II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Mt 17,1-9: Este es mi Hijo, el amado. Escuchadlo.

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Gn 12,1-4; Sal 32,4-5.18-22; 2 Tim 1,8-10; Mt 17,1-9

 

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó a solas a un monte aloa. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces tomó la palabra y dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y tocándolos les dijo: Levantaos, no temáis. Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
 

Lectura del libro del Génesis: En aquellos días, el Señor dijo a Abrahán: Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo. Abrahán marchó, como le había dicho el Señor.

El autor sagrado cuenta el acto de la vocación de Abraham: "Sal de tu tierra... hacia la tierra que te mostraré" (Gn 12). El Génesis que ha narrado el comienzo universal de la humanidad, hoy, partiendo de Abraham, cuenta el principio del pueblo bíblico. El episodio parece tener su fundamento histórico en el movimiento de tribus nómadas desde los valles del Tigris y el Éufrates hasta Egipto a través de Palestina. En Egipto, sus caudillos llegaron a gobernar hacia el 1730 a. de C.

Abram procede de Ur, en Caldea; allí pasó su juventud, creció en el medio más cultivado del mundo, en donde funcionan los más antiguos tribunales y parlamentos conocidos por la historia, en donde se elaboran las primeras legislaciones sociales, en donde la agricultura alcanza la mayor perfección técnica conocida hasta entonces. Tras una breve estancia en Canaán se dirige con su mujer a Egipto. Sin saber el porqué, de nuevo regresa a Palestina. A estas tribus que se asientan en Palestina, se les unen, unas generaciones después, aquellos compatriotas que llegan a las órdenes de Josué.

La Sagrada Escritura silencia ese prodigioso influjo de la civilización sumeria, porque no quiere que el padre de Israel aparezca bajo rasgos paganos. En ese siglo XVII, se advierte una enorme trashumancia de Sumer hacia el Norte: las familias ricas abandonan su tierra por los incesantes conflictos. La familia de Abram se establece en Harán, que cerrada por las montañas de Armenia es la última ciudad que posee una religión lunar e instituciones bastante similares a las de Sumer.

Abrahán recibe la llamada de Dios que lo invita a salir de su solar conocido y experimentado hacia nuevos e indefinibles territorios. Abrahán, pronto y obediente a su fe, marchó. Su disposición de confianza absoluta será su auténtico distintivo; fue fiel hasta el extremo de la prueba difícil del sacrificio de Isaac y así, es el prototipo de creyente, el "padre" de todos los que han vivido y viven la fe.

El relato se compone de un mandato divino: "sal", que va unido a una promesa de bendición en una descendencia numerosa, de una promesa: "la tierra que te mostraré", y de una respuesta humana: "marchó". La elección de Abraham es un relato de salida con todas las dificultades que ésta entraña, de una marcha a lo desconocido. El patriarca tiene que romper con todos sus lazos más entrañables: la tierra nativa, la casa paterna, su vida.

El texto de la vocación de Abraham indica el final de la etapa primitiva, que el autor considera la era del hombre bajo el imperio del mal; la criatura humana no ha respondido con fidelidad al don divino de la creación, evaluada por el mismo Señor como "muy buena". Al apartarse de Dios y de los demás seres creados, el hombre ha implantado en el mundo el miedo y el terror: los primeros padres se avergüenzan de Dios y se acusan sin piedad, Caín comete el primer fratricidio, los contemporáneos de Noé se corrompen y Dios tiene que poner coto al miedo, terror y venganza que el hombre impone en la creación; con la torre de Babel y su afán de gloria el hombre pretende sobrepasar al Creador... La maldad y el egoísmo humano señorean la tierra.

El Señor había castigado la maldad humana: destierro de Adán y Eva, de Caín, envío del diluvio, dispersión de la Humanidad, pero, a pesar de ello, el castigo nunca es la última palabra divina, sino el perdón y la misericordia. Por eso, la etapa patriarcal alumbra la salvación. Esta nueva "bendición", que recibe Abraham, debe alcanzar a los patriarcas, a su descendencia y al resto de la Humanidad. Dios, bondadoso y misericordioso, quiere salvar a todos los hombres creados a través de un hombre, Abrahán y de un pueblo, Israel. El juicio, la maldición o bendición de todo hombre, reside en la acogida y entrega a la voluntad salvadora de Dios.

El mandato divino implica una espera confiada, un ponerse en disposición, en no titubear en la fe. Abraham no se detiene, no duda, no anda indeciso, atiende y obedece, el mandato divino exige una respuesta, el patriarca confía, con obediencia inmediata se fía de Dios, a pesar de todas las dificultades. Por eso, él es modelo y héroe de la fe (Hb 11,8ss).

