VII. Dios se revela en los pobres

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Este manifiesto de Jesucristo -las llamadas Bienaventuranzas- es un eco vibrante de las grandes proclamas de los profetas contra las injusticias de su tiempo, de las que Amós nos ofrece un buen ejemplo en estas palabras: 

"Por tres crímenes de Israel y por cuatro, no le perdonaré: Porque han vendido al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; porque aplastan contra el polvo de la tierra la cabeza de los necesitados y no hacen justicia a los pobres" (Am 2,6-7) 

         Las bienaventuranzas son un grito revolucionario que hay que leer así: Adelante los pobres..., adelante los que pasan hombre..., adelante los que son perseguidos, porque ha llegado el momento de la revolución querida por Dios, el cambio de unas estructuras socioeconómicas injustas, por un mundo nuevo en el que reinen la justicia y el amor. Eso es lo que pretende el Evangelio de Jesús: el que todos los seres humanos puedan ejercer en plenitud los derechos humanos y en el que todos constituyamos la gran familia universal, que tiene a Dios por Padre, y en la que todo sea común.

         Se trata de que el rico Epulón sea capaz de hacer partícipe de su mesa al pobre Lázaro, al que ni siquiera permite recoger las migajas que caen el suelo (Lc 16,19-31). En esta parábola los fariseos, "amigos del dinero" (Lc 16,14), se vieron retratados, por lo que deciden quitarle del medio.

         La caridad, en forma de limosna, junto con el ayuno y la oración, era uno de los tres pilares del judaísmo y lo es también del cristianismo (Mt 6,1-17). El maestro Hillel decía: "Mucha limosna, mucha paz". Y Jesucristo: "vended vuestros bienes y dad limosna" (Lc 12,33).

         En Jerusalén, los pobres se ponían en las entradas del templo, porque se pensaba que una limosna, antes de entrar en el templo, era especialmente grata a los ojos de Dios. En las primeras comunidades cristianas, "partir el pan" (celebrar la eucaristía) y "compartir la mesa" (la acción caritativa) eran dos cosas indisolublemente unidas (He 2,46; 4,37; 6,1-6). Los pobres, que encontramos en las puertas de nuestros templos, nos recuerdan que la celebración de la Santa Misa nos obliga a compartir nuestros bienes con los necesitados, que cada Misa, que celebremos, debe ir acompañada de una acción caritativa con nuestros hermanos. Un culto, que prescindiera de la acción caritativa, no sería un culto cristiano.

         Jesucristo no cesó en su misión revolucionaria, usando únicamente el arma de la palabra y de los gestos, la denuncia profética, nunca la violencia, a pesar de que profirieran contra él ataques durísimos y le tacharan de blasfemo (Mt 26,64-65; Mc 2,5-12; Jn 10,33), de hereje, de endemoniado (Jn 8,48), de comilón y de borracho (Lc 7,34).

Hay que hacerse eco de las justas reivindicaciones de los pobres y de los humillados, ser voz de los que no tienen voz, de los que, por mucho que griten, nadie los escucha. Y eso lo tenemos que hacer todos, y de manera especial los dirigentes de la Iglesia, a los que no se ve nunca al frente de las manifestaciones reivindicativas de los derechos de los pobres. Eso es lo que hace la teología de la liberación, desde luego, sin marxismo. Y es que no hay teología válida, si no es teología de liberación, pues redención, salvación y liberación son tres palabras que dicen exactamente lo mismo. Por eso, el mismo Juan Pablo II, en el avión, hacia Iberoamérica, acosado por los periodistas, dijo: "Yo también soy teólogo de la liberación. La teología de la liberación es, no sólo oportuna, sino necesaria".