III Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Jn 4,5-42: Soy yo, el que habla contigo

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Ex 17,3-7; Sal 94,1-2.6-7.8-9; Rm 5,1.2.5-8; Jn 4,5-42

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José, donde estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, se sentó junto a la fuente. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: Dame de beber. La Samaritana le dice: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? Es que los judíos no se trataban con los samaritanos). Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le habrías pedido a Él, y Él te daría agua viva…

La mujer le dice: Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo. Jesús le dijo: Soy yo, el que habla contigo…

Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo.

Lectura del libro del Éxodo:

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Clamó Moisés al Señor y dijo: ¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen. Respondió el Señor a Moisés: Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y ve que, allí, estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña y saldrá agua, para que beba el pueblo.

Y puso por nombre a aquel lugar Massá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?

 

 

El pueblo de Dios, liberado de la esclavitud opresiva de Egipto, ha de pasar por sus propias esclavitudes antes de llegar a la tierra de la libertad. Tienen que cruzar el desierto del desarraigo y desamparo, carencia y enfermedad, hambre y sed, duda y tortura, la prueba. El lugar de la tentación se llamó Massá y Meribá, porque, allí, los hijos de Israel habían tentado al Señor con sus dudas y gritos: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros? Y la tentación era constante. Necesitaban más pruebas de la presencia de Yahvé.

Pero el insatisfecho, el de poca fe, el que busca pruebas no se satisface nunca. Como sucede siempre; pasaba en tiempos de Jesús y pasa también en nuestro tiempo. ¿Dónde está Dios que permite el hambre o el terremoto devastador, el accidente, la enfermedad o el fracaso? Dios no dará más pruebas. Ofrece sólo ciertos signos y señales de su presencia para los que tienen ojos y quieren ver. Siempre puede dar el maná, hacer brotar de la roca agua para los sedientos; siempre se encontrará un profeta que indique el camino o un cristiano y la voz de Dios. El desierto puede llegar a ser lugar de encuentro y reflexión, el actual Meribá se halla en la justicia y el amor.

Antes de llegar a la tierra prometida, el pueblo de Dios debe sufrir su Massá, la escasez y la enfermedad, la duda y la tortura, la prueba. El pueblo de Dios, entre reyerta y tentación, pasa la experiencia de la injusticia dominante, el hambre consentida, la violencia imparable, el paro creciente, las crisis multiplicadas, los interrogantes sin respuesta; a su vez, la mediocridad de la Iglesia, los pecados y errores de la Iglesia, las divisiones de la Iglesia; y, ahí, en medio de todo ello, resuena el silencio de Dios... "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?".

El contraste entre la fe y la duda es patente. Abraham cree en la promesa de una realidad futura, mientras que el pueblo de Israel duda y eso tras experimentar la salida de Egipto, la liberación de la esclavitud. La confianza del pueblo es escasa o nula. El pueblo no está en la entrega a Dios. El camino hacia la liberación es duro, todo esfuerzo humano conlleva siempre sus dificultades. La libertad es un bien, y difícil de alcanzar, de ahí surgen el problema y el riesgo que entrañan, esa es la historia de la humanidad contemporánea.

La conducta correcta del pueblo ante el escollo y el peligro estriba en tratar de superarlos, en lugar de protestar, que es lo más fácil. La queja sin el esfuerzo constante es inmadurez en la fe, debilidad, simple protesta. Israel tergiversa su salida, al interpretar su liberación como una salida hacia la muerte. Es la ofuscación del pueblo ante el peligro. Moisés, agente de la liberación, es acosado y maltratado: "poco falta para que me apedreen". Moisés es el auténtico líder que soporta las dificultades y las quejas. Pero, ruega siempre e intercede. El Dios del éxodo sigue mostrando poder y voluntad de salvar, a pesar de la desconfianza y de la rebeldía de los que han de ser salvados. La presencia de Dios percibida es un don al que confía, aun en la oscuridad.

