Los desechados
I. Los Samaritanos
Autor: Camilo Valverde Mudarra
El Antiguo Testamento
Oseas, rey de Israel, cometió el error de negarse a pagar tributo al rey asirio, Salmanasar V. Para protegerse contra las posibles represalias, que esta decisión le pudiera acarrear; cometió el segundo error de buscar apoyo en Egipto (2 Re 17,4). Las consecuencias de su insensatez llegaron enseguida. Él fue apresado y su país ocupado por los asirios en el año 924 a.C. Tres años más tarde (722-721), caía también la ciudad de Samaría en manos de Sargón II, sucesor de Salmanasar, lo que supuso la desaparición del reino de Israel o reino del norte. A renglón seguido fueron deportados a la alta Mesopotamia y a la Media unos 27.280 samaritanos pertenecientes a las clases altas, dirigentes y terratenientes del país, así como los sacerdotes del santuario de Dan (Jue 18,30). Esta deportación ya estaba predicha por Amós (Am 7,17). En Samaria, se quedaron los pobres y los campesinos, trabajadores del campo por cuenta ajena.
Los asirios colonizaron el país. Los colonos asirios llegados de diversas ciudades, "de Babilonia, de Cutá, de Avá, de Jamat y de Sefarvayim" (2 Re 17,24), admitieron el culto a Yahvé, pero, al mismo tiempo, daban culto a sus dioses importados con ellos. Implantaron sus costumbres y su religión, una religión pagana que compatibilizaban con la religión hebrea: "Aquellas gentes se hicieron sus dioses y los colocaron en los santuarios de las colinas que los samaritanos habían construido, cada uno en la ciudad donde vivía" (2 Re 17,29).
Los samaritanos comenzaron a llevar una vida autónoma, independiente de Judea y de Galilea, se mezclaron en matrimonios con los colonos asirios. Este doble sincretismo, religioso y étnico, hizo que los judíos ortodoxos se declararan enemigos irreconciliables de los samaritanos que habían dejado de ser pura raza judía y se habían convertido en una raza mestiza en lo físico y en un pueblo hereje en lo espiritual, por su doble maridaje con Yahvé y con los ídolos paganos.
La ruptura fue total, el odio encarnizado. La reconstrucción del templo de Jerusalén, después del exilio babilónico, sirvió para recrudecer el enfrentamiento. Los samaritanos quisieron contribuir en su reconstrucción, pero los judíos no se lo permitieron, alegando que el decreto de Ciro les encomendaba a ellos solos -la raza pura y la verdadera comunidad judía- hacer todas las obras. Los samaritanos no eran dignos de poner ni una sola piedra en el nuevo templo, pues tenían las manos manchadas con los sacrificios que ofrecían a los dioses paganos, a pesar de que los ofrecían también a Yahvé (2 Re 17,37). Esta negativa judía exacerba tanto los ánimos de los samaritanos contra los judíos que, en su indignación, trataron de impedir la reconstrucción. Influyeron tanto en los obreros que llegaron a conseguir la paralización de las obras. Enviaron cartas a Artajerjes, rey de Asiria, diciéndole que los judíos habían comenzado a reconstruir la ciudad de Jerusalén y sus murallas (Esd 4,11-16) para declararse independientes. La carta tuvo el éxito deseado. Las obras se paralizaron, pero, a la muerte de Artajerjes, Darío permitió que continuaran. El templo se reconstruyó gracias a la intervención del profeta Ageo, que predicó en el otoño del a. 520. La reconstrucción terminó en el 515 a. C.
Los samaritanos, por su parte, construyeron un templo a Yahvé en el monte Garizim (s.V-IV a.C.), debido justamente a estas confrontaciones con los judíos que les impedían ofrecer sacrificios en el templo de Jerusalén. Este hecho consumó, de manera definitiva, la enemistad con los judíos. Juan Hircano (a.134-104), de la dinastía asmonea, llevado por su puritanismo y su celo por la causa de Yahvé, destruyó el templo de Garizim, lo que significó de nuevo la rúbrica del odio eterno entre samaritanos y judíos. Los samaritanos probablemente no fueron tan cerrados y tan cerriles como los judíos ante la cultura helénica, lo que avivó más aún la hoguera del odio, hasta el punto de que el Sirácida escribe esta frase durísima, despectiva y cruel, contra los samaritanos: "Dos pueblos me son odiosos y un tercero que ni siquiera es pueblo: Los que habitan en las montañas de Seir, los filisteos y el pueblo estúpido que habita en Siquem" (Si 50,25-26). Tal es el concepto que en el siglo II tenían los judíos de los samaritanos, "un pueblo que no es pueblo" (Dt 32,21), que sólo considera como Escritura Sagrada el Pentateuco.
