Hambre y sed de justicia

Autor: Camilo Valverde Mudarra  

 

 

A través de su predicación, Jesús va exponiendo a sus oyentes el fundamento del reino: el ideal universal; enseña que todos los pueblos y naciones han de formar parte de su Reino Celestial, el Reino de Dios, que es Padre de la familia congregada por el amor del Hijo en la casa del Padre. Dios cuida del malo igual que del bueno, del injusto como del justo, del mismo modo los hijos de Dios que se entregan y actúan, como el Siervo, intentan hacer justos a muchos (Is 53,11), reflejando la luz del Padre (Mt 5,16), aun cuando parezca que no se obtiene respuesta. El amor circunscrito a los amigos apenas viene a ser un gesto similar a aquel que conduce a la ley del talión, en tanto en cuanto, “ojo por ojo”, significa, “donde las dan las toman”, y, por ello, “favor por favor”, “obra buena por obra buena”. 

Pero, el amor que predica Jesús es más profundo. Amar al prójimo, como a uno mismo, significa ir más allá del simple amor o afecto a los propios y cercanos. Para ilustrar su argumento, Jesús indica dos tipos sociales, generalmente despreciados, los publicanos y los paganos. Las autoridades judías que compraban a los romanos las concesiones de recaudación de impuestos normalmente eran considerados por los judíos de la misma calaña que los asesinos y los ladrones y, con frecuencia, se les despojaba de los derechos civiles del pueblo judío. Pues bien, esta es la intención de Jesús, la profundidad del amor que Él trae es total y abarca, en su comunión, a todos los hombres incluidos los desechados y excluidos (Mt 9,10).

Y, sin paliativos, les pide a todos, a los suyos y a los otros: «Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48). Significa que han de pro­curar renacer de nuevo y llevar una vida en espíritu y en verdad, a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), reflejando el amor extenso e indiscriminado de Dios, Nuestro Padre. 

La palabra «perfecto» se usa en la acepción de «inocente», sinónimo de justo (Sal 18,21-30); pero, en este contexto, el amor de Dios representa la perfección, en el sentido de que es completo, un amor en su totalidad, que incluye, no sólo la entrega amorosa en los brazos de Dios, sino también el amparo a todos los que son prójimos y los que representan a los enemigos y apartados de nuestra órbita afectiva.

Jesús propone y exige un amor consistente y puro, sin sentimentalismos, anclado en la justicia. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (Mt 5,6). Se refiere al ansia y a la exigencia propias que saltan del corazón, para implantar la justicia. “Obras son amores y no buenas razones” ha dicho la vieja sabiduría popular. El amor a Dios reclama las obras de justicia: limosna, oración y el ayuno (Tob 12,8-9; Mt 6,1-21); obras de justicia esenciales y perentorias son el reparto de la riqueza y la participación en los bienes de producción de esta tierra, cuya injusticia tiene sumidos en la hambruna y la pobreza, cerca de nosotros, en nuestras calles y en numerosos países extendidos por la amplia geografía, la geografía del pobre, del niño enfermo y sediento. 

La pobreza va en aumento, hasta 1960, en el mundo, había un rico por cada treinta pobres; hoy, la proporción es de un rico por cada ochenta pobres. Tristemente es un hecho indiscutible; se está perdiendo la lucha con­tra el hambre. Excepto el caso de China -que ha logrado resultados notables en la lu­cha contra hambre-, el número de pueblos crónicamente desnutridos ha crecido hasta 840 millones de personas en todo el planeta. De esa cifra, solamente una pequeña proporción es víctima de los desastres naturales que se suceden en el tiempo o de conflictos como el de Darfur. Más del 90% de esta gente son criaturas de la miseria y del olvido; sencillamente demasiado pobres para producir o adquirir el ali­mento mínimo y necesario para su supervi­vencia. Y muchos de ellos se están murien­do. Cada año en todo el mundo más de nueve millones de personas mueren a causa del hambre. Una de cada tres víctimas es un niño. Desde que usted co­menzó a leer y yo a escribir estas líneas, más de 30 niños han muerto de inanición. En su último Informe contra el hambre, la FAO (Organización para la Agricultura y la Alimentación) denuncia que cada año mueren de hambre más de cinco millones de niños sin llegar a los cinco años y que, en los países ricos, más de nueve millones de personas sufren hambre

