XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 9,36-10,8: Proclamad que el reino de los cielos está cerca

Autor: Camilo Valverde Mudarra

 

 

Ex 19,2-6; Sal 99,2.3.5; Rm 5,6-11; Mateo 9,36-10,8
 
    
«En aquel tiempo, al ver Jesús a las gentes, se apiadó de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha y los obreros pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande operarios a la mies.

Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia… Y los envió Jesús con estas instrucciones: No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria; id, más bien, a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis». 

Lectura del libro del Éxodo:

       «En aquellos días, llegaron al desierto del Sinaí. Acampó Israel al pie de la montaña. Subió Moisés a Dios y Yahvé lo llamó desde lo alto, diciendo:
      Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los israelitas: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa».
 

Todo el Antiguo Testamento contempla la acción de Dios, que experimenta el pueblo en el Sinaí, punto central de su historia, soporte de la Alianza y raíz íntima de su espiritualidad como pueblo de Dios, que lo identifica como su peculiaridad étnica.

Desde la elección de Abraham, Dios sueña con un pueblo suyo. Errantes los primeros patriarcas y probada su fe, va a materializarse la promesa: nacerá el pueblo de Dios.  Habiendo visto Yahvé la opresión de su pueblo en Egipto, llamó a Moisés, en Horeb y le confió la misión de ir al Faraón, para que liberara a Israel. Dile al Faraón: "Deja marchar a mi pueblo para que me rinda culto". Después de muchas vicisitudes, llevado sobre alas de águila, salió por fin el pueblo de Israel de Egipto y caminó por el desierto hacia el Sinaí, monte de Dios.

         Subió Moisés hacia Dios, como mediador, acreditado por el Señor ante su pueblo. Dios quiere comunicar con ese pueblo, encenderlo en la fe y hacerlo portavoz de su palabra por toda la tierra; el pueblo, a su vez, tiene que comprometerse a guardar la Alianza. Les recuerda lo que ha hecho con ellos sacándolos de la esclavitud de Egipto, y, entre el intenso toque de la trompeta, Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno. Lo que Dios decía, Moisés lo transmitía al pueblo, que respondía unánime: "Haremos cuanto dice el Señor". Aceptaba la Alianza, era el sí incondicional del pueblo elegido. Israel ha sido elegido para ser el sacerdote universal del mundo. "Seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos". No es sólo un privilegio, es, sobre todo, una responsabilidad a la que debe responder: "Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza".

Así pues, la elección por parte de Dios sitúa a los hombres ante un nuevo compromiso, el de la respuesta. La llamada y la elección por parte de Dios conlleva una misión. En medio de las naciones, Israel debe anunciar la salvación y la alianza de su Dios; la misión implica la necesidad de una apertura hacia todas las demás naciones, con el fin de dar a conocer la voluntad de salvación de Dios: por eso: "seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa". Así, indicándoles a los cristianos su misión en el mundo lo expresa después San Pedro: “Vosotros sois un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios, para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa, vosotros, que antes no erais pueblo, ahora sois el Pueblo de Dios” (1 Pe 2,9).

La asamblea que reúne a los cristianos haciéndolos Cuerpo Místico de Cristo encierra en sí la transformación que el hombre opera con esfuerzo, para fomentar la paz y la justicia en el mundo y se presenta a la Humanidad como el signo del plan que Dios ofrece a su libertad. La asamblea reunida en celebración penitencial confiesa ante Dios no solo sus pecados, sino los del mundo y obtiene el perdón de Dios. El sacerdocio del pueblo santo es, por tanto, una realidad efectiva que se concretiza en la mediación entre los hombres y Dios y en la misión entre Dios y los hombres. 

Salmo responsorial:

     «Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. 

Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. 

     El Señor es bueno y  eterna, su misericordia, su fidelidad por todas las edades».   

Lectura de la carta del San Pablo a los Romanos:

     «Hermanos: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
   ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos del castigo! Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!»
 