El pueblo tienta a Dios. Aquí tentar a Dios es dudar, no fiarse a pesar de las pruebas que les ha ido dando y les da. Han dejado atrás la opresión y ahora murmuran y se quejan. Dudan y Dios responde, con la eficaz acción de Moisés, de la roca de Horeb salta, corre el agua viva y salvadora. Según la interpretación rabínica, la roca acompañó a Israel en su peregrinación por el desierto. Pablo afirmará que esta roca es Jesús (1 Cor 10,4), presencia de Dios salvadora, fuente de agua cristalina que calma la sed y salta hasta la vida eterna (Jn 4,13ss; 7,37ss; Ap 7,17; 21,6; 22,17...). El agua crea, mantiene y acrecienta la vida. El agua es la vida. Jesús dijo: "Si alguno tiene sed venga a mí y beba; el que cree en mí se saciará, como dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno". Un agua que calma también la sed en el sentido profundo, en cuanto que señala el poder y la actitud salvadora de Dios.

El cristiano, a veces, tienta al Señor abandonando la fuente verdadera y cavando, en su lugar, aljibes agrietados incapaces de retener el agua (Jr 2,13; 17,13...). La murmuración y la queja son elementos constantes en todo proceso de liberación. ¡Eterno sino de una humanidad que siempre se revuelve sobre sí misma, cuando se le ofrece el don de la libertad! Parece preferir antes la seguridad en la esclavitud, que la libertad con sus riesgos.

Moisés tuvo que compartir las dificultades del pueblo y cargar con sus quejas. Dudamos que, hoy, los dirigentes políticos y religiosos carguen con las angustias y las quejas, y que compartan las decepciones, miserias e injusticias del ciudadano. Dicen, hablan y prometen, pero, luego, se suben el sueldo, se aferran al poder y se olvidan de las promesas. ¿Ruegan e interceden por su pueblo para que reciba el agua viva de la justicia y del bien común? El pueblo tiene sed, siente hambre y necesita apoyo, para pasar el desierto del injusto reparto de los bienes.

Salmo responsorial:

 Venid , aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador Nuestro. Porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo.

Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos:

 Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

 

Los cristianos de Roma están divididos en dos grupos eclesiales distintos, que no llegan a reconciliarse: Uno judeo-cristiano, compuesta por antiguos judíos que habían huido de la persecución; el otro de origen griego o romano. Cada uno había tomado partido a su arbitrio, esperando la justicia futura. Debieron vivir totalmente separados, es la única carta, que se dirige a los romanos y no a la "Iglesia de Roma". La finalidad de la carta, pues, reside claramente: en que las dos Iglesias sean una y que judíos y paganos se reconozcan son tan pecadores los unos como los otros y, por eso, han sido gratuitamente reconciliados con Dios por Cristo y no deben esperar ya la mutua paz del justo, sino que deben vivirla aquí, en el ahora.

El Apóstol reacciona contra esta mentalidad aún demasiado judía; la justicia de Dios ya ha sido dada y, por tanto, la paz debe ser ya buscada y vivida, porque es el fruto de la mutua conciencia de nuestra justificación en Jesús.

El texto expone el proceso del pensamiento de San Pablo; partiendo de la experiencia presente de la paz, de la gracia y de la esperanza, descubre en ella dos signos del amor eterno de Dios: El Espíritu mora en los corazones y el Señor Jesús muere por el hombre. Luego, describe el futuro de la salvación. En conjunto, es una exhortación y motivación a la esperanza; asegura que estamos en un estado positivo, en buenas relaciones con Dios. La acción de Cristo no sólo es valiosa en sí misma, sino que se ha aplicado a quienes han creído. Tenemos la fe, estamos en la Iglesia, participamos en los sacramentos. El Espíritu es un hecho en el cristiano y señal inequívoca del amor de Dios a los hombres, vivo en toda su acción salvífica. Amor que actuó, no por méritos nuestros, sino por pura iniciativa suya; es efecto de la gratuidad.

Pero los cristianos de Roma no están muertos. También hoy, se deja para después, la reconciliación que cuesta conseguir. Rezamos por la unidad entre los cristianos y olvidamos que la unidad ya se nos ha dado y que lo que hay que hacer es realizarla ahora sin descanso, no posponiéndola a una fecha lejana. La paz en los hogares y entre las naciones se debe buscar y trabajar con espíritu de concordia, la esperanza no invita a prescindir del presente.

San Pablo afirma que hemos sido justificados mediante la fe, cuya realidad sigue dejándose sentir, es el acto de Dios más decisivo para la suerte de la humanidad. Los judíos esperaban la justificación para el futuro escatológico: la conjugaban en futuro. Para él, la justificación no es ya objeto de esperanza, sino un hecho pasado que se vive en la realidad presente, una nueva esperanza, insospechada por Israel, adquirida por Cristo, sus frutos actuales son la paz y la gracia. La paz destierra la enemistad en la que pagano y judío estaban sumergidos antes de Cristo, la gracia es la resolución de la cólera divina (Rom 1, 18-3,20), la gracia hace que vivan en la amistad de Dios quienes habían estado apartados. La paz entre judíos y paganos es una constante en la carta a los romanos. El goce de los bienes presentes, producto de la justificación queda superado por la esperanza. La fe, acto de Dios, es certidumbre de la gloria.

