IV Domingo de Adviento, Ciclo A

Mt 1,18-24: Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Is 7,10-14; Sal 23,1-6; Rom 1,1-7; Mt 1,18-24

 

«La nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de convivir juntos, se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo y no queriendo denunciarla, resolvió dejarla en secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir contigo a María, tu mujer, porque su concepción es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, pues Él salvará a su pueblo de los pecados.

Todo esto sucedió para que se cumplidse lo que había dicho el Señor por el profeta: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa: ‘Dios con nosotros’”. José después, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su mujer».

 

         

El Profeta Isaías anuncia: «En aquellos días, dijo el Señor a Acaz: Pide una señal al Señor tu Dios en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. Respondió Acaz: No la pido, no quiero tentar al Señor.

            Entonces dijo Dios: Escucha, casa de David: ¿no os basta cansar a los hombres sino que cansáis incluso a Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: La virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel, que significa: «Dios con nosotros».

 

          Hacia el 735 a.C., el rey Acaz y el profeta Isaías están hablando. Es un momento difícil para el pueblo de Dios, su independencia política está en peligro dentro y fuera. En el interior, se la veía como castigo de tantas infidelidades a Dios. Acaz solicita ayuda a Siria, para vencer a sus vecinos enemigos: bajo una falsa religiosidad oculta una absoluta falta de fe en la intervención divina. Isaías le ofrece un signo: El nacimiento de un niño, encarnación de la benevolencia de Dios, de su presencia salvadora, Emmanuel.

          El niño puede ser históricamente el hijo del rey, próximo a nacer. Pero, en el contexto profético, designa ya al Mesías. Y, con él, se relaciona la madre. El niño es puro don de Dios, fruto de la fe, producto de una maternidad de entre las prodigiosas del AT.

          Acaz no debía prescindir de Dios en sus decisiones y actuar como los otros reyes de la tierra. Isaías, consciente de la infidelidad del rey y de no escuchar al profeta, le muestra el poder y la voluntad de Yahvé. Pero Acaz no está dispuesto a cambiar su política y, con hipocresía, rechaza el signo. Isaías, reprochando su conducta, se lo ofrece y anuncia que la fidelidad y garantía de Dios estará siempre con el pueblo que se fía de él. Cuando, el comenzar nuestra era, nace de una joven María, este niño, síntesis de lo humano y lo divino, y en cuya vida, muerte y resurrección se cumplen las profecías de Isaías, se comprende el alcance mesiánico y salvífico del signo que entraña Emmanuel.

          Este texto señala la gran inconsistencia de toda seguridad humana y manifiesta la inmanencia de Dios, como fuerza determinante de la historia. Los motivos del profeta de que Judá debe dejar la prudencia puramente política y seguir su fe, fundamentan la teología de la alianza: Israel sólo tiene historia en y por la fe, no en «los carros ni los caballos», no en las armas, su fuerza está en Dios (30,15-17). La fe tiene unas exigencias que, para el profeta, residen en conservar la fidelidad del pueblo de Dios, por encima de la política y las razones de Estado. Dios no necesita «defensores», sino testigos ilusionados que crean en la gratuidad de la salvación. Este es el camino para todas las formas de fanatismo y de soberbia a lo largo de la historia.

          El nacimiento de Enmanuel, que desciende no de la desobediente dinastía de David, sino de una "joven", y su conducta posterior firman la nueva alianza; basada únicamente en la fe, hará nacer un nuevo Israel, despojado de las armas y volcado en Dios, por la humildad silenciosa de una “doncella”, que concebirá y engendrará al futuro y definitivo mediador de la alianza. Por eso, la primitiva cristiandad sitúa el comienzo de la nueva creación en la aparición humana de Jesús, al interpretar su concepción y su nacimiento como obra del Espíritu.

          La fe y la adhesión de María a este misterio la ha convertido, por haber creído, en la “Bienaventurada”. Su fe expresa la realidad de que Dios actúa “ahora” y “aquí”.

 

          Salmo responsorial: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: Él la fundó sobre los mares, Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? El hombre de manos inocentes y puro corazón. Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación.

          San Pablo dice a los Romanos: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios. Este Evangelio; prometido ya por sus profetas en las Escrituras Santas, se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo nuestro Señor. Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús».

