusticia, le gusta la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (1Cor 13,4-7). El matrimonio que no se funde y rija por este programa de vida está abocado a la ruina. Por eso, presenciamos todos los días tantos fracasos tantas rupturas, porque los materiales empleados en su construcción han sido ruinosos y frágiles. Necesita seriedad y reflexión, preparación y formación en su nacimiento y frecuente riego con la paciencia, con la disculpa con la tolerancia, y la alegría en su crecimiento. El ágape altruista y desprendido alejado del yo vive en y para el tú. Busca como de modo natural la dicha y comprensión del otro, sin idealizarlo, acepta su ser con defectos y debilidades, para cumplir juntos el deber cotidiano.

El fin inmanente a la institución natural del matrimonio es doble: la generación y educación de los hijos y la unión de vida en común robustecida por el amor. Sin la primera, esto es, si se evita la procreación deliberadamente, la segunda, la unión natural languidece y la comunión de vida se va perdiendo hasta que desaparece. En el ambiente que respiramos, se han introducido muchos modismos y formas que intentan destruir el matrimonio y la familia, nuestra respuesta será la de S. J. Crisóstomo: “No me cites leyes que han sido dictadas por los de fuera…Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas, sino por las leyes que Él mismo ha dado”.

La familia es la célula viva del cuerpo social, si se ataca y destruye, se desmorona la sociedad y quedará expuesta a la barbarie. La familia es el núcleo primario de ayuda mutua y de educación de los hijos en virtud del sacramento del matrimonio. Ya lo expresaba el Vaticano II: “los cónyuges…. (LG 11)

La descendencia, el “creced y multiplicaos”, es un fin natural e inmediato querido por Dios al instituir el matrimonio y, a la vez, es el término natural que confirma la lógica humana de modo directo. La educación de los hijos se integra de modo coherente en el deberes de los cónyuges dentro de la unidad familiar, como ya dijo Pío XI: “insuficientemente, en verdad, hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar no les hubiera también atribuido el derecho y deber de educar. por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de de la naturaleza y absolutamente se les prohibe que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar” (Casti Connubii).

La madre representa la raíz educadora del niño en la ternura y mayor dedicación y el padre, la autoridad. Pero, es necesaria la labor conjunta de los padres para logra lo que es una obligación de justicia a la prole. Y, al mismo tiempo, para educar hay que esta preparado; sin una sólida formación no se puede enseñar. Y la primera lección que los padres han de dar a sus hijos es la del ejemplo; las palabras vuelan y los ejemplos arrastran. El niño es una esponja y recoge todo lo que ve y oye; su personalidad futura depende del aprendizaje correcto en su primera etapa infantil; las primeras papillas lo condicionan para siempre. En muchos casos, la inhibición, la agresividad, la culpabilidad, la violencia y la irresponsabilidad se genera en una infancia negativa. Allí, se desvía, se impide, obstaculiza y se pierde. El niño que respira un aire cristiano, responsable, de respeto y tolerancia, de servicio, y sacrificio, de amor y alegría, de renuncia a diversiones y egoísmos, será un hombre entero y maduro. La entereza vendrá de la formación de una recia voluntad, que exige la adquisición de hábitos por medio de la práctica de pequeños actos para eliminar veleidades y alcanzar la recidumbre. Es imprescindible encauzar los impulsos, las tendencias y las pasiones. No se puede hacer dejación de la autoridad; inhibirse y conceder todos los caprichos es deseducar. El mismo hija busca y pide el principio de autoridad sin el que se siente desorientado, desprovisto y entristecido.

La acción educativa de la familia jamás puede sustituirla ni suplirla la escuela que, más tarde, se añade y adiciona a aquella. Una educación completa ha de surgir de los padres que son los principales educadores, cuya finalidad, en la formación del carácter y desarrollo del hijo, estará en inculcarle el amor al prójimo y el recto uso de la libertad

Déseme un pueblo rebosante de caridad, servicio y solidaridad y levantaré un edificio social feliz, justo, libre y próspero.