J. Ratzinger, Benedicto XVI

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

Han elegido al que tenían que elegir. La inspiración se vale de los medios humanos que tiene a la mano. Es un santo sacerdote de profunda espiritualidad, un eminente teólogo y lúcido filosofo de certero y sabio pensamiento, un hombre de Dios, lleno de caridad, revestido de honda humildad: “Soy un humilde labrador de la viña del Señor”, son sus primeras palabras. Amigo y colaborador íntimo del Grande Juan Pablo II nos va a dar inesperadas sorpresas. “Me consuela –añadió- el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar también con instrumentos insuficientes y, sobre todo, me confío a vuestras oraciones, en la alegría del Señor Resucitado, fiándome de su auxilio permanente. Sigamos adelante, el Señor nos ayudará y María su Santísima Madre está de nuestra parte”. Resuenan en estas palabras las de Juan Pablo II: “No tengáis miedo”. 

La sabiduría anticlerical, tendenciosa e ignorante, instalada en sus mansiones de cenas regadas de domprignon, se atreve a opinar y a criticar a Ratzinger, admirado por su amplia reputación de teólogo “abierto”, que, participando en la fundación de la revista “Concilium”, congregó y congrega el ala progresista de la teología. Desde fuera, sin creer en la Iglesia ni amarla, quieren decidir e imponer sus directrices, confundiéndola con asociaciones u organizaciones políticas en las que las masas asamblearias manejadas por cuatro iluminados votan las consignas por ellos instiladas. Lo tilda de conservador, inflexible e intransigente, contrario al aperturismo de la modernidad. Ya los calificaba San Pablo: ”Algunos se desvían, pretendiendo ser doctores de la ley sin comprender ni lo que dicen ni lo que categóricamente afirman” (1Tim 1,7). En efecto, ese es el mandato recibido mantener la Iglesia sobre la piedra fundamental de Pedro, apacentar el rebaño sin que ni una oveja se pierda, predicar la doctrina de Cristo y bautizar en la fe. La Iglesia ha de conservar intacta la doctrina de la verdad cristiana y el depósito de la fe confiados, que ni Ella puede ni debe cambiar; la palabra de Jesucristo en su Evangelio no admite modificación ni casamiento veleidoso con el espíritu de los tiempos. Así lo aconseja el Apóstol a sus Obispos: “Yo te mando delante de Dios y de Cristo Jesús que guardes el mandamiento sin mancilla; Timoteo, guarda el depósito de la fe que te ha sido confiado, evitando palabras vanas y vacías y las contradicciones de una falsa ciencia” (1Tim 6, 14.20).

Este bávaro de solvencia intelectual, cercano y humilde ha de conducir la barca, a través de la tormentosa realidad circundante, seguro de que no perecerá ante los embates de las furiosas olas que la golpean, aunque parezca que Cristo va dormido, siempre la salvará, dejando atónitos a las hombres “de poca fe”, y evitando que caiga en lo que Ratzinger ha llamado la “utopía de laboratorio” resumida en un programa que, con su poción mágica, intenta conectar la Iglesia con la sociedad y atraer a los jóvenes; sin duda, tenderá puentes entre Oriente y Occidente y entre ortodoxos, judíos, protestantes, hindúes, budistas y musulmanes, buscando la unidad de los creyentes frente al ateísmo que impele y ataca; zarandeará a los ricos y poderosos a implantar un justo reparto de las riquezas; y procurará sacar de la miseria que los corroe a los pobres y oprimidos. 

El sacerdote alemán, catedrático de Teología Dogmática, ya destacó en el Concilio Vaticano II como consultor teológico del arzobispo de Colonia, admirador del movimiento noecatecumenal, corrector de las desviaciones de la teología de la liberación, protector de los desfavorecidos, de los débiles y hambrientos, hoy Papa, auspiciará sus derechos elementales, y tratará de reevangelizar la Europa Laizante. El rabadán del rebaño de Cristo, portador de la verdad revelada está preparado intelectualmente para argumentar y contraponer su dialéctica al mundo moderno de liberalismo y libertinismo, de agnosticismo y ateísmo, de individualismo radical y a la crítica materialista de signo secularizante. Sabe que ha de comprender las exigencias de los procesos de cambio en constante avance e infundirle al hombre, conminado por los desafíos de la biotecnología, la globalización y la confrontación de civilizaciones, la esperanza y vida nueva que le falta. La sociedad actual compelida por los feroces vaivenes del consumismo egoísta y del inhumano neoliberalismo, en su fría orfandad, encontrará en él un padre-madre que la arrope y oriente hacia el futuro.