La figura de Abraham muestra aquí dos pertenencias: a la humanidad dispersa y a un pueblo futuro. Abraham es una clave en la teología de la historia, en que la humanidad tiene futuro y la elección de Israel su etiología. Abraham pertenece al espacio de la historia conocida. Su nombre, sus movimientos, sus costumbres y modo de vivir lo sitúan en el contexto de las migraciones arameas de Mesopotamia al Oriente Mediterráneo. En sentido teológico, su doble pertenencia no se puede medir por criterios históricos-biológicos, sino a la luz del propósito salvador de Dios, en el contexto del pueblo del patriarca.

El éxodo de Abraham es prototipo de todo el caminar humano, individual o colectivo. Numerosas personas, todos los días, se ven obligadas a dejar lo inmediato y querido rumbo a lo desconocido, con la esperanza de una vida más digna y humana, para comer y socorrer a los suyos. Desde siempre el hombre ha tenido que emigrar; la existencia humana es una difícil encrucijada. Ahí, están todos esos hombres que patean nuestras ciudades con su venta ambulante, los temporeros agrícolas de la vendimia y de la recogida de la aceituna, los que piden y buscan un puesto... El camino de Abraham representa la vida del pueblo de Israel, de la Iglesia y de los hijos de Dios

 La vida cristiana siempre es una marcha difícil, implica ruptura con el presente, salida de lo propio y palpable, hacia rutas peligrosas e inexploradas. La fe nunca es fácil, porque hay que salir, andar, buscar y confiar. El fiarse de Dios siempre implica abrazar su voluntad a ciegas, supone un riesgo; pero el que no ama ese riesgo no es un auténtico cristiano. Jesucristo es el Hijo, Amado y superior a Abrahán. Su obediencia al Padre hasta la muerte y esta de cruz es la muestra de cómo hay que responder a la llamada de Dios, cómo se debe arriesgar todo lo que se es y se tiene, para seguir la vocación a ciegas asumiendo todo el riesgo.

Salmo responsorial: La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

Lectura de la segunda carta de San Pablo a Timoteo: Querido hermano: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé. El nos salvó y nos llamó a una vida santa no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación, desde el tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal.

En el tiempo en que se escribe esta carta, la Iglesia apenas estaba institucionalizada. El  Apóstol ejerce sobre las comunidades que él ha fundado una autoridad soberana y, con mucha frecuencia, les envía a algunos de sus discípulos como delegados suyos, especialmente a Timoteo. Estos "legados" gozan de plenos poderes sobre las autoridades locales y están revestidos de una gracia particular confiada mediante una imposición de manos (v. 6; cf. 1 Tim 1,18; 4,14). En este pasaje, no quedan muy explícitos los poderes de Timoteo: sólo habla de un don particular. De todas formas, Timoteo, "sucesor" de Pablo (2 Tim 4,5-7), está encargado de enseñar (2 Tim 2,15), de juzgar determinados problemas (1 Tim 5,19), de establecer la liturgia (1 Tim 2,1-2) y de reclutar ministros en la Iglesia (1 Tim 3,1-13; 5,22). Cabe afirmar que las cartas de Pablo a Timoteo son el eco de cambios que se están introduciendo en la Iglesia Primitiva, en vísperas de la desaparición de los apóstoles, en cuanto a relaciones concretas entre las comunidades y su jerarquía.

El Apóstol, sin embargo, apunta dos elementos esenciales que definen el papel de la jerarquía. Le indica a Timoteo que tome su servicio del Evangelio; el miembro de la jerarquía ejerce una autoridad sobre una comunidad determinada en la medida en que asume la responsabilidad de la proclamación del Evangelio en el mundo. Y, en segundo lugar, que no cese en manifestar la humanidad del Hombre-Dios, que ha destruido la alienación de la muerte y ha propuesto un acceso inesperado a la vida en plenitud. Expresa que el jefe de una comunidad no es sólo el que resulta más capacitado para administrarla, para presidir su liturgia y su catequesis, sino aquel que está más dispuesto a la proclamación misionera de la Buena Nueva de Cristo, hecho Señor de la vida. La jerarquía no se constituye tan solo ad intra, sino, antes bien, ad extra.

San Pablo le recuerda que "no debe avergonzarse del testimonio de Nuestro Señor ni de mí su prisionero". En este primer momento, la proclamación del Evangelio no conllevaba ningún prestigio; y, para los poderes imperiales romanos, sólo eran gente subversiva e incluso criminal. Estaba aún muy lejos el día en que se considerase el "martirio", un acto de heroísmo. Siempre sucede igual, todo aquello que pone en peligro al poder, es perseguido y despreciado. El profetismo, en esos momentos, no gozaba de beneplácito ni de aplauso. La comunidad, regida por Timoteo, sufría esa misma situación. Por eso, le exhorta a recordar y  practicar los consejos que le dio, cuando estando en la prisión, le enseñaba que "no se avergonzara del Evangelio, porque sabía perfectamente de quién se había fiado". Pablo murió en la soledad sin el cosuelo de sus amigos. Murió, en terrible calabozo, abrazado a su fe.

