Participación de los laicos en la Iglesia

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

            I. LAICOS

 

La palabra laico, del término griego laos (pueblo), significa etimológicamente miembro del Pueblo de Dios. Desde el primitivo cristianismo, designó a los fieles cristianos que viven en el mundo su realidad diaria y profana, frente a los monjes y clérigos que reciben las órdenes sagradas y ejercen su profesión religiosa. Todos los hombres están llamados a formar parte del Pueblo de Dios, la Iglesia; este pueblo ha de extenderse a todo el mundo para cumplir el designio de la voluntad de Dios por el que envió a su Hijo Unigénito, Maestro que enseña, asocia y une bajo su palabra a toda la humanidad: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15), y único Mediador, camino de salvación, que se hace presente a todos en el Cuerpo Místico de Cristo.

Los laicos son los fieles que, incorporados a Cristo por el bautismo y hechos partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen, en la Iglesia y en el mundo, en cooperación con los Pastores, la misión salvífica de la Iglesia y asumen, con sus servicios y carismas, su función en la obra común. De modo, que todos, crezcamos en caridad, hacia Aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe cohesión (Ef 4,15). Están llamados por Dios a contribuir, desde el ejercicio de su propia profesión, guiados por el espíritu evangélico, a la santificación del mundo a modo de fermento; y así manifestar a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida ejemplar y su virtud evangélica, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad.

Por designio divino, la Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad. Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y cada uno tiene su propia función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros (Rom 12,4-5). Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: un Señor, una fe, un bautismo (Ef 4,5). “Es, dice el Vaticano II, común la dignidad de los miembros; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, pues, en Cristo y en la Iglesia, ninguna desigualdad por razón de raza o de nacionalidad, de condición social o de sexo, porque ya no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Todos vosotros sois «uno» en Cristo Jesús (Gal 3,28; Col 3,11).En la Iglesia cada uno tiene su propio camino, pero, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (2 Petr 1,1). A los laicos, les corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales, para realizarse y progresar en Cristo. Así, del mismo modo que por la bondad divina tienen como hermano a Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (Mt 20,28), pónganse al servicio los unos de los otros” (LG 32). La idea de servir al hermano consiste en ejercer de “buen samaritano” en todos nuestros actos; es darse en dádiva a los demás; es derramar en derredor la Caridad (Caritas: Amor), de modo que subyuguemos de amor y, ante nuestra conducta, exclamen, con la primitiva admiración, el “mirad cómo se aman“. Nuestra religión es la más simple -es un decir- y práctica: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros (Jn 13,34). Todo lo demás vendrá por añadidura. En ello reconocerán que sois mis discípulos (Jn 13,35).

En cuanto miembro del Pueblo de Dios, el laico dispone de su estatuto jurídico, que regula el Derecho Canónico. En síntesis, digamos que será tarea fundamental la edificación del Reino, mediante testimonio auténticamente cristiano en su actividad familiar, profesional y social, y con la palabra. Derecho y deber que reciben no por delegación de la jerarquía eclesiástica, sino del mismo Cristo en la recepción de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación (Apost. Act. 6.3; LG.33). Los laicos pueden unirse en asociaciones libremente promovidas y dirigidas por ellos y en las constituidas por la jerarquía. Sus fines serán fomentar la unión íntima entre la fe y la vida práctica, su formación doctrinal, desarrollar su piedad en las virtudes y el ejercicio del apostolado, derecho que contribuirá al bien de la Iglesia y de la humanidad. El apostolado, al que están destinados por el Señor, es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia; los sacramentos, especialmente la Eucaristía, comunican y alimentan el amor a Dios y a los hombres, que es el alma de todo apostolado. Deben buscar su fuerza en la oración y encontrar expedito el camino para participar celosamente, conforme a sus posibilidades, en la obra de salvación.

 

II.  LA MUJER.

 

La mujer participa en la Iglesia, pero su participación es relativa. Su papel no ha superado el de “ayudante”. La infravaloración y la misoginia históricas perviven en ciertas estructuras sociales y en todas la eclesiales. Sabemos que, en todas las épocas y culturas, la mujer ha ocupado un estrato de segundo orden en el entramado civil, público y privado. Ha estado sometida, casi como una esclava, y considerada un ser sin entidad. Tal vez, contribuyó, desde el principio, la conciencia colectiva por la que el hombre sabiéndola superior, amparado en los largos periodos de gestación y en su fuerza física, decidió relegarla. En ello y en todo el pensamiento occidental, ha pesado sobremanera el relato del Génesis que responsabiliza, de la transgresión y consecuente expulsión del Paraíso, a dos figuras femeninas: Eva y la serpiente. La E.M. y el Renacimiento imaginaron al perverso animal con rostro de mujer e, incluso, con un busto de abundantes senos (así, las Biblias Ilustradas: “Díptico de la tentación” de Hugo van der Goes s. XV). Ellas son las causantes de la desgracia, introducen el pecado en el mundo con terribles consecuencias. Una seduce, es la tentadora; la otra, seducida, se deja tentar. Ambas representan la desobediencia en la historia, la maldad y la debilidad. Y el hombre un ingenuo e inútil, que, como dice san Pablo, se deja arrastrar dócilmente. Cuando se presenta Dios y pide cuentas, se escudan de modo infantil: “la mujer que me diste me dio a comer”; y ella: “la serpiente me engañó”. Como si en la dádiva de la mujer radicara la culpa, o en la engañosa serpiente.