En esta perícopa, el Apóstol Pablo, contemplando con admiración el misterio de nuestra salvación, explica que se cumple, no cuando fuimos justos, sino en el momento en que éramos pecadores. El envío del Hijo es obra, por tanto, del amor gratuito de Dios que nos ha amado antes de que nosotros lo amásemos a él. Y, en este punto, ve la realización actual de nuestra justificación; si Dios ha realizado todo esto por unos hombres pecadores, ahora que Cristo nos ha lavado en su sangre y nos ha reconciliado, seremos salvados por la vida de Cristo Resucitado. Somos salvados por la muerte de Cristo (Rm 5,6-11)

Subyace en esta teología, la tesis de Pablo sobre la gratuidad de nuestra salvación. Es, pues, esencial y fundamental en la vida cristiana, vivir realmente el misterio pascual de muerte y resurrección. La importancia del catolicismo consiste, no en la multiplicidad de observancias, sino en vivir íntimamente con Cristo sus misterios. Aun, siendo pecadores, estamos inmersos en la esperanza; el pasado es garante del futuro: si Dios se interesó por nosotros y, a pesar de nuestras debilidades, sigue amándonos, podemos considerarnos salvados en esperanza, la esperanza de la certeza. La situación actual del cristiano es de esperanza, porque Dios nos ha reconciliado y nos resucitará con Cristo tras la muerte; ha tomado la iniciativa por puro amor gratuito, ya que en la existencia frustrada del hombre no había motivos atrayentes para el amor.

Su visión de pesimismo sobre la acción humana explica que Pablo se asombre de que Cristo haya muerto "por unos hombres-sin-Dios"; el adjetivo "impío", tiene el sentido objetivo de "separado de Dios, lejos de Dios"; y, por ello, lejos de la posibilidad de superar esa frustración originaria del hombre, abocado a la muerte. "Morir por un justo" puede tener el sentido, de el que ha sido objeto de un "juicio" de salvación, el que ya ha superado la ruina existencial; en definitiva, Cristo ha muerto por el ser humano, radicalmente incapacitado para superar la mayor de sus alienaciones, la muerte.

Ahí se sustenta toda nuestra esperanza: "pues, si siendo enemigos, hemos recibido la reconciliación con Dios por medio de la muerte de su Hijo, con mayor razón, una vez reconciliados, seremos salvados mediante su vida". El proceso se ha producido ya en la "reconciliación", que significa precisamente "desalienación", "dejar de ser otro". Jesús ha venido a salvar al hombre; a sacarlo, a librarlo de la muerte. La prueba de esta justificación se encuentra en la obra de amor que el Espíritu realiza actualmente en nosotros.

Lo esencial, pues, está cumplido. Ahora hay que creer y amar. Vivir con esta convicción es confesar la fe y asegurar la esperanza. Los judíos solo esperaban en la promesa; para el cristiano Dios está presente en su vida actual y su esperanza se halla en la realidad de Jesucristo.  

El EVANGELIO, según San Mateo, hoy cuenta el envió a los Doce a predicar la cercanía del Reino a las gentes que andaban descarriadas, como ovejas sin pastor. Sin duda, se trata de un texto de misión; no es de tipo jerárquico o de vocación específica. Mateo ha compuesto un texto eclesiológico.

En Mateo, discípulo y apóstol son términos equivalentes. Los enviados son los Apóstoles en cuanto guías del pueblo de Dios; y se dirigen "a las gentes" que son todos los que escuchan la palabra de Jesús, pero no la ponen en práctica (cfr. final del sermón del monte, 7,24-27). Esas gentes oían y seguían a Cristo, pero no eran sus discípulos. Discípulo es el que pone en práctica el programa del Reino (cfr. Mt 5-7), que es algo más que una ética; es una renovación integral del mundo. Desde ahora, reciben una nueva connotación; los llamados discípulos por su relación con el Maestro, pasan a llamarse también apóstoles, es decir, enviados, por su relación con la gente.

La misma multitud que no tiene pastor, es la mies abundante sin braceros que la cultiven y cosechen. El llamamiento de los doce discípulos sugiere el recuerdo de la vocación de Moisés, para ejercer la misión de mediador. Los apóstoles, pues, son  mediadores entre Dios y su pueblo, al que tienen que cuidar, apacentar, cultivar y regar como mies y lograr el cumplimiento de la Alianza con el Señor. Moisés es el mediador de la Antigua Alianza; los Apóstoles los de la Nueva en la Sangre de Cristo. He ahí la enorme responsabilidad de los que, teniendo su misión, deben desenmascarar las doctrinas heterodoxas modernas, que, con grandes pretensiones, desorientan al hombre, presentándole un esquema falseado de la familia, fundado en el progreso de la ciencia y de la antropología y creando en ellos una conciencia que creen nueva, avanzada, y más acorde con la espontaneidad de la carne. Jesús anhela que el hombre se deje conducir por la espontaneidad del Espíritu, por eso increpa al espíritu: “Sal del muchacho y no vuelvas nunca más a entrar en él” (Mc 9,25).

“Rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies”. Existen muchos "cristianos", pero faltan trabajadores de la mies. Ya en tiempo de Jesús el número de estos obreros del Reino era escaso frente a la gran muchedumbre de seguidores. Esa escasez es la que motiva la profunda conmoción de Jesús, por lo que pide al Padre operarios y Él envía a los pocos que tiene. Se compadeció de las gentes que estaban extenuadas, porque, al no encontrar el pan sustancial de la doctrina evangélica, no sabían que Dios es un Padre amoroso, que les ha enviado a su propio Hijo, Don Supremo. Por eso, las ve como “ovejas sin pastor”, que se dejan embaucar por magos y adivinos, astrólogos y augures, por errores y por supersticiones que les atenazan y obsesionan con la mentira. Eran pues, todavía gentes y multitud, aún no formaban pueblo, porque no tenían pastor. La plenitud de la ley, el amor, la gozosa intimidad con el Padre, había sido adulterada por la casuística farisaica. Jesús ha venido a calmar esa sed existencial del hombre y a liberarlo de todas sus esclavitudes, de la ambición de dominar y de tener, de la adicción a los dioses de este mundo y seguimiento de doctrinas y sueños destructores; por eso, envía a sus discípulos a curar enfermos, arrojar demonios, curar llagas y heridas, angustias y depresiones, desterrar odios y rivalidades, que les atenazan y les distancian de la realidad. Los manda a alentar, estimular, nunca condenar, sembrar esperanza, confiar en el hombre. Todo eso, en cuanto expresión de la presencia de Dios, es pura gracia de Dios, por lo que no se pueden usar en beneficio propio.

Jesús opta por ser un rabino ambulante: no espera a que los discípulos vengan, sino que sale a su encuentro, los aborda y llama. Jesús no hace, como los sacerdotes del Templo que reciben óbolos y dinero de los fieles, ni como los fariseos, que no se ocupan más que formulismos, sin preocuparse de su salvación; va a las "ovejas perdidas" y olvidadas de Israel; y comparte con sus discípulos su labor misional y su atención por el rebaño abandonado y descuidado, para conducirlo hacia el Padre, hacia el Reino, la plenitud que el hombre anhela y que Dios realiza porque ama.

Jesús excluye a los paganos y a los samaritanos en una economía de la salvación que es "primeramente para los judíos" (Rom 1,16); el llamamiento de los paganos al Reino vendrá sólo después de la Resurrección, cuando los apóstoles, tras Pentecostés, salgan de Jerusalén y vayan ampliando progresivamente su perspectiva física y evangélica. Parece sugerir una contradicción, que, ante la necesaria evangelización y el hambre universal de Dios, limite Jesús a los apóstoles el territorio a las ovejas de Israel y les prohíba ir más lejos. La misión es universal, pero la lección es pedagógica: Reunir a los de casa, santificar a los de Israel, que es el pueblo sacerdotal, de cuya santidad y rectitud depende su eficacia en el mundo. “Sois la sal del mundo. Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará?" (Mt 5,13).

Participar en esa labor nos afecta a todos. Los cristianos no están para vivir entre ellos y guardarse la sal. Con la llamada y el envío de los apóstoles, Jesucristo convoca a todos los cristianos a difundir su Evangelio, a anunciar y realizar el Reino en todos los pueblos. El mismo número doce es símbolo de universalidad, representan las doce tribus, figura de un nuevo pueblo que incluye a toda la humanidad. La Iglesia, colectiva e individualmente tiene que cumplir esa misión de acuerdo con los tiempos y usando los mejores modos y medios de cada momento. Ha de servir de testigo del amor de Dios a los hombres y reflejar la fe en la tierra en que vive; el creyente deber ser un testimonio vivo de que “Dios es Amor”, que nos ama con su más grande y profundo amor. El cristiano ha de ser sólo amor, luz del amor de Dios.

Operarios de vocación y entrega, que, con la fuerza del Espíritu, trabajen gratis, sin esperar recompensas, sin miras humanas, sin discordias ni rivalidades, sin resentimientos ni envidias; trabajadores religiosos que se inmolen y se gasten generosamente y en gratuidad (2 Cor 12,15), para implantar el Reino de Dios que salve a todo el mundo.