Solemnidad de la Inmaculada Concepción

Lc 1,26-38:  

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Gén 3, 9-15. 20; Sal 97,1-4.23; Ef 1, 3-6. 11-12; Lc 1,26-38 

 

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando a su presencia, dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél. […]
María contestó: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

 

            El símbolo adánico indica la radical condición humana atrapada en la esclavitud y miseria; el sufrimiento y las penalidades que comporta son el resultado de la caída, van asociadas al mal, producto de la debilidad, orgullo y desobediencia del hombre. Los descendientes de la madre simbólica, la humanidad, se hallan enzarzados en terrible combate con el mal, en cuyo enfrentamiento, cuentan con el aliento de una promesa de victoria, que Dios, por su infinita misericordia, le hizo al hombre. La historia de la salvación expresa la presencia divina en personas y signos que le revelan la Redención.

 

 

          El libro del Génesis cuenta: «Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó, ¿Dónde estás? […]

          El Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho eso, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón. El hombre llamó a su mujer Eva por ser la madre de todos los que viven».

            El Génesis refiere la transgresión y la caída que acarrea el pecado original, con la expulsión del jardín de Edén. “Comed y seréis como dioses” (v. 5). Se lo creyeron ingenuos y quisieron la eternidad y ser como Dios. Eso sólo puede ser un don del mismo Dios al hombre; el perdón, la salvación y la inmortalidad han de proceder de quien es la Vida y de quien la distribuye según su voluntad soberana.
          En un principio de los tiempos, la humanidad debió de transgredir gravemente las leyes de Dios y de la naturaleza de modo que ocasionó su ruina, al perder, por orgullo, todo el estatus de bienestar y bondad del Paraíso. Dios, Juez Supremo, interviene, interroga a los culpables, establece las responsabilidades y fija las sanciones. Pero, no se desentiende de su creatura, no la abandona al poder hostil y seductor. El hombre, Adán, comiendo el fruto del árbol ha tomado una opción libre en la que Dios no ha intervenido; ese acto erróneo y ambicioso aparece con toda su fuerza negativa contrario a Dios: el encuentro con el Creador manifiesta su acción irresponsable y pecaminosa, por eso, se oculta y muestra su temor. La relación hombre y Creador ha sufrido con la transgresión por su afán de un progreso desordenado, contrario al querer de Dios, una perturbación profunda; a la vez que, en las relaciones íntimas en el propio corazón de la humanidad, y entre el hombre y las realidades creadas. El mal, la serpiente, trata de perturbar la idílica paz y las buenas relaciones existentes entre Dios y el hombre y la mujer.

          Tenía que llegar la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, en que la cabeza de la serpiente antigua o Satanás, sería aplastada. La persona humana, por sí misma, con su  fuerza, con su propia luz, no puede transcenderse a sí misma; sus máximos esfuerzos y luchas no podrán, jamás, hacerle igualarse a Dios; finalmente, la tierra reclamará su cuerpo y Dios recibirá su aliento y espíritu. En la plenitud de los tiempos, Dios nos envió a su propio Hijo, nacido de Mujer, para llevarnos, a Él y a la Vida Eterna. No hay otro camino, ni otro nombre por el que podamos salvarnos y ser inmortales.
          Este versículo del Génesis ha sido interpretado de diferentes maneras en la historia de la exégesis. Hay un juego de palabras infantil. El hombre, excusando su responsabilidad, acusa a la mujer, y ella a la serpiente, que, allí, recibe el peso de la maldición divina; la serpiente, el más astuto de los animales, se convierte en el más miserable. Su propia astucia se vuelve contra ella. Según algunos, anuncia una lucha a muerte entre la descendencia de la mujer y la de la serpiente, que representa el mal; será un combate sin salida, entre las sanciones impuestas por Dios. Ante la experiencia personal del bien y del mal, recordemos las Palabras de Dios a Caín: «El mal acecha siempre a la puerta de tu casa y te acosa, aunque tú puedes dominarlo». Pero, el hombre, muchas veces, se aleja del Señor y del prójimo; anda haciendo el mal y rehuye el bien. Sólo en Cristo podremos ser fieles al Señor.