            Sin embargo, Dios hizo al hombre y a la mujer en igualdad absoluta; son dos mitades de una misma entidad: la especie humana: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creo, macho y hembra los creó" (Gn 1,27). En tal acto, todo indica que reciben la misma dignidad radical que corresponde a la persona. Los dos seres tienen significación colectiva, forman la especie humana que se compone de macho y hembra; los dos son el hombre entero, el conjunto de los dos constituye la criatura humana. Los dos son igualmente "imagen" de Dios. A los dos los bendijo y les dio los mismos mandatos: "Sed fecundos, multiplicaos, poblad la tierra y sometedla" (Gn 1,28). Pero ninguno puede dominar al otro, ninguno es superior al otro. Los dos tienen los mismos poderes y las mismas prerrogativas, los mismos derechos y deberes. Romper esta igualdad es ir contra el proyecto original de la Creación y de la Naturaleza.

En la vida privada y en el ejercicio profesional, hemos observado que la mujer está dotada de cualidades distintas y superiores a las del hombre. Es más paciente y sufrida, abarca más, capta antes, cuando el hombre va, ella viene; gobierna y dirige con mayor razón y acierto; y es madre. La maternidad la encumbra al primer puesto, es cocreadora con Dios, dadora de vida. Emperadores, profesionales, científicos, primero, han sido gestados y criados por la madre y madre tienen sus hijos. La mujer no ha escrito la Ilíada, ni la Eneida, el Quijote o Fausto, ni levantado las Pirámides o el Partenón, pero ha construido la humanidad.

 La mujer es la obra perfecta de la creación. Dios lo va haciendo todo de lo más imperfecto a lo más perfecto. Lo último es la mujer, formada de una costilla de Adán, de algo vivo, lo que también indica su superioridad sobre "todo bicho viviente", incluido Adán que fue hecho de la naturaleza muerta, del polvo de la tierra. Pero la mujer no, ella era una obra distinta y distinto tuvo que ser el procedimiento. La formación de la mujer está descrita con toda solemnidad para indicar que es la obra cumbre de la creación. Dios le reservó el último episodio. Es la culminación en manos del Hacedor. Tenía, en el plan divino, altos cometidos.

Pues siendo la obra cumbre, teniendo más y mejores facultades y “un peso y poder jamás alcanzados”  la Iglesia no le abre todas las puertas; afirma que no “hay, en la Iglesia, ninguna desigualdad”, pero sólo les reconoce el servicio y se queda en el “pueden ayudar”. En el mensaje final del Vaticano II a las mujeres (8-12-1965), resumen de lo expresado en el Magisterio Conciliar, sobre el apostolado de los seglares, leemos: "Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso y un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, ante mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del evangelio pueden ayudar mucho a que la humanidad no decaiga" AAS 58,13-14 (1966). Les concede sólo la función de ayudante y poco más. Llega la hora, ha llegado la hora, en que la mujer accederá a todos los cargos, estamos seguros, ya no espera, no puede esperar más, porque vivimos una “mutación tan profunda” que ya no podemos permanecer en usos arcaicos y remotos, porque la mujer ha alcanzado una consideración y un poder jamás pensado, porque la capacidad y la dignidad de la mujer lo reclama y porque lo quiere Cristo que la admitió entre sus discípulos en plan de igualdad, nombró a la samaritana su anunciadora y a la Magdalena “apóstol de los Apóstoles; y la encumbró permitiendo que fueran mujeres los primeros testigos del acto más trascendental del Evangelio, la Resurrección.

Ciertamente, las mujeres pueden y deben, “ayudar”, hacer mucho. Su participación es decisiva. Porque son enormemente valiosas, porque “están llenas del espíritu del Evangelio”, porque llega un momento en que la gente que suplica y aguanta, ya no puede rogar, ni tolerar ni aguardar más. Se cansa, se hastía y se exaspera. La mujer cansada de tanto silencio y obediencia, exige participación activa, reconocimiento privado y público de sus valores y la repulsa de mentalidades vejatorias y paternalistas.