 

          El Evangelio es la Buena Noticia que Dios ha dado al mundo por medio de Jesús, para instaurar el reino de salvación. Las profecías del AT anuncian ya el perdón y el amor de Dios a todos los hombres, pero es ahora, con Jesucristo, cuando se cumplen las promesas. Jesús tiene relación con aquel Dios que salvaba a su pueblo por medio de vínculos como la alianza o la monarquía. La fe como respuesta al Evangelio compromete al hombre en la obediencia, que implica someterse libremente a Dios, que se revela como fiel y digno de ser creído y permite acatar su voluntad (cf. Rom 10,9).

          San Pablo se considera "siervo", porque ha sido redimido con la sangre del Señor y, por otra parte, "apóstol", porque ha sido escogido y enviado a predicar el Evangelio de Dios. El servicio de Pablo, siervo de Jesucristo, no es otro que el de proclamar como apóstol el Evangelio a los hombres. Este evangelio "de Dios", es el que ya anunciaron los profetas como Promesa, que es Buena Noticia, pues las promesas se han cumplido en Jesucristo.

          El Apóstol ofrece su gran síntesis evangélica: Jesús, hijo de David, título mesiánico proclamado por los profetas, es también el Hijo de Dios, por ello, Jesús, es igualmente Dios y el Señor, el cual, habiendo resucitado de entre los muertos por la fuerza del Espíritu Santo, ha recibido ya el poder y la gloria que le corresponden. Por el Señor Jesucristo, ha recibido la misión y la gracia de anunciar el Evangelio a todos los gentiles; así mismo, los romanos han sido también llamados a responder con fe al Evangelio. De ahí, que su predicación y la fe de los creyentes ha de ser para mayor gloria del nombre de Jesucristo.

          La vocación a la fe es signo del amor de Dios a los hombres y una llamada de Dios a formar parte de su pueblo santo extendido por toda la tierra, que es la Iglesia. La fe es un encuentro con Dios en Jesucristo, y, a la vez, con los hermanos. La fe se mantiene con la gracia de Dios y es la que construye, en la comunidad cristiana, la paz que sólo Dios puede dar. Pablo pide para los romanos la gracia y la paz que viene de Dios. La fe es fruto del amor de Dios, lo que comporta una respuesta agradecida y amorosa.

            El santo Evangelio según San Mateo propone hoy este pasaje difícil de interpretar, si se tiene en cuenta el género literario tan especial. En la Biblia, existe, en efecto, un género literario particular, denominado “texto de anuncio” o vocación. En él, se da siempre la aparición de un ángel, la designación del personaje interesado con un nombre, aquí: José, Hijo de David, una objeción o dificultad a vencer, un signo dado como prenda, y, en fin, la explicación del hecho. En el caso de la Virgen (Lc 1,26-38), la objeción fue: “No conozco varón”, qué pasa con mi desposorio. A José, el ángel le aclara, de entrada, la concepción virginal (Mt 1,20).

          La cuestión, en este difícil texto, está en las dudas y el problema de José. Cierto que los evangelistas no dicen nada al respecto, pero ¿quién puede deducir del silencio de los evangelistas el silencio de María? Se puede suponer que María haya comunicado a su prometido, un asunto tan delicado; no parece lógico admitir que María dejara a José en la duda y la inquietud. Una desposada que, ante el ángel, se preocupa de sus relaciones de desposorio, tiene que haber dado razón, a su vez, al prometido de la nueva situación  Creemos que él estaba al corriente de lo ocurrido. Pero José es "justo" (Mt 1,19), no con esa justicia legalista que impone el repudio a su mujer, sino con la justicia religiosa que le prohíbe hacerse pasar por el padre de un Hijo que no es suyo. La duda de José no fue acerca de la culpabilidad o inocencia de María, sino sobre la función personal, que él tenía que ejercer en ese caso. En el derecho matrimonial judío los esponsales equivalían ya prácticamente al matrimonio en sentido estricto. La ley judía no consideraba pecado serio la relación sexual habida entre los desposados en el tiempo intermedio entre desposorios y casamiento. Incluso, si naciese un hijo en ese tiempo intermedio, tenía por la ley carácter de hijo legítimo.