Su elección



Se sabe que Ratzinger era ya, antes del Cónclave, uno de los cardenales más apreciados de la Curia. Se encargaba personalmente de acoger a todos los purpurados que llegaban hasta el Vaticano y de introducirlos en su complicado entramado. Siempre se mostró cercano a ellos, como un verdadero hermano en la fe y en el sacerdocio. Su amabilidad y sencillez le han facilitado la relación personal prácticamente con todos los electores y ésta quizás sea una de las claves que ha facilitado su rápida elección. 

Los que ya entonces apostaban por Ratzinger como papable vislumbraron en su homilía, claro resumen programático de lo que querían para este pontificado, una posición firme en lo fundamental del credo católico, sin caer en las derivas oportunistas de los que, reclamando que la Iglesia se adapte a los tiempos modernos, le piden que renuncie a su esencia y tradición. Él es el sucesor más apto y adecuado para inducir, a la plenitud, la aplicación equilibrada y sopesada del Concilio Vaticano II. 

"Todavía no se ha asimilado todo el proceso y riqueza que supuso el Concilio Vaticano II", ha dicho. La Iglesia, tras impulsar el Concilio se hallaba perpleja ante numerosas encrucijadas". “Una serie de malentendidos derivados del Concilio hacía pensar que bastaría con identificarse con los comportamientos del mundo. Ahora debemos reflexionar sobre cómo podemos conservar la apertura al mundo, es decir, ser solidarios con nuestros contemporáneos y permanecer en profunda comunión con Cristo". "Dios está muy marginado en la sociedad contemporánea. El mundo político sigue sus normas y caminos, excluyendo a Dios como algo que no es de este mundo". "La Iglesia es una institución inmersa en el mundo con todas sus tentaciones”. 

El Papa sabe que "requiere una combinación de continuidad y cambio". No es saludable presumir que se vaya a constreñir a los límites de una simple salvaguarda doctrinal y moral. Ello no cuadra con el brioso temperamento del nuevo Pontífice, que enfrenta sus funciones y nunca rehuido el contraste de opiniones, el debate y el desbroce de las sendas y los retos. Es fácil pensar que “el Papa alemán pueda entablar, en la primera ocasión, una reforma radical de la curia vaticana".

El texto del Vía Crucis, escrito por encargo de Juan Pablo II, para el Viernes Santo, fue un toque de verdadera sacudida en el ámbito de la Curia Vaticana, en que las propias conciencias se sintieron interpeladas, lo mismo que otras muchas en distintos ambientes. Aún resuenan aquellas palabras en las que Ratzinger decía: «¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? Cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin damos cuenta de Él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual Él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison - Señor, sálvanos».

Esta oración es un signo del Espíritu, sumamente esperanzador: el Pontificado de Ratzinger va a traer grandes frutos, aunque no sin dificultades y espinas para la Iglesia y para él mismo. Pero está avezado a los problemas, no los teme y los afronta, está dispuesto al sufrimiento y verá el éxito. Quizás sea ésta la señal para identificarlo como «la gloria del olivo»,

El cónclave ha sido breve, «cónclave relámpago». Ello señala la unidad del colegio cardenalicio junto al nuevo Papa, es un claro indicio de que ha recibido el buen respaldo de los cardenales que representan la mayoría de la Iglesia. Benedicto XVI inicia su Pontificado, bajo el signo de la unidad, de la continuidad. La Iglesia, congregada con su pastor, afronta con ímpetu la tarea de servir al rebaño y, sin cansancio, conducirlo a los pastos fecundos de Cristo.



El nombre 



Si Wojtyla afecto a los carmelitas, conectando con el misticismo de nuestro refinado San Juan de la Cruz, marcó la relevancia del elemento religioso y místico en la configuración del nuevo pueblo de Dios, Ratzinger entronca con el pensamiento benedictino de esencias evangélicas y de la patrística y del equilibrio humano en la humildad, por su frugalidad, sencillez y desprendimiento.

La elección del nombre papal tiene mucho que ver con el incansable esfuerzo por la paz de Benedicto XV. Según el catedrático de Derecho Canónico Rafael Navarro-Valls, "el nombre elegido" por Ratzinger "recuerda el ecumenismo de Benedicto XV, impulsor de las conversaciones con los anglicanos". Bajo el Pontificado de aquel lejano predecesor, se promulgó el primer Código de Derecho Canónico.

En 1907, el Papa Pío X nombró a Giacomo della Chiesa, Arzobispo de Bolonia y siete años más tarde le impuso el capelo cardenalicio. Tres meses después, el 3 de septiembre de 1914, se convirtió en Benedicto XV en un tiempo histórico doloroso, complejo y difícil, en que se había iniciado el entramado de alianzas entre países que marcaron la explosión de la Primera Guerra Mundial. 