El Nuevo Testamento
En los tiempos de Jesucristo los judíos seguían profesando un odio irreductible a los samaritanos. Los consideraban impuros desde su nacimiento. Todo lo que ellos tocaran quedaba impuro, hasta la misma tierra que pisaban. Por eso, los galileos, para ir a Judea, y los de Judea para ir a Galilea, iban por la ribera del Jordán o por la del Mediterráneo, para no pisar una tierra profanada y para no encontrarse con los samaritanos, pues su encuentro con ellos era con frecuencia origen de enfrentamientos y de peleas. "Los judíos no se tratan con los samaritanos" (Jn 4,9). Era tan cruel su enemistad que ni siquiera se daban un poco de agua (Jn 4,9). Por supuesto, no contraían matrimonios con ellos. Los comparaban en todo a los gentiles y de manera especial en todo lo referente al culto. Si un samaritano se convertía al judaísmo, tenía que ser circuncidado de nuevo, pues su circuncisión no era considerada válida. Los samaritanos aplicaban también esa ley a la recíproca.
Uno de los insultos, que más ofendía a los judíos, era llamarlos "samaritanos". Á Jesucristo se lo llamaron: "Con razón decimos que eres un samaritano y que estás endemoniado" (Jn 8,48), aunque los judíos evitaban incluso pronunciar la palabra "samaritano", para no manchar sus labios. El doctor de la ley, en lugar de decir "el samaritano", dijo: "El que practicó la misericordia" (Lc 10,37), pero de ese modo enalteció grandemente al samaritano, pues lo identificó con el misericordioso.
La postura de Jesucristo ante los samaritanos contrasta de manera radical con la de los judíos. Sólo hay un texto que contradice esta postura "No entréis en ciudad samaritana" (Mt 10,5). Seguramente se trata de un texto producido por Mateo, apoyado en la misión de Jesucristo circunscrita a los judíos. De hecho, Jesucristo pasaba por las ciudades de los samaritanos: "Al llegar el tiempo de la partida de este mundo, resolvió ir a Jerusalén y envió mensajeros por delante. Estos entraron en una aldea de samaritanos para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no le recibieron, porque iba camino de Jerusalén. Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan dijeron: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del cielo y los consuma? Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Y se fueron a otra ciudad" (Lc 9,51-56).
Los apóstoles siguen alimentando el odio y la venganza contra los samaritanos. No han comprendido todavía que el espíritu del reino mesiánico no es de venganza, sino de misericordia. Jesucristo condena esa postura. En todo caso, se trata únicamente de una ciudad samaritana, pues "se fueron a otra ciudad", también samaritana, que los acogió y ejerció con ellos la hospitalidad.
Una de las páginas más bellas del evangelio, una pieza literaria maestra en su género, es el diálogo de Jesucristo con una mujer samaritana (Jn 4,1-42). Baste señalar aquí que Jesucristo no tenía reparo alguno en entrar en tierra de samaritanos y que propone a la samaritana y a los samaritanos como modelo de creyentes, del que cree en Jesucristo sólo por su palabra, en contraposición a los judíos que para creer necesitaban milagros (Jn 4,48). Los samaritanos, pues, son el modelo de la fe perfecta, un espejo, en el que deben mirarse los judíos.
Jesucristo curó a diez leprosos (Lc 17,11-19) y les dijo que fueran a presentarse a los sacerdotes que eran como los notarios -encargados por la ley- para dar fe oficialmente de su curación y así poder reintegrarse a la vida pública. En el camino quedaron curados. De los diez sólo volvió uno a dar las gracias a Jesús. Lo importante de la narración no es el beneficio que Jesucristo hizo a todos, sino el agradecimiento de uno solo y además samaritano. Jesucristo acentúa dos cosas: La ingratitud de los nueve, que además eran judíos, y la gratitud de uno que además es samaritano, "un extranjero". Jesucristo ofrece la curación a todos y sólo uno, el odiado, el despreciado, el marginado, tiene un corazón agradecido. Los humildes, los pobres, los insignificantes, son siempre los que mejor responden a los dones de Dios y a los favores de los hombres. Jesucristo presenta al samaritano como modelo de agradecimiento a la gracia de Dios; que se echó rostro en tierra ante Jesús "dándole gracias", dando gloria a Dios (Lc 17,16) por el bien que le ha hecho. Jesucristo, al mismo tiempo humilla a los judíos desagradecidos y olvidadizos.