La virtud de la constancia mantiene la fe activa. La firmeza y la constancia, con la ayuda del Espíritu Santo, hace las relaciones personales indisolubles con el Padre. Así pues, la fe y la esperanza se alimentan mutuamente de la caridad que vive en nosotros (1 Cor 13, 7-13), que debe crear una actitud de confianza, seguridad, paz y tranquilidad, o sea, de esperanza total. La diferencia entre una esperanza abstracta, actitud humana que confía en que las cosas mejoren y la cristiana concreta, de que nosotros tenemos pruebas pasadas y presentes, nos permiten confiar con motivos, no simplemente por deseo o necesidad. El proceso no ha culminado para quienes viven y para la comunidad, pero tenemos la seguridad de su final feliz en virtud de la experiencia pasada y presente. Es importante vivirla.

Tendrá grandes o pequeñas esperanzas, pero, el hombre no puede rehuir el esperar. Cierto que la vida no empuja hacia el optimismo. Pero el fundamento de la esperanza cristiana es sólido, capaz de resistir a las fluctuaciones de la vida: Dios nos ama. La prueba de esta convicción nos la ha dado Cristo muriendo por nosotros. La cruz de Cristo es la prueba de que Dios es más sensible a la sangre de su Hijo que a nuestro pecado. La señal irreversible es que lo resucitó. Sin merecer nada, Dios nos lo da todo en el Hijo: reconciliación, paz, justificación, salvación.

Pero hay más. Dios nos ha llegado a dar su misma intimidad, su amor personal. No es que nos ame, sino que pone en nosotros su Amor, el Espíritu Santo. Este será el surtidor de agua que salte hasta la vida eterna, para que ya nadie muera de sed. Es la mejor respuesta a los incrédulos del desierto y la mejor oferta a la samaritana del pozo. Y no sólo está entre nosotros, sino que está en nosotros, porque «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». Es una revelación asombrosa. Es el culmen de la donación de Dios. No sólo dará agua en el desierto o maná o codornices o victorias, sino que se da a sí mismo, para saciar nuestras insatisfacciones y colmar nuestras esperanzas. Sobre todo, es el amor que Dios nos tiene a nosotros y le ha hecho actuar como lo ha hecho. Se trata de uno de los párrafos más bellos y esperanzadores de todas las teologías cristianas, el mejor de todas las vivencias del creyente. Es un amor también presente en nosotros, real, no dependiente de nuestros comportamientos, sino previo a ellos e incondicional. Por eso, menciona algo muy evidente para todo ser humano: la muerte de Cristo por nosotros pecadores. No es un suceso merecido ni preparado por nuestra forma de responder. Es la versión paulina de parábolas como las del Buen Pastor o el Padre del Hijo Pródigo, entre otros temas sinópticos. Y que coincide, como no podía ser menos, con todo el pensamiento de la obra de Juan.

Es evidente también que hablar del amor de Dios es una analogía. Pero una analogía clara. Y, especialmente, no se trata de especulación, sino de vivencia. Sentirse amado por Dios de forma real y cercana hace vivir de otra manera. Porque, si Dios nos quiere, pasan cosas. No es como el amor humano, impotente muchas veces, para lograr el bien del amado. En definitiva, puede decirse que el que Dios nos ame es lo que constituye la esencia de la salvación. Y la idea más profunda y esencial del cristianismo.

 

EL EVANGELIO, según San Juan, hoy, nos recuerda el diálogo de Jesús con la mujer de Samaría. La samaritana, que viene a por agua, se acerca con curiosidad al hombre que está sentado en el brocal del pozo. Un lugar con reminiscencias históricas, marco de una conversación entre dos personas pertenecientes a sociedades enfrentadas por motivos políticos y religiosos. La vida nómada de los patriarcas marchaba de un lugar a otro con agua abundante para su familia y ganado.