Le recuerda a su discípulo "que guarde el depósito", que conserve la propia fe en Cristo Resucitado, a pesar de las dificultades e incomprensiones. Su vocación es anunciar el Evangelio, misión gozosa e incomparable. No hay nada más hermoso que predicar a Jesucristo, proclamar la gracia y la salvación de Jesucristo. Sin olvidar que, a su vez, es una labor dura, dolorosa, porque encuentra el rechazo de muchos y hasta la persecución. Pero, siempre en la confianza de que Dios asiste con su gracia, porque el Evangelio y la vocación es participación en la obra de Jesucristo, porque Dios está con nosotros, nos ayuda y socorre, somos cosa suya. Pensó en nosotros «desde tiempo inmemorial», nos eligió, nos dio la vocación y nos asignó esta misión. Dios nos quiere siempre y será Padre Fiel siempre, porque Nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte y, dando su vida en la cruz, nos liberó y amó haciéndonos herederos del Reino en una vida inmortal.

 

 

EL EVANGELIO de San Mateo, cuenta, hoy, el episodio de la transfiguración, que coloca inmediatamente después del primer anuncio de la pasión. La transfiguración es, en efecto, la otra cara del misterio de Cristo: la gloria y la cruz. En torno a tal misterio, se van precisando los principales personajes de la escena: la multitud, los discípulos, Jesús y la voz celestial, cada uno con su función: un profeta, el Hijo de Dios vivo, el Hijo del hombre que debe sufrir mucho, el Hijo Amado.

La narración presenta el cuadro típico de la teofanía, similar a la de Sinaí, Jesús es el nuevo Moisés. Dios revela a los principales de la Iglesia Futura, el sentido profundo de Jesús que convoca a su seguimiento en la Nueva Ley. En este nuevo Sinaí, la ley de Moisés y los profetas personificados en Elías, dan paso a la Palabra de Dios Encarnada que es el definitivo camino verdadero y eficiente. La voz llama a su seguimiento: "¡Escuchadlo!". Dios ratifica las palabras y la vida de Jesús.

La propuesta de Pedro de construir tres tiendas se relaciona con la fiesta de los Tabernáculos que se celebraba al comienzo de Otoño, cada familia habitaba durante siete días en chozas hechas de ramas entrecruzadas y tenía entonces un fuerte carácter nacionalista, muy distinto al verdadero sentido del mesianismo de Jesús.

San Mateo ha formado su Evangelio sobre los cinco discursos de Cristo, en relación con los cinco libros del Pentateuco. Cada una de esas partes agrupa unos acontecimientos seguidos de un discurso. En la cuarta, la sucesión de los acontecimientos, entre los que está la transfiguración, se halla el discurso del Señor sobre la vida futura de la Iglesia (Mt 18).

Mateo presenta a Jesús como el nuevo Moisés, legislador de la nueva economía. Intenta así que los judeo-cristianos comprendan que la ley ha sido superada por la de Jesús. Por eso, habla de Moisés y de la irradiación del rostro de Cristo, como la de Moisés en el Sinaí (Ex 34, 29-35; 2 Co 3,7-11). La voz que sale de la nube, corresponde a la que se oyó en la nube del Sinaí (Ex 19,16-24). La exhortación "escuchadlo" evoca el anuncio hecho a Moisés de "al que tú escucharás" (Dt 18,15). Frente a Lucas y a Marcos, que citan sólo el Sal 2: "He aquí a mi Hijo", Mateo añade unas palabras tomadas de Is 42,1: "En quien me he complacido", alusión al Siervo, "luz de las naciones", porque hace la voluntad de Dios. Finalmente, el hecho de que la transfiguración se sitúe al final de "seis días", se relaciona con la subida de Moisés al Sinaí (Ex 24,16-18). Así pues, Cristo aparece como el nuevo Moisés, legislador del nuevo pueblo, que, por la obediencia, va al sufrimiento y a la muerte. Contrariamente a Moisés, Cristo es Maestro, un legislador, que no sólo impone una ley, sino que, a la vez, proporciona los medios interiores para captarla y cumplirla.