          José es un "varón justo", se encuentra perplejo en una situación insólita: no entiende cómo debe proceder con María en aquella situación que lo desborda; conociendo por su esposa el origen de su maravillosa esperanza, piensa retirarse respetuosamente ante tal misterio. Calcula que, al haber sido, María, distinguida por Dios con tan alta vocación, él no debe interferir en absoluto, y ejercer sus derechos de esposo.         Así pues, interviene el ángel y le dice que Dios lo necesita, que tiene una misión que cumplir, la de hacer de padre del niño, desempeñar la paternidad legal. El mensaje del ángel podría entenderse en el sentido siguiente: "Cierto que María ha concebido por obra del Espíritu Santo, pero Dios te necesita para que el Niño entre en el linaje de David y darle un nombre". José es, pues, "justo", no por su resignación y actitud bondadosa, sino porque respeta a Dios en su obra y se limita a cumplir el papel que Dios le asigna de entroncar a Jesús en la estirpe real.1

          Por consiguiente, la salvación del hombre no estriba exclusivamente en la iniciativa soberana de Dios, en una espera pasiva, es precisa la acción activa del hombre. Dios no salva sin la cooperación y sin la fidelidad del hombre.

          Los exegetas señalan en el evangelio de Mt el paralelismo entre este anuncio del ángel a José y la conclusión del Evangelio: «Yo estaré con vosotros...». La relación de Cristo con Emmanuel lleva a connotar, actualmente, el misterio pascual de Cristo y de su presencia en la Iglesia, por la fuerza del Espíritu. La concepción virginal de María, en virtud del Espíritu Santo, se relaciona y conecta con la glorificación de Jesús, «constituido según el Espíritu Santo», como indica San Pablo.

          Como enseña el Vaticano II, Cristo es la plenitud de la revelación. Este hecho relaciona a Jesús con la preparación de la revelación, con todo el Antiguo Testamento. Para demostrarlo, Mateo presenta su árbol genealógico, al comienzo, en el capítulo primero; inmediatamente después de mencionar su nombre, lo llama, «Jesucristo», que equivale a una fórmula de fe, Jesús es el Cristo, el Ungido, el Mesías, y añade "hijo de David, hijo de Abraham". La genealogía conduce así al campo tanto de la historia como de la teología. Mateo quiere centrar su evangelio en Jesucristo, con todo su significado: Jesús es el Cristo. Y así lo demuestra. El Mesías tenía que descender de David, así, en el centro de la genealogía, pone a David, que ocupa el número catorce, que, por ser el doble de siete, indica perfección y plenitud; aquí, la perfección y providencia especial de Dios en la disposición de toda la historia salvífica anterior, que culmina en Cristo. El origen de Cristo coincide y se remonta al principio mismo de Israel. 

          Luego, Mateo pasa a contar la concepción virginal de María, sin concurso de varón, por obra del Espíritu Santo, que significa el poder creador de Dios. El anuncio del ángel a José es una síntesis completa del Nuevo Testamento: Jesús va a salvar a la humanidad de sus pecados. Pero, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, la expresión "perdón de los pecados" no significa el perdón de una falta concreta, sino que indica toda la acción salvadora de Dios. Por tanto, la venida de Jesús, expresa la superación de la ruptura entre Dios y el hombre. Jesús es el Salvador; su nacimiento, su vida y sus hechos manifiestan que es «Dios con nosotros», según lo anunció el profeta Isaías. Dios está “con nosotros", en la Palabra, en la Iglesia, en los Sacramentos, en todos los hombres. En especial, los pobres y los oprimidos son Emmanuel. Dios está con nosotros en la familia, en el trabajo, en la amistad, en el descanso, en la oración, en el dolor y en el amor. Dios se halla en nuestra más íntima y amistosa intimidad.           

          El Misterio de la Encarnación y de la Natividad del Señor es algo insospechable e inimaginable; que Dios, desde su Trascendencia, se interese por su creación, el hombre y decida salvarlo es impensable en nuestra fragilidad; que Dios intervenga en la Historia; que se abaje, tanto, hasta el extremo de asumir la deteriorada condición humana (excepto el pecado) para salvar al hombre, desde dentro del mismo hombre, en la perspectiva humana, raya con lo escandaloso (indigno de Dios). Este es el Misterio, cuya revelación proclaman las Lecturas y la Liturgia de las Misas de la Navidad del Señor. "El Mesías", "el Señor", el "Salvador", que esperamos, se anonada en «el niño, envuelto en pañales y recostado en el pesebre». El que es "la Palabra de Dios", "el Hijo", «se hace carne y acampa entre nosotros». Este contraste inefable, Misterio de Sabiduría y Amor, que supera nuestra capacidad de comprensión, se muestra en las páginas de la Escritura, a la luz de la Revelación contenida en el Nuevo Testamento.