Era ya cerca del mediodía. Jesús de paso por Samaría, llegó al pueblo de Sicar -la antigua Siquen se identifica ordinariamente con Flavia Neápolis- y, cansado de su caminar, se sentó en el brocal del pozo de Jacob. Tras una caminata por el polvo y el sol palestino, el viajero sale agotado. El evangelista destaca este aspecto humano de Jesús. Llega una mujer a sacar agua. Y se entabla la conversación: "Dame de beber". (Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (Jn 4,7-15).

Jesús, que no tenía con qué sacarla, se acerca a ella y le pide agua. Se entabla así la conversación de importante sentido teológico. Juan Pablo II, dice: "Jesús dialoga con la samaritana sobre los más profundos misterios de Dios". Destaca en la misma narración literaria el simbolismo histórico que late en toda la escena: aparece la mujer que, al sacar el agua, puede calmar la sed física de Cristo, quien, y ella no lo sabe, va a darle un agua que apaga la sed del espíritu.

Este diálogo viene a completar e interpretar el contenido de los dos capítulos precedentes: el agua viva de que surge la vida eterna evoca y explica el signo de Caná y el renacer de agua y de Espíritu que propone Jesús a Nicodemo (Jn 3,5); el Nuevo Testamento supera al Antiguo.

La ley prohibía hablar con mujeres en público y más aún con samaritanas. Para los rabinos, esta conducta era indecorosa. Ella misma muestra su extrañeza. Pero, a Jesús, no le detenían ni le amedrentaban los convencionalismos sociales y los prejuicios culturales de su época. Tal actitud, que a muchos crisparía, resultando tan sorprendente como revolucionaria, queda ahora empequeñecida por el encuentro con la samaritana. La mujer pertenece a un pueblo separado, considerado impuro e infiel por los judíos. Jesús, en su trato con las mujeres quiere reconocer y devolverles su dignidad e igualdad perdidas.

Jesús, que no ha venido a pedir, sino a dar, va directo al objeto de su misión de salvación; la cuestión se torna y el que pide, ruega ser pedido. Quien pide agua fresca, ofrece agua viva. "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le habrías pedido a Él".

El don que le propone Jesús viene a ser el agua viva, el agua que mana, que corre, salta incontaminada y brota pura; y esta significa la salud, la vida eterna. Pero, no una acción salutífera de condiciones naturales, sino que el símbolo del agua viva hace referencia, en S. Juan, al Espíritu Santo, fuente inagotable que mana, en el alma, ese agua prodigiosa. Así, la intensa y conocida frase de Jesucristo: El que tenga sed, que venga a mí y beba, de lo más profundo de todo aquel, que crea en mí, brotarán ríos de agua viva (Jn 7,37-38), la explica el mismo autor en el versículo siguiente: esto decía refiriéndose al Espíritu (Jn 7,39). En las profecías, la fuente de agua simboliza la palabra de Dios (Am 4,4-8; 8,11; representa la liberación que nos trae Dios (Is 12,1-49; el agua viva es la de la sabiduría y de la ley de Dios (Jr 17,6-8). No se vea, pues, contradicción alguna: el don de Dios, es Dios mismo donado en Cristo. El don de Dios, en el cristianismo primitivo, designaba al Espíritu Santo (Act 2,38; 8,20; 10,45; Heb 6,4). El agua simboliza un don que se puede identificar con la revelación de Dios, revelación del Padre, que Jesús hace a los hombres. El agua es Cristo mismo. Es el agua de la revelación, su doctrina.

La samaritana simboliza a quienes quieren encontrar a Dios y lo buscan en medio de sus faltas y defectos. En el transcurso del diálogo, aquella mujer va a descubrir que el judío, que le pide agua, es mucho más que Jacob, el padre de Israel, porque Él regala un agua viva, manantial que salta hasta la vida eterna, la que una vez probada, elimina la sed para siempre, la sed del espíritu que sienten los que respetan a Dios, los que desean seguir sus caminos y abrazar su plan salvífico.

Cristo, el Nuevo Testamento, excede en gran manera al Antiguo, sugerido en Jacob. Simboliza que de la antigua fuente de Jacob mana el judaísmo, para resaltar, en contraste, que de Cristo salta la novedad del agua mesiánica, por ello se habla de la heredad que dio Jacob a su hijo José, cuyos restos fueron enterrados en Siquem (Jos 24,32). Jesús es, pues, el agua viva. Pero ese agua no brota de la tierra: es, en Jesús, un don del cielo, la vida eterna.

