V Domingo de Pascua, Ciclo A

Jn 14,1-12: Yo soy el camino, la verdad y la vida

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Hch 6,1-7; Sal 32,1-5.18-19; 1P 2,4-9; Jn 14,1-12

 

 No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no, os lo habría dicho, yo voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que, donde estoy yo, estéis también vosotros, para ir adonde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dice: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto…
Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creedlo por mis obras. En verdad, en verdad os digo que el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre.
 

 

 

          Lectura de los Hechos de los Apóstoles:

 

            En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas. Los apóstoles convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron: No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios, para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu de sabiduría; y los encargaremos de esta tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra… Y ellos les impusieron las manos orando.

 

            San Lucas narra, en el libro de los Hechos de los Apóstoles con la fuerte idealización propia del inicio de los grandes movimientos sociales, la difusión de la predicación cristiana desde Jerusalén, hasta Roma.

          Entre los “nazarenos" estaban los judeo-cristianos y los cristianos helenistas. Los primeros de habla aramea, eran semitas, leían la Escritura en hebreo y, siguiendo ligados a las tradiciones judías, cumplían de forma estricta la ley de Moisés; eran queridos por el pueblo y defendidos por los fariseos. Los segundos, procedentes de la diáspora, eran judíos de las colonias mediterráneas; hablantes de griego común y acomodados económicamente, tenían mentalidad muy occidental y urbana, con poco apego a la ley mosaica.

          Aquí, por primera vez, se distingue entre los "discípulos" y  los "apóstoles"; pero, en el Evangelio, todos los que siguen a Jesús se llaman "discípulos" (Mt 28, 19). En la comunidad de Jerusalén surgen los problemas; parece que existía una cierta discriminación, en perjuicio de los pobres helenistas, al distribuir los bienes comunitarios (2,45; 4,35). Los "apóstoles" proponen elegir, entre los "discípulos", a siete varones, que se encarguen de la administración. A los designados, los Apóstoles les imponen las manos, símbolo sagrado y jurídico, en un rito ya conocido en el A.T. (Gn 48,14; Nm 8,10s). Es muy probable que tuviera carácter sacramental, y se trate de la ordenación de "diáconos" en el sentido actual, o de "presbíteros" que, más tarde, se hallan junto a los Apóstoles (11,30; 14,23; 15,2). La necesaria institucionalización se hace en función de las necesidades y con la participación de los afectados. Durante muchos siglos, el pueblo participó decisivamente en la designación de sus pastores. La unidad de los creyentes de que hablan los Hechos, superado el primer conflicto, tiene ahora, que afirmarse.

          Ya se van distinguiendo funciones y servicios. San Ignacio de Antioquía distinguirá ya claramente entre obispos, presbíteros y diáconos. La Iglesia sigue ordenando a sus "ministros", mediante la imposición de manos. Pero se ha olvidado, por desgracia, la participación del pueblo en la elección de sus servidores. Se desprende la lección práctica de buscar, para los cargos, las personas adecuadas y oportunas; la Iglesia se organiza en respuesta a unas necesidades y no por un modelo previo a ultranza. La vida y los modelos son cambiables.

 

 

          SALMO RESPONSORIAL

            “Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos; dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas.

            La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre”.

 

 

          Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro:

 

            “Acercándoos al Señor; la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Dice la Escritura: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa… Y ellos tropiezan al no creer en la palabra, ése es su destino”.

 

            Este texto de San Pedro, parece ser una síntesis guía para la celebración de la liturgia cristiana de Pascua o, quizá, un esquema de homilía que interpreta la vida cristiana y espiritual sobre el Ex 12,21-28.

          La idea esencial del pasaje estriba en que los cristianos constituyen el Nuevo Israel, al poseer las prerrogativas concedidas por Dios al pueblo en el desierto (Ex 19,5-6; Is 43,20-21). Cristo resucitado es, por su resurrección de entre los muertos, la "piedra viva" elegida por Dios para construir sobre ella la Iglesia (cf. 1Co 3,11). Los que construyen en este mundo, desprecian frecuentemente a Cristo; pero lo que vale es el juicio de Dios que lo ha resucitado (Mt 21,42).

