III Domingo de Adviento, Ciclo A

Mt 11,2-11: ¿Eres tú el que ha de venir?

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 35,1-10; Sal 145; St 5,7-10; Mt 11,2-11.

 

En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, envió a sus discípulos a preguntarle: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Jesús les respondió: Id a anunciar a Juan lo que habéis visito y oído: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y dichoso el que no se escandalice por mí!
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis, a ver? ¿Un Profeta? Sí, yo os lo digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti». En verdad os digo, que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el menor en el Reino de los cielos es más grande que él.
 

 

          Dios invita a los hombres a la esperanza. Vendrán días de alegría y de curación. Estos días han llegado con Jesús. Y mientras se espera su venida gloriosa hace falta tener paciencia y mantenerse firmes.

 

 

          El Profeta Isaías anuncia: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría…

Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Y volverán los rescatados del Señor».

 

          El contenido de esta profecía es la vuelta al Paraíso. La llegada del Salvador transformará el desierto en Paraíso (vv. 1-2, 6-7; cf Is 41,17-20; 43,20; 48,21); todas las dolencias se sanarán, pues su Reino no verá ya el mal: hasta la misma fatiga desaparecerá. Predice la próxima abolición de las maldiciones que trajeron la caída de Adán: el sufrimiento (Gn 3,16), las zarzas y las espinas del desierto (Gn 3. 18), el cansancio del trabajo (Gn 3,19), quedarán en el olvido. Este florecer del Paraíso, inmerso en los relatos de la Tierra Prometida (Dt 8,7-10) llega a perder su carácter delicioso, luego, en el N.T. Pero, sigue siendo una realidad la vuelta al Paraíso,

          El hombre tiene que empezar por reconocer su desierto en los suburbios de chabolas, en los hospitales, en la aridez de las injusticias, la violencia y la muerte. La ambición y el egoísmo han convertido el mundo en un desierto ardiente de demasiadas soledades y calamidades.

          Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Viene con ojos de ternura para el paralítico; pone en su rostro una felicidad sin fin. El hombre salta de alegría y da gracias a Dios. Viene el Hijo de Dios a regar nuestras tierras resecas con el agua viva del amor y misericordia. Su rostro es un manantial de vida para los pobres que Él ama. El desierto florece cuando el hombre mira al hombre con amor. La justicia y la paz van a implantarse y cerrarse en un abrazo, "para alegría de todos los pobres".

          La manifestación salvadora de Dios fundamenta la llamada al cosmos y a los hombres a una alegría total. Los evangelistas describen las obras de Jesús de acuerdo con estas imágenes isaianas (Mt 11,5; Lc 4,16-22, que cita Is 61,1s). El paso del desierto y el retorno del pueblo cautivo en Babilonia se convierten en símbolo de la felicidad de los últimos tiempos. La proximidad inmediata y última del Señor es fuente de alegría.

 

          Salmo Responsorial: «Ven, Señor, a salvarnos. El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor ama a los justos».

 

          El Apóstol Santiago dice. «Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca».

 

          El apóstol pide paciencia. Lo repite cuatro veces. Para todo se necesita paciencia. Las plantas no crecen deprisa, llevan su ritmo. El Señor fue paciente; es precisa la paciencia. Hoy, en verdad, se vive en un tiempo dominado por las prisas y el nerviosismo.

          Este pasaje se halla en la parte última de la carta de Santiago en un marco escatológico. La paciencia late en la capacidad de encajar la prueba y en la fortaleza de corazón que conviene a este tiempo anterior a la Parusía. Actualiza de forma nueva el sermón del monte y exhorta a vivir la fe de cada día, orientada hacia la escatología; invita a vivir un cristianismo de hecho, práctico, operante y a abrazar la realidad de la pobreza.

          En el cristianismo primitivo, se creía que Jesús había de volver rápidamente, para instaurar pública y gloriosamente su Reino. Es lo que se llama la espera de la parusía inminente. Por ello, Santiago exhorta a considerar la conducta ética, que está en consonancia con el «vigilad porque no sabéis el día ni la hora». El corto tiempo de la vida hay que aprovecharlo, a fin de no perderlo todo antes de que se acabe sin remedio.

          Cristo Jesús está llegando silenciosamente cada día. Nos lo recuerda hoy esta perícopa de Adviento. Cristo se encuentra en cada circunstancia de la vida. Y, como hijos de Dios, hemos de vivir esos encuentros con coherencia cristiana; la liturgia es símbolo de su llegada continua. El Señor llega. Vivamos firmes en esa esperanza. La espera del advenimiento de Jesús es la llamada a una gran confianza, a pesar de todas las dificultades. Hoy, hay gente probada en el sufrimiento y la paciencia, que, a pesar de todo, permanece en la edificación de la humanidad, en la afirmación de que el componente esencial es la fe.

         

 

          El Evangelio según San Mateo cuenta hoy la embajada de parte de Juan Bautista a Jesús y la alabanza que le hace el mismo Cristo.

          La pregunta que le llevan los discípulos del Bautista: «Eres tú el que ha de venir?», se debe entender en el sentido que le da el Bautista. Pertenece a Is 40,10, en que la aparición del Mesías conlleva la fuerza y la violencia. Y Juan Bautista, que conoce bien a Isaías, no encierra dudas de que el Mesías que él anuncia será particularmente violento (Mt 3,11). El Mesías, pues, vendrá con la firmeza de la forma terrible de un día de Yahvé. Pero, Jesucristo desmiente esa idea, resaltando que sus obras mesiánicas son muy otras; no enarbola la espada, sus armas se fraguan en la misericordia y la salvación; no viene a juzgar y condenar, sino a curar y liberar al hombre.