La inspiración del Colegio Cardenalicio había indicado de modo certero la cabeza en que ardía la llama del Espíritu: Benedicto XV se distinguió siempre por su cercanía y su esmerada visión diplomática. Sin dilación, desde los primeros tanteos del conflicto declaró la neutralidad de la Iglesia Católica e instó a las naciones al necesario diálogo y a la adopción de un acuerdo que restableciese la paz. En 1917, por medio de una carta dirigida a varios mandatarios mundiales, les planteaba un plan de paz que, desgraciadamente, cayó en el vacío y no llegó a florecer. Apenado, Benedicto XV no cejó en su empeño y se implicó en aquel horror: organizó la distribución de víveres, medicamentos y auxilios sanitarios a los damnificados, gestionó la liberación de numerosos presos de guerra y salvados, los protegió y los restituyó a su patria y familia. Una vez finalizada la catástrofe, dedicó todo su empeño a que los aliados desistieran de su bloqueo a Alemania. Y, a su vez, impulsó realizar una colecta en todo el mundo para ayudar a las víctimas más inocentes de la guerra: los niños; así mismo, al extenderse el hambre y la miseria por la Unión Soviética, en 1921, dispuso la ayuda de la Iglesia a las víctimas. 

De ahí que se le haya calificado de «gran samaritano de la humanidad». En sus últimos momentos, ya moribundo pronunció, en enero de 1922, sus últimas palabras sobre la motivación que fue la preocupación de todos los años de su pontificado: «Ofrecemos nuestra vida a Dios en nombre de la paz del mundo».



Biografía



El cardenal Joseph Ratzinger vino a nacer un 16 de abril de 1927 en Marktl Am Inn, perteneciente a la diócesis alemana de Passau, en el seno de una familia bávara tradicional. Su padre, policía de profesión, fue hombre de fuertes convicciones y creencias religiosas, lo que inspiró rápidamente hondos fundamentos en su hijo.

Durante el régimen nazi, el joven Joseph es reclutado para los servicios auxiliares antiaéreos. En el trascurso de la Segunda Guerra Mundial, tocado por Dios, madura su vocación religiosa. Estudia filosofía y teología y alcanza el grado de doctor con una tesis sobre «El pueblo y la casa de Dios en la doctrina de la Iglesia de San Agustín» y, al obtener la cátedra, es nombrado profesor en Bonn, Münster y Tubinga respectivamente. El año 1962, siendo ya sacerdote, aparece, como consejero del cardenal Frings, en el Concilio Vaticano II. Ya era un estudioso de fama internacional, y había alcanzado una gran «reputación progresista»

En 1977, Pablo VI lo nombra arzobispo de Mónaco y lo ordena cardenal a los pocos meses. En 1981, Juan Pablo II lo llama para que se haga cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Pontificia Comisión Teológica Internacional. Ejerciendo tal alta función, Ratzinger tuvo que entrevistarse con los sacerdotes iberoamericanos de la «teología de la liberación» y corregir sus desviaciones marxistas, así como al clero asiático, que llegaba a ver las religiones no cristianas como parte de un plan de Dios para la humanidad; y se mostró contrario a las uniones entre homosexuales. 

Posteriormente, en el mes de noviembre del 2002 recibe el decanato del Colegio Cardenalicio. Ha sido estrecho colaborador y puntal clave del pontificado de Juan Pablo II. Es un prolífico escritor; tiene en su haber numerosas y enjundiosas obras de extraordinario valor; es un Papa que ya ha escrito diferentes libros y no sólo de teología. La construcción de Europa y la comprensión del mundo actual, desde las ideologías del siglo XX y la antropología han sido dos de sus obsesiones. Además de inspirar la redacción del «Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, también ha publicado dos largos libro-entrevista, por lo que se sometió, sin recortes de ningún tipo, a las preguntas de dos conocidos periodistas italianos: «La sal de la tierra» e «Informe sobre la fe». También es suyo un libro titulado «La Iglesia» que se convirtió en texto de cabecera de numerosos obispos y eruditos seglares.



Relativismo y fe adulta. 



En su homilía de la misa «Pro Eligendo Pontífice», hizo un resumen de su pensamiento y su perspectiva sobre los cometidos que atañen a la Iglesia. El mandato de Cristo, dijo, se ha convertido en nuestro precepto a través de la unción sacerdotal, estamos llamados a promulgar el año de la misericordia del Señor, “Dios mismo, en su Hijo, sufre por nosotros; cuanto más tocados quedamos por la misericordia del Señor, más solidarios somos con su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra carne ‘lo que falta a las tribulaciones de Cristo’” (Col 1,24). 

