Discurso de Benedicto XVI en Ratisbona

"Fe, Razón Y Universidad"

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

II. PARTE 

Modificando el primer verso del Libro del Génesis, Juan comenzó el "Prólogo" de su Evangelio con las palabras: "Al principio era el logos". Es justamente esta palabra la que usa el emperador: Dios actúa con "logos". "Logos" significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero, como razón. Con esto, Juan nos ha entregado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra en la que todas las vías frecuentemente fatigosas y tortuosas de la fe bíblica alcanzan su meta, encontrando su síntesis. En principio era el "logos", y el "logos" es Dios, nos dice el evangelista.

El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su súplica: "¡Ven a Macedonia y ayúdanos!" (Cf. Hechos 16, 6-10), puede ser interpretada como una "condensación" de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega.

En realidad, este acercamiento ya había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios de la zarza ardiente, que separa a Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, afirmando solamente su ser, es, confrontándose con el mito, una respuesta con la que está en íntima analogía el intento de Sócrates de vencer y superar al mito mismo.

El proceso iniciado hacia la zarza alcanza, dentro del Antiguo Testamento, una nueva madurez durante el exilio, donde el Dios de Israel, entonces privado de la Tierra y del culto, se presenta, como el Dios del cielo y de la tierra, con una simple fórmula que prolonga las palabras de la zarza: "Yo soy". Con este nuevo conocimiento de Dios, va al mismo paso una especie de ilustración, que se expresa drásticamente en la mofa de las divinidades, que no son más, que obra de las manos del hombre (Cf. Salmo 115).

De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía interiormente al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después se dio especialmente en la tardía literatura sapiencial.

Hoy nosotros sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría, la Biblia de los "Setenta", es más que una simple traducción del texto hebreo, que hay que evaluar quizá de manera poco positiva: es de por sí un testimonio textual y un paso específico e importante de la historia de la Revelación, en el cual se ha dado este encuentro, que tuvo un significado decisivo para el nacimiento del cristianismo y su divulgación.

En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento helenístico fusionado ya con la fe, Manuel II podía decir: No actuar "con el "logos" es contrario a la naturaleza de Dios. Por la ordinata voluntas de Dios, conoceremos sólo, que la afirmación voluntarista llevó al final, a un planteamiento que comenzó Duns Escoto con el llamado intelectualismo tomista y agustiniano. En contraposición, el espíritu griego y cristiano rompen las tendencias entre esta síntesis. Honestamente es necesario anotar, que se han desarrollado en teología del tardío Medioevo.

Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas, pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevar hasta la imagen de un Dios-Árbitro, que no está ligado ni siquiera a la verdad y al bien.

La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien dejan de ser un espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraposición, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu Creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente las desemejanzas son infinitamente más grandes que las semejanzas, como dice el Concilio Lateranense IV en 1215, pero, que no por ello se llegan a abolir la analogía y su lenguaje.

Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos en un voluntarismo puro e impenetrable, sino que el Dios verdaderamente divino es ese Dios que se ha mostrado como el "logos" y como "logos" ha actuado y actúa lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor "sobrepasa" el conocimiento y es por esto capaz de percibir más que el simple pensamiento (Cf. Efesios 3,19); sin embargo, el amor del Dios-Logos concuerda con el Verbo Eterno y con nuestra razón, como añade san Pablo es "lógico" (Cf. Romanos 12,1).