El relato no se detiene en el agua: va a descubrir la personalidad de Jesús. El evangelio de Juan es cristológico; se centra en la persona de Jesús. El hombre del pozo, es el Mesías: Soy yo, el que habla contigo. Los símbolos se enlazan: Judea, el templo de Jerusalén; Samaría, el de Garizín; Jesús, el aire, significa cielo y espíritu. Frente a judíos y samaritanos, Jesús enseña una concepción distinta de Dios. Jesús trae el don de Dios, el agua viva que, para beberla, la samaritana tiene que salir de su Torá, los cinco maridos, los cinco libros de Moisés de la recensión samaritana y de sus otros ritos religiosos, el sexto hombre: desde siempre Samaría había cultivado un sincretismo judío-pagano. Tiene que salir y venir a Jesús, salir, juega un papel simbólico muy importante aquí. Jesús es el nuevo templo. Es un tipo nuevo de vida religiosa en "espíritu y verdad".

Dialogan "hacia el mediodía". A esa misma hora hará sentar Pilato a Jesús en Jn 19,13-14. Es la hora del sacrificio de los corderos en el Templo. Se acerca la hora, y es esta. Todo el cuarto evangelio gira sobre la hora suprema de Cristo, está orientado hacia la Pascua, hacia el Cordero Glorificado en su misma muerte: "Yo soy, el que habla contigo".

Es la alegría de la cosecha que llega. Atrás quedan el trabajo y el cansancio del sembrador. El cansancio es también un símbolo. Jesús trae agua viva. Es la tarea y la obra que tiene encomendada, su alimento, su razón de ser. Pero es una tarea muy ardua y fatigosa, por las resistencias religiosas, por el riesgo mortal al que está expuesto.

Los samaritanos llegan a Jesús y le piden que se quede con ellos. Jesús se queda dos días, el tercer día es el de la resurrección según la tradición sinóptica. En su estancia, se produce la curación de alguien que está para morir. Es  un ordenamiento intencionado para ilustrar que Jesús viene a dar vida, los mismos samaritanos afirman: "sabemos que él es de verdad el salvador del mundo".

El texto de hoy es rico y exquisito por su densidad narrativa y simbólica; una de las páginas más bellas de los evangelios. Esa misma densidad y riqueza le confiere su fuerza evocadora. Agua cristalina, alegría del sembrador, cansancio fructífero, vida.

La tarea que Jesús tiene encomendada es descorrer el velo de la divinidad, para que aparezca el rostro del Padre. Es lo que Jesús anuncia, éste es su alimento y lo que lo constituye en el salvador del mundo, lo que Juan denomina "voluntad del que me envió". La samaritana y sus paisanos saliendo al encuentro de Jesús son los campos ya dorados para la siega. A través del encuentro con Jesús, culmina la adhesión al salvador del mundo, por cuanto les pone en contacto con Dios-Padre. Juan formula la alegría de Jesús por este acercamiento que se opera en los habitantes de Sicar, en el que toman parte el Padre y el Hijo. Su símbolo es el cansancio de Jesús sentado junto al pozo.

Estamos en las cumbres de la revelación. Este evangelio enseña que Dios tiene sed de nosotros; por eso, para ser digno de esta fe, hay que tener sed de Él. Deseo por deseo, amor por amor. "Pídeme el agua viva y yo haré que brote en ti una fuente de amor. La insaciable sed humana no tiene pozos en que saciarse. En cada pozo de agua, encontramos un ardiente desierto. Jesús nos plantea la desproporción entre la sed del hombre y las posibilidades que ofrecen las criaturas y la sociedad para apagarla. Esas posibilidades nos dejan un enorme vacío. La sed de infinito que se siente con insistencia, exige un agua superior para acallarla. Frente a las propuestas humanas, Jesús ofrece el agua que brota hasta la vida eterna, que, bebida una vez, calma la sed para siempre, porque el Espíritu queda interiorizado en el hombre. Es el "nuevo nacimiento", que le indica a Nicodemo (Jn 3, 1-21). Jesús propone lo mejor, lo más definitivo; el deseo de infinito, lo tenemos dentro de nosotros y dentro tenemos que descubrirlo. La fe y el encuentro con Jesús ha de ir en el interior: "El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna". El Espíritu que Él comunica se convierte dentro de cada hombre en un manantial que brota continuamente y que sin cesar da vida y fecundidad, un manantial que va desarrollando al hombre en su auténtica dimensión humana.