La parábola del Buen Samaritano es, sin duda, la que más impacto produjo en la actitud antisamaritana de los judíos (Lc 10,30-37). El doctor de la ley pregunta a Jesucristo quién es su prójimo, es decir, quién tiene derecho a su amor. Y Jesucristo le responde quién es el que tiene el deber de amar. Derecho y deber son los dos términos correlativos del amor. El hombre necesitado tiene derecho a ser socorrido y el que ve esa necesidad tiene el deber de socorrerle.
"Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó". "Un hombre", no un judío, cualquier hombre, un hermano; cualquier hombre es mi hermano, es mi prójimo. Para los judíos el "prójimo" era sólo el judío. Unos bandidos le salieron al encuentro, le cosieron a puñaladas, le robaron todo lo que tenía y le dejaron medio muerto en la cuneta. Pasaron por allí un sacerdote y un levita, también camino de Jericó. Jericó era una ciudad eminentemente sacerdotal. Es, pues, muy probable que el sacerdote y el levita vinieran de ofrecer sacrificios en el templo de Jerusalén. Acababan de estar en contacto con lo sagrado, con el Santo. Seguramente acababan de tener la semana de servicio al templo. Si así fue -y aunque no lo fuera- deberían bajar santificados. El sacerdote y el levita son la representación del culto a Dios, de la religión oficial, del templo, de lo más sagrado. Representan también la ley, igualmente sagrada. Y la ley dice: "Si ves el asno de tu hermano o su buey caídos en el camino, ayúdale a levantarlos" (Dt 22,4; Ex 23,5).
Si esto se dice de un jumento, cuánto más de un hombre. Y el que está caído en el camino es un hombre. El sacerdote y el levita pasan de largo y le dejan tendido en su soledad agónica. Y es que no hay nada que hiele más el corazón y seque el alma que la oración y la piedad de un hombre clausurado en sí mismo, en el egoísmo espiritual de una santificación a solas con sólo Dios y desentenderse, de manera absoluta, de todos los demás. Estaban acostumbrados a escuchar la voz de Dios en el silencio del templo y no distinguen la voz el grito desgarrador de ese mismo Dios en las calles de la vida. El sacerdote y el levita representan teóricamente la ortodoxia. Y pasó el samaritano, representación del cisma, de la herejía y ejerció la misericordia con el hombre caído, e imparte la gran lección de ortopraxis, la acción caritativa, el amor práctico, que es en lo que consiste la verdadera religión, la esencia del evangelio. Para el samaritano, cualquier hombre -también el judío- es su prójimo. Un enemigo debe tener por prójimo a su enemigo. Esta es la parábola de la fraternidad universal, principio y fundamento de la moral cristiana. La religión auténtica radica en la caridad, no en el culto, aunque también haya que hacer culto. Hay que socorrer al necesitado, sea quien sea, "sin distinción de raza, de color, sexo, ciudadanía y religión". Prójimo no es un conciudadano, es un término internacional que no tiene fronteras ni colores.
Orígenes da a la parábola esta interpretación acomodaticia: El hombre es Adán. Jerusalén, el paraíso. Jericó, el mundo. Los bandidos, las fuerzas del mal. El sacerdote, la ley. El levita, los profetas. El samaritano, Jesucristo. La posada, la Iglesia. El posadero, el jefe de la Iglesia, a quien se ha confiado la solicitud de todos los hombres. Si el samaritano dice que volverá, significa la segunda venida de Jesucristo.
La región de Samaria se abrió al evangelio de manera admirable. Fue misionada con gran éxito. La persecución cristiana en Jerusalén provocó que el diácono Felipe saliera huyendo y fuera a evangelizar a Samaria y lo hizo con gran fortuna. Fue una misión llena de portentos y de conversiones. En Samaria, surgió la primera comunidad cristiana fuera de Jerusalén. La acogida, que los samaritanos hicieron a Felipe (He 8,6-8) tiene mucho de parecido a la que habían hecho a Jesucristo (Jn 4,39-42). La comunidad cristiana de Samaría adquirió rápidamente tal importancia que los apóstoles, desde Jerusalén, comisionaron a Pedro y a Juan -columnas de la Iglesia- para hacer una inspección (He 8,14), comprobar si todo iba bien, -Felipe, nombre griego, podía resultar un tanto sospechoso- e impulsar todo lo realizado. Los apóstoles "les impusieron las manos y ellos recibieron el Espíritu Santo" (He 8,17). Así los samaritanos entran en el cristianismo por la puerta grande, sirviendo de ejemplo a los mismos judíos, que sólo entraron por la puerta estrecha, pues aunque "muchos", es decir, todos los judíos estaban llamados, ellos los primeros, fueron pocos los escogidos, los que entraron en el cristianismo, los que aceptaron a Jesucristo.