          Según otros, sí, hay una salida, pues el texto apunta a la serpiente y no al hombre. En este sentido, a la luz de la S. Escritura, la tradición cristiana ve aquí el "protoevangelio", que anuncia la victoria del Mesías, en la que brilla esencialmente la función del “fiat” de la madre del Vencedor, la Virgen María. Así pues, se patentiza que, a pesar de la derrota, hay un puerto para el hombre, en que puede atracar su esperanza de salvación, por medio de la intervención de María, figura de la Nueva Eva, en el triunfo de Jesús sobre la muerte. La cruz y la resurrección lo han confirmado plenamente. Este mensaje del Génesis trae optimismo y esperanza: el bien triunfará sobre el mal.

          María, la Madre, es aquella Mujer, Madre de todos los vivientes, que trajo al Redentor del mundo, manifestó su ejemplo de fe y fidelidad a Dios y de amor a Jesucristo, y dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra».
          Viviendo con fidelidad amorosa y vigilante ante el Señor que se acerca, podremos llegar a Él, con Cristo.

            Salmo responsorial: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo…  Aclamad al Señor tierra entera, gritad, vitoread, tocad».

          San Pablo escribe a los efesios: «Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que, en los cielos, nos bendijo en Cristo, con toda suerte de bendiciones, por cuanto nos eligió en Él, antes del comienzo del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados; en el cual hemos sido hechos herederos, predestinados, según el designio del que todo lo hace conforme al consejo de su voluntad»

            El Apóstol presenta el plan de Dios desde antes de la creación, para el hombre. Y lo hace en tono de reconocimiento, adoración y acción de gracias. El  destino del hombre es la filiación y la santidad. El texto es una "eulogia", oración de alabanza. Es un género muy conocido en Israel, en los salmos de alabanza y, lo mismo, en la liturgia de la Iglesia.

          La "eulogia" comienza siempre invocando a Dios, Padre Omnipotente y enumera las maravillas que opera por su pueblo. La alabanza se funda en la memoria, que se vincula a la acción de gracias o "eucaristía". Alabanza, memoria y acción de gracias son esenciales en la "oración solemne eucarística". La alabanza se dirige a "Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo". Dios es el "Dios de Jesucristo" y Jesucristo es el "Amado de Dios" (v. 6). Esta mutua relación y pertenencia es la garantía de nuestra salvación en Jesucristo. Por Jesucristo y en Jesucristo, tenemos acceso al Padre, por él y en él le tributamos todo honor y toda gloria; por Jesucristo y en Jesucristo, el Padre se ha acercado a nosotros con la salvación. Si el pecado nos aleja de Dios y de los hombres, la voluntad de Dios en Jesucristo nos acerca los unos a los otros y restablece la comunicación vertical de todos con un mismo Padre. En Jesucristo, somos como un canto de alabanza, que, por la gracia de Dios,  hemos recibido, somos una comunidad de alabanza.

          Agradece al Padre su elección tan significativa y nos invita a contemplar a María junto a nosotros y delante de nosotros, dando gracias al Padre. No es un merecimiento propio, sino concesión a la humanidad escogida y salvada: pertenece a la historia espiritual del hombre. El proyecto de Dios, desde las primeras páginas del Génesis, empieza a cumplirse en Cristo y en María, y se cumplirá en cada uno de nosotros, en la humanidad entera. Es realmente un proyecto luminoso, magnífico. Dios, ciertamente no creó al hombre perfecto, pero le otorga y destina a ser perfecto, «santo e irreprochable por el amor». «Sed perfectos, como perfecto es Vuestro Padre Celestial».

          Entre las bendiciones de Dios, se destaca especialmente que hemos sido elegidos antes de la creación del mundo, para vivir y ser hijos queridos en la presencia del Padre. Es una elección en Cristo, que es el Hijo, La palabra. Esta "adopción" está tomada del lenguaje jurídico, con un sentido mucho más real: más que una simple "adopción legal", es un "gracioso nacimiento en Dios" (Jn 1,12; 3,3; Tt 3,5) por el que nos llamamos y somos en verdad "hijos de Dios" (1Jn 3,1; Rm 8,1; Gal 4,6).