La palabra de este Maestro es la de Dios dirigida a los hombres que oída por los tres "íntimos" debe ir comunicándose y trasmitiéndose a los demás. Jesús es el Maestro que habla y enseña a sus discípulos. Es al mismo tiempo, el Señor Divino, penetrado por la luz de Dios y envuelto en la nube, signos de la presencia divina. Una realidad única con dos formas de existencia, la humana y la divina; el relato presenta la unión de esas dos existencias recurriendo a la transformación o penetración de lo humano por lo divino. El encanto y valor insuperables del relato está en la presentación extraordinaria que hace de Jesús, que aparece normalmente en el Evangelio, como el hombre manifiesto y el Señor oculto; y, así, es presentado aquí, en esa doble manifestación. Dios quiso descorrer el velo tras el cual se esconde el misterio de Jesús. Los discípulos caen en tierra ante tanta grandeza. Es la actitud de adoración ante el Señor; y el temor surge del pensamiento de estar ante la Divinidad; un temor que es superado gracias a la presencia y la palabra de Jesús: "no temáis". Levantaos, no tengáis miedo al presente, porque el presente no es equívoco, es tiempo de camino y de horizonte al porvenir. El presente es duro, es crudo; pero es también semilla que da razón de la espera y la esperanza. La gloria del futuro está ya contenida en el presente. Algo así nos dice la voz del Padre, cuando la oímos clamar a los tres discípulos: «Este es mi Hijo amado. Escuchadlo».

La transfiguración en Mateo conlleva su carácter fundamental de investidura mesiánica (cf. la alusión a la fiesta de los Tabernáculos). Jesús es el Nuevo Maestro de pensamiento. Igual que el Siervo Paciente, Cristo, por su obediencia, es Luz, Maestro y Legislador del mundo porque se somete a la ley que Él trae, ley de amor y de renuncia. La escenografía está en línea con las concepciones judías sobre la venida gloriosa del Hijo del Hombre: resplandor, vestidos blancos, Moisés y Elías. Los judíos esperaban el retorno a la tierra de los dos profetas antes de la venida del Mesías. Sólo Mateo, entre los sinópticos, escribe que el rostro de Jesús resplandecía como el sol. En el contexto, Jesús se revela como Hijo del Hombre que inaugura los nuevos tiempos, la voz del Padre lo ratifica, a la vez que insta a los discípulos a seguirlo. Todo lo esperado para el futuro se ha hecho realidad en el presente, en Jesús.

El misterio de la transfiguración lleva a comprender el ritmo pascual de la ley evangélica. La fidelidad de Jesús a la ley nueva toma un camino de obediencia hasta la muerte de cruz. No hay posibilidad de hacerse prójimo de todos los hombres, sino haciendo entrega de la propia vida. Hay que enfrentarse a la muerte en su propio terreno para salir victorioso de ella.

Cuando Dios llama a salir, como a Abrahán, y, dejándolo todo, seguir a Jesús, requiere una respuesta, no meramente intelectual o afectiva, sino activa, que ordene y conforme la vida a la del Maestro. La conversión y el seguimiento se expresan en el compromiso. Ponerse sin medida en las manos de Dios conduce, mediante nuevos éxodos y salidas de esclavitudes, hacia la plenitud humana. El discípulo y la comunidad serán guiados en esta dirección por el espíritu de Jesús en los momentos de cruz.

La transfiguración expresa la progresiva revelación de Jesucristo y el itinerario de fe del discípulo. Los discípulos han comprendido que Jesús es el Mesías y Dios les concede, por un instante, un anticipo de la Pascua, aunque, fugaz y provisional. Pues, el camino que han de recorrer sigue siendo el de la cruz. De hecho, los tres discípulos predilectos, llamados a ver la gloria de Cristo son los mismos que dentro de poco, en Getsemaní, presenciarán su debilidad en la agonía. Sin embargo, el punto central se encuentra en las palabras que oyen: "Este es mi Hijo Amado" y en el mandato: "Escuchadlo". El resto sirve de marco; la escucha es lo que define al discípulo.

La palabra de Dios se manifiesta en la palabra y en la existencia de Jesús que va camino de la cruz. Es la palabra que indica quién es Dios, quiénes somos nosotros y lo que debemos hacer, la regla a seguir. Sólo queda escucharla con el corazón atento, con obediencia y conversión. Como les sucede a los que presencian su gloria, comprender a Jesús no es fácil, por eso, seamos humildes y prestos aceptemos la invitación que Dios nos hace de escuchar a Jesús.

El sugestivo texto que hoy nos ofrece Mateo es una invitación al ensueño, pero sin huir y asumiendo el presente. El Hijo del Hombre glorioso lo es en y desde su paso por el crudo realismo de la cruz. Todo mesianismo que no arranque de la realidad presente es una idea inconsistente y sibilina. A nadie contéis la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado. Resucitar supone morir antes, dejar la piel en un presente que, aunque contradictorio, es generador de futuro, y por ello mismo, también glorioso, como glorioso es el futuro en que desemboca.