Los enormes espacios de hambrientos y las grandes masas de miseria no tienen espera. El mundo ha entrado en la vorágine del materialismo y el consumismo; el egoísmo y el hedonismo reducen la vida a la búsqueda del bienestar y la falsa felicidad de su centro umbilical que conlleva al feroz y sistemático individualismo, olvidando la colectividad que malvive y padece la injusticia, la acumulación de riqueza en unos pocos y el desproporcionado gasto en el más absoluto olvido de compartir y distribuir los bienes existentes, que son propiedad de todos.

Las mujeres y las niñas, llegando a constituir el 70% de la población que vive en la pobreza, representan dos tercios de las masas analfabetas y, precisamente, por su condición femenina, no disponen del posible ingreso a la educación, a la salud y otros recursos sociales básicos; sufren una mayor morbilidad en casi todas las etapas de la vida, desproporción que se hace persistente, aun soslayando las dificultades reproductivas. De continuar este miserable olvido y no adoptar medidas urgentes que palien ya estos problemas, jamás se cumplirán los Objetivos de Desarrollo del Milenio. En muchos países, continúan vigentes ciertas leyes que quiebran gravemente los derechos humanos de la mujer. 

Aunque se conocen algunas noticias positivas y, últimamente, se producen avances respecto a la igualdad femenina, especialmente en materia legislativa, sin embargo, no llegan a hacerse realidad en la práctica de la vida cotidiana. Así, se comunica que de los 550 millones de pobres de este planeta en edad laboral, alrededor del 60% son mujeres. Es el nuevo elemento que se ha dado en llamar "la feminización de la pobreza", hecho lastimoso que representa el incremento de las mujeres que malviven constreñidas por la miseria de la hambruna, desechadas en el olvido del gasto innecesario, el despilfarro y la injusta participación en los recursos.

Son perentorias las acciones contundentes e inmediatas para erradicar el hambre y la sed de esta tierra, así como la gravísima lacra del Sida, junto a la imperiosa demanda de la inmigración, víctima del fúnebre oleaje en la patera o en el obscuro viaje de la incertidumbre. Toda la sociedad instalada en el bienestar ha de acudir con ímpetu a erradicar la pobreza lacerante por medio de instrumentos efectivos: hay que enseñar e incitar a laborar la parcela y proporcionar el arado y las semillas, el pozo y las máquinas y el barco y las redes.

El compromiso con la justicia ha de estar motivado por una relación sincera y fiel con Dios y con los seres humanos. El Texto Sagrado, hace ya mucho tiempo, que viene reclamando el concurso y la distribución del pan con el necesitado: “Desatad las cadenas injustas, soltad las coyundas del yugo, liberad a los oprimidos, romped todos los yugos; reparte tu pan con el hambriento, hospeda a los sin techo, viste al desnudo” (Is 58,6-7; Sal 112,9); “daba pan a los hambrientos y vestidos a los desnudos (Tob 1,17).

En el Reino que inaugura Jesucristo, no habrá yugos ni coyundas injustas: “Venga a nosotros tu reino”, que pertenece a todos los hombres. Se ruega que continúe viniendo el reinado de Dios, con todas las bendiciones que conlleva en sí, en el que no habrá pobres. Al inaugurarse el reino ((Is 55,1), el pan de la satisfacción espiritual y material llega de la voluntad de Dios cada día a nuestra mesa: “Danos el pan nuestro de cada día”. La restauración de su acción providente viene expresada en términos de calmar el hambre y la sed (Is 49,9) y, en la repuesta de Dios, se asegura que sus hijos comerán, beberán y se regocijarán (Is 65,13).