          Somos "hijos de Dios" y por tanto, también "herederos" de todos los bienes de su reino. La unión con Cristo mantiene en nosotros viva la esperanza de alcanzar todas su riquezas (cfr. Col 1,5; Rm 8,24), aunque la plena posesión de la herencia, sólo será posible después de la resurrección de los muertos.

          Bendecimos a Dios porque El nos ha bendecido primero «con toda clase de bienes», por su amor y el de Jesucristo. Todas las bendiciones pasan por Cristo y se personalizan en Cristo; que todas las bendiciones son Cristo. Todos estamos llamados, desde antes de crear el mundo, a ser «santos e inmaculados». Así, María es nuestro futuro anticipado, estímulo de nuestra esperanza. Y Cristo, la garantía de todas las promesas.

 

          El evangelio de San Lucas narra la Anunciación del arcángel Gabriel, considerado por el judaísmo como el anunciador de los últimos tiempos (Dan 8.9). Su aparición a María significa, que la entrada al Paraíso estará abierta a los hombres de ahora en adelante.

            Allá por los orígenes, la humanidad, por ambición y orgullo, debió de cometer una transgresión grave de las leyes de Dios y de la naturaleza, que ocasionó su caída en las garras del mal, de la muerte y la ruina. Tras esta caída, la andadura y situación cambia radicalmente. Aparece el dolor, el trabajo, la muerte, el egoísmo, la división. El hombre siempre se ha preguntado por el origen del mal y buscado una respuesta. Esta lectura bíblica, que es un relato religioso, de estilo poético-místico y no una investigación histórica, ofrece una reflexión sobre el sufrimiento humano: La raíz moral del pecado es el hombre que ha errado al hacer la opción del valor fundamental de su vida.

          El error de la humanidad consiste en el orgullo, falta de humildad, obediencia y fidelidad, cuyo modelo lo tiene en la Virgen María.

          María, Madre de Dios, y figura de la Iglesia, se convierte para el hombre en un signo de contemplación, para entender el modo de unirse a Dios en la fidelidad a su Palabra y dejar que la  Palabra misma llegue hasta lo más profundo del ser y lo transforme en hijo, con el Hijo, para gloria de Dios, y libre, hacerse esclavo en las manos del Señor, para encontrar la salvación y llevarla a todos los pueblos, por la unión con Cristo, que la hace visible en la historia, con su amor y su misericordia.

          Llegado el momento del cumplimiento de las promesas mesiánicas, Dios, hecho hombre, se levanta victorioso sobre el pecado y la muerte. Dios es fiel a sus promesas. El Mesías esperado durante tantos siglos se ha hecho realidad entre los suyos, en la sencillez del Hijo de Dios, encarnado por obra del Espíritu Santo, en el seno virginal de María de Nazaret.
          Una joven, María, estaba prometida a José, pero aún no vivían juntos. Un día vino un ángel y le dijo que iba a ser la Madre de Dios. En principio, a María, aquello le pareció imposible, pero, sin titubeo, aceptó, pues, para Dios no hay nada imposible. Su fe y confianza en el Señor eran firmes: Por eso, se la proclamó: «Dichosa tú por haber creído el cumplimiento de la palabra de Dios». Dios respeta al hombre y atiende a su libertad. Respeta a María y espera que libre decida. Dios espera la entrega y la permeabilidad del hombre. Dejarse hacer por Dios no implica carecer de personalidad y sentido crítico. Ella pregunta: ¿Cómo sucederá esto? Y, al saberlo, se declara "esclava del Señor". Esta declaración refleja una grandiosa actitud de espíritu lleno de entrega y sencillez en apertura al Otro. La expresión tiene sus raíces en la mística antiguotestamentaria, llena de resonancias bíblicas que recuerdan el lenguaje propio de vocación y anuncio extraordinarios (cfr. Gn. 16. 11; Jc 13, 3-5). «He aquí la esclava del Señor... Y el ángel la dejó».