Pidió, a los cristianos «una fe adulta» que no se deje «llevar a la deriva, ni zarandear por cualquier viento de doctrina al capricho de los hombres» (Ef 4,14), el camino hacia la madurez es la medida de la plenitud de Cristo, a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe; el hecho de «tener una fe clara, acorde al credo de la Iglesia», con frecuencia, es «etiquetado como fundamentalismo. “Adulta no es la fe que sigue las olas de la moda y de la última novedad; adulta y madura es la fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad”. 

Condenó, en su sermón en latín, el voluntarismo jurídico y «la dictadura del relativismo, ese dejarse llevar en zarandeo diario, que no reconoce nada como definitivo y que, como última medida, sólo tiene el propio yo y sus apetencias», lo que atenaza y mina los cimientos intrínsecos del catolicismo; el relativismo campante, es visto como el único comportamiento a la altura de los tiempos modernos». Y es que se olvida que el Hijo de Dios, el verdadero hombre, es la medida del verdadero humanismo. 

El hombre desorientado entre vendavales de modernidad en su vacío busca llenar su religiosidad. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice San Pablo sobre el engaño de los hombres y sobre la astucia que tiende a inducir a la maquinación del error (Ef 4, 14). Tiene el hombre el Evangelio con la palabra cálida y contundente de Cristo, pero lo ha dejado arrinconado y olvidado. 



Verdad y Caridad. 



La fe, sólo la fe, crea unidad y tiene lugar en la caridad. San Pablo nos ofrece hacer la verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad sería como «un címbalo que retira (1 Cor 13, 1). 

En el Evangelio, el Señor dice: «No os llamo ya siervos. . . a vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15). Muchas veces nos sentimos siervos inútiles (Lc 17,10), a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos da su amistad. No hay secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado que va hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con su yo: «este es mi cuerpo...», «yo te absuelvo...». Nos confía su cuerpo, la Iglesia y su palabra. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo Único» (Jn 3, 16). “La fe es un don que concede Dios; nosotros somos demasiado pequeños y nuestra razón demasiado frágil para poder creer en Dios. Y, sin embargo, millones de seres siguen creyendo; esto es un milagro. Es el signo de que Dios obra en nosotros”.

La amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle - idem nolle», era también para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, al poner nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26,39). En esta comunión de las voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más lo conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!

El amor es fruto de la fe. Jesús quiere que demos fruto: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Aquí aparece el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis... Tenemos que estar animados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios, nos ha sido dado para que llegue también a los demás. 

Hemos recibido la fe para entregarla a los demás, somos sacerdotes para servir a los demás. Y tenemos que llevar un fruto que permanezca. Pero, ¿qué queda? El dinero no se queda, los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que permanece, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el conocimiento, el gesto capaz de tocar el corazón, la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.

«La fe cristiana -aseguraba- no se basa en la poesía y la política, las dos grandes fuentes de las que nacen las religiones, sino en el conocimiento. Yo estoy convencido de que, efectivamente, en la educación cristiana se debe formar en primer lugar la razón y hacer comprender la racionabilidad de la fe. Naturalmente, la fe va más allá de lo que puede abarcar la razón, en cuanto que es una realidad que se dirige a la persona en su totalidad. Por lo tanto, se debe educar ciertamente la razón, pero esto significa educar a la persona en su totalidad, en todas sus dimensiones. Por eso la educación cristiana es también una educación en lo sagrado, una educación para la Ética. Estoy convencido de que una educación que introduce la fe y la reverencia hacia lo sagrado, abre también a los aspectos más profundos, a las dimensiones más profundas de la racionalidad».

No dudó en determinar este momento como «la hora de gran responsabilidad de la Iglesia Católica» y finalizó su homilía definiendo al próximo Pontífice, unas palabras que ahora han cobrado un valor profético: «que después del gran don del Papa Juan Pablo II, se nos done un nuevo pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor y a la verdadera alegría».

Su sermón en la Misa de Entronización ha sido muy significativo, profundo y muy cercano: "No haré mi voluntad, sino que, con vosotros, oiré la voz y la palabra de Dios"; la salvación y el amor vienen del crucificado, nunca de los crucificadores" y, a los mandatarios, les ha pedido que luchen contra la corrupción, que procuren la justicia social y trabajen por el bien. Su meta es insertar a Cristo en la sociedad y luchar por la unidad, aunque tenga que dar su sangre como San Pedro, por conseguirla. Terminó con la célebre frase de “No tengáis miedo a abrir las puertas a Cristo, en ello no existe ningún problema, no causa perjuicio ninguno, por el contrario la unión con Jesucristo, su amor, produce la felicidad, la alegría y el bienestar”. 

Creo que no tiene nada de inflexible, es todo sencillez, humildad y entrega dispuesta al amor, con esa su magnífica continua sonrisa que luce sin cansancio. Para todo el que quiera oírlo sin acritud marxista, agnóstica y relativista es un signo de esperanza y caridad. AMDG. Amén.