          Los que se unen por la fe a Cristo, "piedra viva", participan de la nueva vida, liberados por él de la muerte merecen llamarse a su vez "piedras vivas" que, trabadas entre sí, sobre el fundamento que es Cristo, forman el verdadero "templo de Dios" que es la comunidad de Jesús (cf. 1 Co 3,16s; 2 Co 6,16; Ef 2,21s). Así, los creyentes son un "pueblo sacerdotal", partícipe del mismo sacerdocio de Cristo, el Mediador (Hb 13,15s). En Cristo y por Cristo, ofrecen a Dios sacrificios espirituales: el sacrificio de alabanza y de acción de gracias, el sacrificio de amor, el sacrificio de sus propias vidas (Rm 12,1; Flp 4,18; St 1,27; Hb 13,15 s). Cristo, es la "piedra angular" que sostiene y mantiene unida la verdadera "casa de Dios" que es la Iglesia.

          Para quien no cree, Cristo es un "escándalo", piedra en la que tropiezan y roca sobre la que se estrellan. Los incrédulos no comprenden que el "ripio", que desprecian los tecnócratas de este mundo, puede ser elegido por Dios, para ser la "piedra angular", esto es, la mejor piedra, la que se utiliza para los sillares del edificio. Los creyentes, en cambio, encuentran en Cristo y por Cristo crucificado y despreciado por los poderosos de este mundo, la piedra angular; son una misma raza elegida, en la que, sin distinción entre griegos y judíos, hombres y mujeres, todos son hijos de Dios, llamados a reinar con Cristo en la vida eterna (cf Lc 22. 30; Mt 19. 28; Ap 1. 6); son sacerdotes, con el mismo sacerdocio de Cristo y tienen a Dios por "Padre". El hecho de la muerte y resurrección de Cristo es el núcleo de la consistencia del pueblo eclesial y cimiento de su sacerdocio vivo en Jesús. Así, todos los creyentes han sido llamados a proclamar el Evangelio, y llevar, al mundo, la obra de salvación en Jesucristo.

 

           

          EL EVANGELIO según San Juan, de hoy, es un extracto pronunciado por Jesús después de la cena; forma parte de los “discursos de despedida” del Señor, de las palabras que dejó en testamento. El autor del cuarto evangelio es de un radicalismo y osadía tremendos; presenta a Jesús revelando al Padre y, por ello, invita al creyente a ser revelador del Padre.

          Los apóstoles sienten inquietud y tristeza ante la hora inminente de Cristo. Jesús les anuncia que todos se reunirán con el Padre (Jn 14,1-3), a quien también conocerán (Jn 14,4-10), y les garantiza que estará entre ellos por el amor (Jn 13,33-35; 14,21). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Dios imparte a los hombres la enseñanza de su "verdad" y la comunicación de su "vida". Jesús es la verdad, porque revela con exactitud al Padre, inabordable en todos los aspectos. Es vida, porque, por El, el hombre participa en la comunión con Dios Vivo (Jn 3,36; 5,24; 6,47); y es camino, porque sus funciones de verdad y vida tienen su realización definitiva en un contexto escatológico que está en el futuro. Cristo es el camino por haber vivido y comunicado la gloria de Dios y su experiencia a la humanidad; es morada de Dios, porque, en El y con El, el hombre encuentra al Padre y participa de su vida.

          Jesús ha mostrado el rostro concreto del Padre, que es Amor. Un arduo trabajo de depuración del hecho religioso, que invierte totalmente la concepción tradicional de Dios. En Jesús, ese rostro brillará con todo su esplendor en la cruz, porque no hay mayor amor que el de dar la vida. La cruz, el amor, es el camino de Jesucristo. Ver a Jesús es, pues, ver al Padre, porque uno y otro no son más que amor a ultranza. De ahí que Jesús sea el camino, la verdad, la vida. Su criterio de verificación son sus obras, sus acciones concretas de amor: la mujer que no ha muerto apedreada, el ciego que ve, el paralítico que anda, la gente hambrienta que come y se sacia. Es la obra que el cristiano, a imitación debe realizar y cumplir.