          Cuando Dios, por medio del ángel, la llama la Llena de Gracia, da testimonio de la santidad de María, no por obra personal, sino porque el Señor está con ella. Pues, el hombre no alcanza por sí mismo, la salvación, sino que es la presencia de Dios quien le hace ser santo. Cuando Dios mira a uno y lo llama a unirse a Él y a una misión, sólo cabe una postura: Darle respuesta decidida y humilde, como María: «Hágase en mí según tu Palabra»; cúmplase en mí siempre tu voluntad; soy el barro tierno en tus manos, el barco que boga a tu timón. Entonces, Aquel que es la Palabra pondrá rumbo a su vida y en puerto seguro lo hará ser hijo de Dios, Palabra viva de Dios en el mundo.
          "Llena de gracia" significa tanto como "llena del favor de Dios". La Inmaculada, la que nunca estuvo sujeta a la esclavitud del pecado, fue objeto de todas las complacencias divinas. Pero, también, fue la mujer más libre y responsable, sin condicionamientos de un mal pasado, capaz de asumir una función especialísima en la historia de nuestra salvación. Su maternidad fue efectivamente responsable, fue madre, porque quiso serlo. De no ser así y de no haberlo querido así Dios, no tendría ningún sentido la embajada del ángel.

          María, inmaculada desde el primer instante de su concepción, llena de Gracia y en quien encuentra Dios su morada, muestra el camino para seguir el proyecto divino, pues, la venida de Dios, ha de permanecer siempre resplandeciente de Gloria, vivir en el Señor y escuchar a Jesucristo, para llevarlo como salvación a todas las naciones y ser testigos fieles y creíbles del amor de Dios en este frío mundo.

          La Inmaculada ha sido enmarcada por la exégesis en el amplio cuadro de la historia de la salvación, así la teología debe insertarla en la visión global del misterio cristiano. En efecto, desde el punto de vista histórico, la inmaculada concepción se ha contemplado intuitivamente por los fieles en el marco de los datos revelados, como son la santidad de María, la redención operada por Cristo y el pecado original. Al tratar la verdad mariana se ha de situar en su justo espacio, si no, cabe el riesgo de no comprenderla, e incluso de darle una interpretación herética. Sin rechazar nada del contenido del dogma definido, hay que encuadrarlo no solo en el conjunto de la vida de María, sino también, armonizarlo con los diversos elementos de la historia de la salvación y sobre todo con su centro vivo, que es Cristo.

          Según la Escritura, todo acontecimiento ocurrido en el tiempo es una realización del plan divino de salvación trazado por el amor misericordioso y sabio del Padre "antes de la creación del mundo" (cf Ef 1,4). También la inmaculada concepción forma parte del designio salvífico de Dios, del "único e idéntico decreto", dice la bula Ineffabilis Deus, por el cual Dios dispuso la encarnación redentora. Todas las confesiones cristianas están de acuerdo acerca de la eterna elección salvífica de los hombres en Cristo, que históricamente triunfa sobre el mal. Es sólo una elección gratuita: ninguna obligación de Dios, ninguna pretensión del hombre. Pero, es que Dios realiza su alianza de amor por su voluntad de superar la ruptura operada por la humanidad.

          También, con María, Dios actúa gratuitamente, fiel a su proyecto de salvación, mediante un veredicto de gracia redentora en Cristo. La salvación es ante todo un acto libre y soberano de Dios, que excluye toda autojustificación: "Todos... son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención, la de Cristo Jesús" (Rom 3,24). La salvación constituye un signo luminoso de la gratuidad del amor de Dios, eficiente aún antes de la respuesta responsable de la criatura.

          La Inmaculada proclama, a coro, con la humanidad salvada: ¡Soli Deo gloria! La preservación del pecado y la plenitud de gracia no son fruto de su fe o libertad orientada a Dios, y tampoco de sus obras; los actos de justificación, se inscriben en la elección salvífica del Padre, que decide desde la eternidad amar a los hombres gratuitamente más allá del pecado y de los méritos. La inmaculada concepción manifiesta la absoluta iniciativa del Padre y significa que "desde el comienzo de su existencia, María estuvo envuelta en el amor redentor y santificador de Dios".

          El Espíritu de Dios "la cubrirá con su sombra" lo mismo que la "nube" o "gloria de Yahvéh" cubría el arca de la Alianza, y a semejanza del Espíritu de Dios que en principio se cernía sobre las aguas. Se trata de un símbolo de la poderosa fecundidad de Dios y de su presencia santificante.