          No obstante, todo ello estaba previsto por la Escrituras respecto a la esperanza mesiánica (cf. Is 61,1; 35,5-8). En aquella época, concurrían dos conceptos opuestos del mesianismo; unos judíos esperaban un suceso de poder y de violencia; otros un tiempo de liberación y de felicidad. Ante los discípulos de Juan, Jesucristo revela un aspecto de actuar que, para ellos, representa un problema y un cierto escándalo, hasta que lleguen a captar el misterio del Hombre-Dios sobre la cruz, presente en el v. 6 (cf. Mt 13,54-57; 16,20-23; 26,31-33, y, en especial, (1 Cor 1,17; 2,5).

          El propio Bautista no preveía este aspecto inesperado de la personalidad de Jesús. Y Jesús lo elogia, dice que es más que un profeta: el mayor de los profetas, citando a Mal 3,1 y Ex 23, 20; define la misión del precursor como la de un servidor que conduce al pueblo de Dios hacia la tierra prometida. Y, sin embargo, Juan es el personaje más pequeño del reino. Esta observación es esencial, para entender el verdadero alcance del Evangelio. Juan es el mayor del A. T., pero, anda aún en una concepción demasiado humana y demasiado específicamente judía de las profecías. Por eso, es el más pequeño en el reino: le falta comprender ese carácter absolutamente inesperado que Cristo impone a su obra.

          Cristo y el Precursor, ya anunciados por las profecías, dan cumplimiento a las Escrituras, pero hay que penetrar en el misterio del ser de Jesucristo, sin lo cual se seguirá siendo el más pequeño en el Reino. Juan, encerrado en la cárcel, sufre una crisis; se pregunta qué pasa con el Mesías. Parece no dar señales. Jesús le responde contundente. Le ofrece los signos del Reino, de acuerdo con el anuncio de los profetas. Ya se están cumpliendo, pero de otra manera distinta a lo esperado por Juan: el Reino es una semilla pequeña, una realidad oculta en el corazón del hombre. El Mesías actúa en el amor. La respuesta fue un rayo de luz en la oscuridad de Juan. Juan es el más grande de los hijos de mujer. Pero, el reino es mucho más, exige la intervención de Dios, un renacer, el nacer de nuevo en agua y en Espíritu, que ni el más grande de los hombres puede lograr por su propio esfuerzo. Es la diferencia entre el A. y el N.T. La novedad está en el nacimiento del Espíritu, ser "hombres nuevos" requiere vivir entroncados en Jesucristo.

          Juan el Bautista, en el desierto de Judea, predicó un "bautismo de penitencia para la remisión de los pecados". Su misión era anunciar "al que había de venir", el que era más fuerte que él, "el cordero de Dios que quita el pecado del mundo". No obstante, en su mentalidad, no identificaba a Jesús con la figura del Mesías que él imaginaba. Por eso, le envía esa embajada a través de sus discípulos. La respuesta explicita que todas las cosas, anunciadas en la Escritura sobre el Mesías, se están  realizando en Jesús. Jesús añade: dichoso aquél que no se escandalice de mí. No es un Mesías de  sensacionalismo y fuerza, es humilde y sencillo. La advertencia de Jesús señala la necesidad de identificarlo a Él y su palabra. Él que es la Palabra (Jn 1,1). Sólo quien comprende su palabra comprenderá su persona y viceversa. Quien no lo entiende así, permanecerá a oscuras ante el misterio de Jesucristo. La razón del escándalo está en su humildad, en el camino de sufrimiento y de cruz. El escándalo de la cruz del que nos habla San Pablo (1 Cor 1,23; Gál 5,1).

          Juan no era de una caña, no se doblegaba, es íntegro e inflexible ante el mal. El caso de Herodes Antipas lo pone bien de manifiesto (14,1ss). Juan era un profeta. Pero un profeta singular. Era el mensajero, el heraldo que había de venir a anunciar la presencia del Mesías y a preparar sus caminos (Mal 3,1). Era el precursor del Mesías. Todo esto expresa que, efectivamente, había llegado el que tenía que venir. Que se había inaugurado la era mesiánica, el mundo nuevo creado por Dios, en su última y definitiva intervención en la historia.

          El desierto, estéril, duro y quemante, es espacio propicio a la reflexión y crecimiento de principios sólidos. Es el silencio y la soledad que llevan al fomento y desarrollo de los valores y virtudes profundas del ser. Es en el desierto, en el fondo de si mismo, donde el hombre puede llegar a su interioridad y, allí, avivar la verdad de las convicciones y los principios firmes y auténticos. No se debe afrontar la vida con el frágil equipo de impresiones, de entusiasmos pasajeros, exaltaciones momentáneas o de fórmulas y modismos al uso; eso sólo produce seres vacíos, volubles e incapaces de arrostrar constantes compromisos y responsabilidades.

          Llevar una vida bajo el signo de lo absoluto requiere mantener unos ideales que resistan los desvíos y venzan las dificultades. Los ideales verdaderos residen en la intimidad convencida y necesitan el cultivo personal en el silencio y la soledad para madurarlos. No se puede vivir con las respuestas y soluciones que vienen de fuera y de otros ni menos de las ideas y costumbres de moda. Lo externo, tras escuchar, observar y confrontar, debe ser elaborado, reconducido al íntimo ser con espíritu crítico y reflexión. De esa forma, mi vida llevará mi marca inconfundible. La vida en la verdad tiene que pasar regularmente por el sufrimiento, la búsqueda, la paciencia, el silencio, la meditación y la espera en la fe y el amor.