          No temáis ni turbéis, exhorta Jesús en el momento crucial; va hacia la muerte y aquellos hombres que llamó van a quedar desquiciados; para que tengan calma Jesús los conforta y les recomienda: "Creed en Dios y creed en Mí". Ahí está el secreto; es la calma del hombre que vive los problemas, que mantiene fija su vista en Dios, que siente el dolor ajeno y que cree en Dios.

          Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. En él, y en vivir, como él vivió, está la respuesta a los interrogantes y la búsqueda del hombre. El Camino a seguir, la Verdad a defender, la Vida que no se pierde, están al alcance; elegirlos, tomarlos y alcanzarlos, sin rechazo es la labor preciosa a realizar. Cuando el hombre pregunta por el camino, indaga el sentido y meta de su existencia. Así se entiende la respuesta de Jesús.

          Una terrible angustia sobrecoge a los discípulos, que casi les hace sucumbir (14. 27; 16. 6/20), por la marcha de Jesús y por el miedo ante un mundo hostil. Jesús que lo comprende, los anima y conforta mostrándoles, que su marcha necesaria contribuirá a fortalecer, por la fuerza del Espíritu, una unión de carácter más íntimo que la que ahora tienen entre ellos. El miedo muchas veces atenaza al cristiano, pero la actitud y la palabra de Jesús lo liberan y lo robustecen. La fe, sustentada en Jesucristo, tiene que remontar la angustia que provoca la dureza de la vida hasta el encuentro con la intimidad de Dios. Nuestra fe se cimienta en Jesús, confiados en él sabemos que superaremos nuestra propia limitación y la del mundo que nos rodea, por dura que sea la contradicción.

          En el NT, el camino marcado por Dios es el mismo de Jesús (Mc 8,34; Lc 9,23); pero, en Juan, tiene aún un significado más profundo: Jesús es el camino que conduce al Padre en la medida en que él mismo es la verdad y la vida (cf. 10,9). El sentido último de nuestra misión cristiana radica en vivir, como Jesús ha vivido y tener la misma manera de pensar adaptada al mundo de hoy. Felipe (1,44) expresa la aspiración más profunda del hombre, aspiración que nadie de nosotros logra colmar. Jesús se presenta en esta situación como la garantía de la consecución de ese fin último, al que tiende con ansia el corazón del hombre. Jesús puede hacer que el hombre sea feliz ya, ahora.

          La idea del camino indica a los cristianos sensibles a la estabilidad y perfección, que la Iglesia es susceptible de continua reforma y está obligada a reflexionar y a no conceder un valor absoluto a las culturas y ritos de que se vale para su misión; que, centrándose en la renuncia y servicio a los demás, debe oír la voz del pueblo y valorar los signos y exigencias de los tiempos. Lo duradero es la fe, esperanza y caridad, lo demás, en ella, no es más que adaptable.

          La palabra Padre es precisamente la palabra más repetida en el texto. “Nadie va al Padre si no es a través de mí”. Resuena aquí la anterior afirmación: "Yo soy la puerta". Jesús es el camino que lleva al Padre, conocer a Jesús equivale a conocer al Padre. Este conocimiento es la fe en Dios y en Jesús, como invitación y programa de vida para el discípulo de Jesús: “Creed en Dios y creed en mí”. “El que cree en mí, hará las obras que yo hago, y aun mayores”. El discípulo de Jesús está llamado a realizar sus obras y otras que pueden exceder en importancia las del propio Jesús.

          Quien busca a Dios, lo encuentra en Jesucristo. Acérquese al Evangelio; fúndese en su palabra y en su obra. Ahí está Dios; ahí tiene la posibilidad de encuentro, de diálogo, de conversión, de enriquecimiento personal. “El que me ve a mí, ve al Padre”. En este mundo frío, en este siglo que vivimos, asedia y señorea el relativismo, el hedonismo, laicismo y materialismo. El resultado viene a ser el vacío y la agresividad, el desencanto y el descontrol, el repliegue y el individualismo. La salida de la crisis se halla en ir al encuentro de Jesucristo, abrazarse y refugiarse en Él.